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Sin más entró el visitante y salió el macero. El alcalde quedó sobrecogido. El visitante despedía rayos y un halo de luz lo circundaba. El alcalde advirtió con extrañeza que la piel del visitante era plateada, como si la llevara embadurnada de tintura de plata. Los cabellos, que le llegaban hasta los hombros, eran hilos de plata. También la túnica tenía un reflejo mate, como si todo en el visitante estuviera hecho de una aleación sobrenatural. El alcalde se guardó mucho de pedir una explicación al respecto; preguntó solamente a qué se debía semejante honor. Hemos observado, dijo el visitante, que desde hace un tiempo estás distraído cuando recibes la Sagrada Forma. Es mi atención, no mi devoción lo que flaquea, se disculpó el alcalde; se trata del plan de ordenación urbana, que me trae por la calle de la amargura; no sé qué hacer.

Mañana, dijo el visitante, al primer canto del gallo, estarás en la antigua puerta de poniente. Allí verás venir al elegido, pero no le digas que yo me he manifestado. El alcalde despertó con sobresalto: estaba en la iglesia, en el reclinatorio, aún tenía en la lengua la hostia consagrada. Todo lo había soñado en un abrir y cerrar de ojos.

Al día siguiente a la hora convenida estaba el alcalde en el punto donde casualmente había de levantarse años más tarde el Arco de Triunfo que daba entrada a la Exposición.

Circulaban ya personas, bestias y carros. Para no ser reconocido el alcalde vestía un simple capote y un sombrero chambergo; en un recipiente de barro había colocado queso blanco de cabra; le iba echando encima aceite y lo iba espolvoreando con tomillo, como había visto hacer de pequeño en la masía donde vivían entonces sus abuelos. Así dejó que transcurriese toda la jornada. Los que pasaban por su lado comentaban la agitación que reinaba en la ciudad por la desaparición del alcalde, al que buscaban en vano desde que por la mañana no se había personado en la iglesia donde invariablemente oía su misa. Del erario público, decían, no faltaba un céntimo; eso era a juicio de todos lo más chocante.

Al atardecer el sol se convirtió en un círculo rojo de gran perímetro. El alcalde vio venir hacia él un ser raro. Una escaldadura sufrida de niño le había dejado la mitad izquierda de la cara tersa y lampiña; la otra mitad, en cambio, estaba surcada de arrugas y ostentaba medio bigote y media barba de notable longitud, porque venía de hacer a pie el camino de Santiago o se disponía a emprenderlo. Se llamaba o decía llamarse Abraham Schlagober, que en alemán significa "nata"; dijo no ser judío, pese a su nombre, sino cristiano viejo, peregrino en cumplimiento de una promesa cuya causa se negó a revelar y constructor de obras. El alcalde lo llevó de inmediato al Ayuntamiento, le mostró los planos de Barcelona y sus alrededores, puso a su disposición todos los medios para que trazara un proyecto. Ésta será, le dijo Abraham Schlagober, la Ciudad de Dios de que nos habla San Juan, la nueva Jerusalén. Ya que Jerusalén había sido derruida y nunca podría levantarse de nuevo, porque el Señor había dicho que no quedaría de ella piedra sobre piedra, otra ciudad estaba llamada a sustituirla como centro de la cristiandad. Barcelona tenía la misma latitud que Jerusalén, era una ciudad mediterránea, todo concurría a hacer de ella la ciudad elegida. Juntos leyeron las palabras reveladas: "Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas". El proyecto quedó acabado en menos de seis meses, tras lo cual Abraham Schlagober desapareció sin dejar rastro. Hay quien afirma que tal personaje no existió nunca y que fue el propio alcalde quien dibujó los planos. Otros, que sí existió, pero que no se llamaba como él decía ni era peregrino ni constructor, sino un aventurero que habiéndose percatado de la condición irregular del alcalde decidió sacar tajada de ello, acertó a trasladar al papel con astucia las visiones de su protector y mientras le duró el trabajo vivió a expensas del municipio, lo cual no sería insólito. Cuando el proyecto estuvo enteramente acabado el alcalde lo encontró de su agrado y lo sometió a la consideración del pleno.

Hoy el proyecto original no existe ya: o fue destruido a propósito o se encuentra sepultado sin remisión en archivos municipales insondables. Sólo nos han llegado bocetos parciales, poco fidedignos, fragmentos de la memoria justificativa. Como medidas habían sido usadas la braza y la parasanga, el codo y el estadio, lo que sin duda habría confundido mucho a los operarios de haberse procedido a la construcción; de lo que hoy llamamos el Tibidabo hasta el mar discurría un canal navegable del que partían a derecha e izquierda doce canales (uno por cada tribu de Israel) más estrechos y de menor calado, que iban a desembocar en otros tantos lagos artificiales en torno a los cuales se ordenaban barrios o agrupaciones semireligiosas, semi-administrativas, gobernadas por un teniente de alcalde y un levita. En ningún lugar aparece dicho de dónde saldría el agua que debía alimentar el canal y sus defluentes, aunque hay alusiones veladas a unos aljibes situados en lo que hoy es Vallvidrera, La Floresta, San Cugat y Las Planas. En el centro de la ciudad vieja (que según el plan debía ser arrasada, con la salvedad de la catedral, Santa María del Mar, el Pino y San Pedro de las Puellas) cinco puentes cruzaban el canal y cada puente representaba una de las cinco virtudes teologales. El Ayuntamiento, la Diputación provincial y el Gobierno civil habían de ser reemplazados por tres basílicas que correspondían a las tres potencias del alma. Había un Mercado de la Templanza y un Mercado del Temor de Dios, etcétera.

