– Es una gran ayuda -dijo al cabo de un rato-; tú ya sabes cómo es el trabajo del campo. Y tu padre para esto no sirve:
nunca ha servido para trabajar el campo, ni siquiera de joven.
Supongo que por eso se fue a Cuba. Ha sufrido mucho -siguió diciendo sin hacer ninguna pausa, como si hablase consigo misma-: cree que la culpa de que tú te fueras es enteramente suya. Al ver que pasaban los meses y no volvías hizo averiguaciones: le dijeron que no estabas en Bassora, que te hacían en Barcelona. Entonces pidió de nuevo dinero prestado y se fue allí a buscarte. Hasta entonces no había vuelto a pedir prestado. Estuvo en Barcelona cerca de un mes, buscándote por todas partes y preguntando a todo el mundo por ti. Al final tuvo que regresar. Me dio pena. Por primera vez vi lo que era para él el fracaso. Entonces tuvimos el hijo: en seguida lo verás. No se parece a ti: también es muy callado, pero no tiene tu carácter. En eso ha salido más al padre.
– ¿Qué hace ahora? -preguntó Onofre Bouvila.
– Las cosas podían haber ido peor de lo que fueron -dijo ella: sabía que se refería al padre; hacía rato que se había desinteresado de la otra historia-. Aquellos señores de Bassora que estuvieron a punto de meterlo en la cárcel, ¿te acuerdas?, le dieron un trabajo para que se fuera ganando la vida: yo creo que en esto se portaron bien, después de todo.
Le dieron una maleta y lo enviaron por los pueblos y las masías a vender seguros: una cosa nueva. Como su caso ha corrido de boca en boca por toda la zona, en todas partes lo conocen. La gente acude cuando lo ve llegar con el traje blanco. Algunos le toman el pelo, pero de vez en cuando vende un seguro. Entre esto y lo que sacamos de la tierra y de las aves vamos tirando más bien que mal -se acercó a la puerta y escudriñó la oscuridad con los ojos-. Me extraña que no vuelva -dijo sin aclarar a quién se refería. La niebla se había roto y a la luz de la luna se veía revolotear a los murciélagos-.
Lo que me tiene preocupada ahora es su salud. Va teniendo años y esta vida no le sienta bien. Ha de caminar muchos kilómetros con frío y con calor, se cansa, bebe demasiado y come poco y mal. Para colmo un día, hará cuatro o cinco años, perdió el sombrero: se lo llevó una ráfaga de viento y lo metió en un trigal; estuvo buscándolo hasta que se hizo de noche. He intentado convencerle de que se compre una gorra, pero no hay manera… Ah, ya vuelve.
– He ido a que me dieran unas cebollas y un poco de hierbabuena -dijo el americano entrando. Ya no llevaba consigo el taburete.
– Le contaba a Onofre lo del sombrero -dijo ella. Él depositó lo que traía sobre la mesa. Se sentó, contento de tener un tema de conversación-: Una pérdida irreparable -dijo-. Aquí no se puede encontrar nada parecido: ni en Bassora ni en Barcelona. Un panamá auténtico.
– También le he dicho lo de Joan -dijo la madre. El americano enrojeció hasta la raíz del cabello.
– ¿Te acuerdas -dijo- de cuando fuimos tú y yo a Bassora a disecar el mono? Tú no habías estado nunca en una ciudad y todo te parecía…
Onofre se quedó mirando al niño que estaba en la puerta. No se atrevía a entrar. Él mismo le dijo: pasa y acércate a la luz, que yo te vea. ¿Cómo te llamas?
– Joan Bouvila i Mont, para servir a Dios y a usted -dijo el niño.
– No me trates de usted -le dijo-. Soy tu hermano Onofre.
Ya lo sabías, ¿verdad? -el niño dijo que sí con la cabeza-.
Nunca me mientas -le dijo Onofre.
– Sentaos a la mesa dijo la madre. Vamos a cenar. Onofre, bendice tú la mesa.
Cenaron los cuatro en silencio. Acabada la cena dijo Onofre: No pensarán que he venido a quedarme. Nadie le contestó: en realidad nadie lo había pensado. Bastaba verlo para saber que las cosas no podían ser así.
– He venido a que me firme usted unos papeles -dijo dirigiéndose a su padre. Del bolsillo de la chaqueta sacó un documento, que dejó doblado sobre la mesa. El americano alargó la mano, pero no llegó a coger el documento. Se detuvo y bajó los ojos-. Es la hipoteca de esta casa y las tierras -dijo Onofre-. Necesito dinero para invertir y no veo de dónde sacarlo si no es de aquí. No tengan miedo. Podrán seguir viviendo en la casa y trabajando las tierras. Sólo si las cosas me fueran mal les echarían, pero no me irán mal.
– No te preocupes -dijo la madre-, tu padre firmará, ¿verdad, Joan?
El padre firmó sin leer siquiera el contrato que le presentaba Onofre. En cuanto lo hubo firmado se levantó de la silla y salió de la habitación. Onofre lo siguió con la mirada; luego miró a su madre. Ella le hizo una señal afirmativa con la cabeza. Onofre salió al campo, anduvo buscando al americano. Lo encontró por fin sentado debajo de una higuera, en un taburete de tres patas, de los que se usan para ordeñar. Era el taburete que se había llevado antes. Sin decirle nada se apoyó en el tronco de la higuera: desde allí veía la espalda del americano y la nuca, los hombros abatidos de su padre. Éste empezó a hablar sin que él le instara:
– Toda la vida había pensado -dijo, y señalaba un punto impreciso a lo lejos; en realidad quería abarcar con un gesto hasta el horizonte, todo lo iluminado por la luna- que esto que vemos siempre había sido así, como ahora lo vemos precisamente, que todo esto era el resultado de unos ciclos naturales inalterables y unos cambios de estación que vienen de año en año regularmente. He tardado muchos años en darme cuenta de lo equivocado que iba: ahora ya sé que hasta el último palmo de estos campos y de estos bosques ha sido trabajado a pico y pala hora tras hora y mes tras mes; que mis padres y antes mis abuelos y mis bisabuelos, a quienes no llegué a conocer, y otros y otros incluso antes de que ellos nacieran estuvieron peleando con la Naturaleza para que nosotros ahora y ellos antes pudiéramos vivir aquí. La Naturaleza no es sabia como dicen, sino estúpida y torpe y sobre todo cruel. Pero las generaciones han ido cambiando estas cosas de la Naturaleza: el curso de los ríos, la composición de las aguas, el régimen de lluvias y la colocación de las montañas; han domesticado a los animales y han cambiado el sistema de los árboles y de los cereales y las plantas en generaclass="underline" todo lo que antes era destructivo lo han hecho productivo. El resultado de este gran esfuerzo de muchas generaciones es esto que ahora tenemos delante. Yo antes esto nunca lo supe ver: yo creía que las ciudades eran lo importante y que el campo en cambio no era nada, pero hoy pienso que más bien es todo lo contrario. Lo que ocurre es que el trabajo del campo lleva muchísimo tiempo, ha de hacerse poco a poco, por sus pasos contados, exactamente cuando toca, ni antes ni después, y así parece como si en realidad no hubiera habido un gran cambio, cosa que en cualquier ciudad del mundo no nos pasa; allí todo lo contrario es lo normaclass="underline"
apenas verlas ya nos damos cuenta de la extensión y la altura y el número infinito de ladrillos que ha hecho falta para levantarla del suelo, pero también en esto nos equivocamos:
cualquier ciudad puede edificarse en unos años totalmente. Por esto la gente del campo es tan distinta: más callada y más conforme. Si yo hubiese entendido estas cosas antes, quizá la vida me hubiese ido de otra manera, pero estaba escrito que no fuera así: estas cosas se llevan en la sangre desde que se nace o hay que aprenderlas a fuerza de muchos años y equivocaciones.
– No se preocupe usted ahora, padre -dijo Onofre-. Todo saldrá como les he dicho y les devolveré el dinero en muy poco tiempo.