Otros aspectos del proyecto nos son desconocidos. Nunca sabremos cómo eran. El pleno del ayuntamiento se quedó patidifuso. Por fin optaron por aclamar el proyecto. Le dieron el apoyo unánime y sin reservas de la municipalidad. El consistorio, sin embargo, señalaba la necesidad de cumplir con los trámites prescritos por la ley vigente: el proyecto aprobado por el pleno debía someterse al refrendo del Ministerio del Interior, del que dependían todos los ayuntamientos de España. El alcalde montó en cólera. ¿Es posible que hasta la voluntad de Dios tenga que pasar por Madrid?, exclamó. Es la ley, respondieron los concejales aliviados. Fingían solidarizarse con la ira del alcalde, pero en el fondo confiaban en pasarle la pelota a Madrid, en que Madrid les sacara las castañas del fuego. Siempre que han podido nos han fastidiado, pensaban, pero esta vez, para variar, con su negativa nos harán un favor tremendo.

La respuesta de Madrid decía así: que S.E. el ministro del Interior acusaba recibo del llamado Plan de Ensanche de la Ciudad de Barcelona, pero que rehusaba considerarlo por no ajustarse su presentación a los requisitos contemplados por la legislación en la materia. En efecto, la ley exigía que se presentasen tres proyectos alternativos, entre los cuales el ministro se reservaba el derecho a elegir el de su preferencia. El alcalde creyó perder la cabeza. Entre todos lograron tranquilizarle: Convoquemos un concurso, enviemos a Madrid nuestro proyecto y otros dos más; el señor ministro no puede dejar de seleccionar el nuestro, por fuerza verá que es el mejor, le dijeron. A esto el alcalde no supo qué objetar; creía que su proyecto había sido inspirado por Dios y que no había ni podía haber otro superior a él, de modo que dejó que se convocase el concurso y esperó impaciente a que los proyectos fuesen presentados, cribados y preseleccionados con arreglo a los plazos fijados en las bases del concurso y aun se avino a presentar su propio proyecto junto con los demás, en el convencimiento de que saldría seleccionado, como sucedió. A lo largo de este proceso el proyecto del alcalde, que hasta entonces habían visto sólo unos pocos, circuló de mano en mano y sus características corrieron de boca en boca.

En los cenáculos ilustrados de la ciudad no se hablaba de otro asunto. Por fin los tres proyectos seleccionados fueron remitidos a Madrid. Allí el ministro los entretuvo todo lo que pudo sin que mediara explicación. El alcalde no vivía. ¿Han llegado noticias de Madrid?, preguntaba a medianoche, despertando sobresaltado. Su ayuda de cámara tenía que entrar en el dormitorio y calmarlo, pues era célibe.

Finalmente contestó el ministro. La respuesta cayó como una bomba: S.E. el ministro del Interior había decidido no seleccionar ninguno de los tres proyectos presentados, dado que a su parecer, ninguno reunía méritos suficientes. En cambio, daba por bueno y sancionaba con su firma un cuarto proyecto que o bien no había concursado o bien lo había hecho, pero había sido descalificado por el jurado. Ahora reaparecía amparado por un decreto-ley. Era lo que luego habría de llamarse "el plan Cerdá". El alcalde prefirió tomar la cosa por el lado bueno: "Estoy persuadido", escribió al ministro, "de que V.E. ha querido chancearse a nuestra costa haciendo ver que aprobaba un proyecto que no sólo no integra la terna presentada en su día a V.E., sino que cuenta de antemano con la desaprobación de todos los barceloneses". Esta vez la respuesta del ministro fue fulminante. "Los barceloneses, amigo mío, se darán con un canto en los dientes si el plan Cerdá se realiza algún día tal y como yo lo he sancionado", escribió al alcalde. "Y en lo que a usted concierne, mi estimado alcalde, permítame recordarle que no entra en sus atribuciones determinar cuándo un ministro está o no está de guasa. Limítese Vd. a cumplir mis instrucciones al pie de la letra y no me obligue a recordarle de quién depende su cargo en última instancia, etcétera, etcétera".

El alcalde convocó de nuevo al pleno. Hemos recibido una bofetada, dijo. Bien empleada nos está por habernos sometido a los dictados de Madrid en lugar de obrar por cuenta propia como nuestra valía permite y nuestro honor exige. Ahora por culpa de nuestro apocamiento Barcelona ha sido ofendida: que esto nos sirva de escarmiento. Hubo una salva de aplausos. El alcalde impuso silencio y habló de nuevo. Su voz resonaba en el Salón de Ciento.

– Ahora tenemos que responder, es nuestro turno -dijo-. Lo que voy a proponer podrá pareceros una medida algo drástica, pero yo os suplico que no forméis juicios precipitados. Pensad y veréis que no nos cabe otra salida. Y lo que propongo es esto: que puesto que Madrid se niega a escuchar nuestras razones y con petulancia y desdén pretende imponernos su criterio, cada uno de nosotros, como representantes que somos del pueblo de Barcelona, desafíe al funcionario del ministerio que corresponda a su escalón jerárquico y que lo mate en duelo o muera por defender su derecho y dignidad del mismo modo que yo aquí, ahora y públicamente arrojo mi guante al suelo de este histórico recinto y reto a duelo a S.E. el señor ministro del Interior para que de una vez él y sus condenados burócratas se enteren de que a partir de ahora cuando a un catalán se le niegue la justicia en un despacho él se la tomará por su mano en el campo del honor.