– No creas que estoy preocupado por lo de la hipoteca, hijo -respondió el americano-. Hasta hoy en realidad no sabía que estas tierras se pudieran hipotecar. Si lo hubiera sabido es probable que yo mismo las hubiera hipotecado hace unos años para embarcarme en negocios. En este caso ya no las tendríamos; pero contigo todo será distinto, de eso estoy seguro.
– No puede fallar -dijo Onofre.
– No le des más vueltas y ve a acostarte -dijo el americano-, que mañana te espera un viaje largo. ¿No sería mejor que te quedaras un día o dos?
– Ya está decidido -dijo Onofre. Al día siguiente salió para Barcelona de nuevo. A su paso por Bassora hizo notarizar el contrato. Había pasado la noche en su antigua cama; el pequeño Joan durmió con sus padres. Al marcharse, más tranquilo, iba contemplando el paisaje. La vez anterior, se iba diciendo, pensé que veía estos campos por última vez; ahora en cambio sé que nunca me libraré de seguirlos viendo.
De todas maneras, lo mismo da. Pero si he de verlos a menudo, que sea para sacar provecho de ellos. Ésta era toda su filosofía por el momento: comprar y vender, comprar y vender.
3
El crecimiento del Ensanche de Barcelona, aquel disputado Ensanche que un buen día el Ministerio del Interior parecía haberse sacado de la manga, siguió al principio cauces más o menos lógicos: primero se fueron poblando aquellas zonas del valle, previamente parcelado, que por su situación disponían naturalmente de mejor abastecimiento de agua, por ejemplo, las situadas junto al lecho de un arroyo, acequia o ribera (como la actual calle Bruch, navegable no hace mucho hasta su confluencia con la calle Aragón) o junto a pozos o minas de agua potable; las situadas cerca de canteras, lo que abarataba considerablemente el costo de la construcción; una zona también era buena si allí llegaba alguna línea de tranvía o si por ella pasaba el tren, etcétera. Allí donde por estos motivos se empezaban a levantar algunos edificios el precio de los terrenos subía mucho de inmediato, porque no hay en Occidente pueblo más gregario que el catalán a la hora de elegir su residencia: a donde uno va a vivir, allí quieren ir los demás. Donde sea, era el lema, pero todos juntos. De esta forma la especulación seguía siempre el mismo patrón: alguien compraba el mayor número posible de parcelas en una zona que consideraba propicia y construía en una de esas parcelas un edificio de viviendas, dos a lo sumo; luego esperaba a que todas esas viviendas estuvieran vendidas y ocupadas por sus nuevos dueños; entonces ponía en venta el resto de las parcelas a un precio muy superior al que había tenido que pagar por ellas. Los nuevos propietarios de estas parcelas, como habían satisfecho por ellas un precio muy superior al valor original, se resarcían de la pérdida por medio de un sistema que consistía en lo siguiente: dividían cada parcela en dos mitades, edificaban en una de las mitades y vendían la otra mitad al precio que habían pagado por las dos mitades juntas. Como es natural, el que compraba esta segunda mitad procedía del mismo modo, esto es, dividiéndola por la mitad; y así sucesivamente. Por esta razón el primero de los edificios construidos en una zona tenía una superficie bastante considerable; el siguiente, menos, y así hasta llegar a unos edificios tan estrechos que sólo admitían una vivienda por planta, y aun ésta sumamente raquítica y oscura, hecha de materiales de calidad ínfima y carente de ventilación, comodidades y servicios. Estas ratoneras (que aún hoy día pueden verse) valían, naturalmente, veinticinco, treinta y hasta treinta y cinco veces más de lo que en su día habían costado las viviendas amplias, soleadas e higiénicas construidas al inicio del proceso. Se podía decir, como alguien dijo, que "cuanto más pequeña y asquerosa la casa, más cara resulta". Tal afirmación, por supuesto, era falsa. Lo que sucedía en realidad era esto: que los propietarios de estas viviendas privilegiadas, de estas viviendas de primera hornada, como se las llamaba a veces, se apresuraban a venderlas apenas cerrado el círculo, de tal modo que, establecido el precio mínimo de una vivienda a partir del más alto, esto es, el de la vivienda más pequeña y mala, el precio de la más grande y buena pasaba a ser de cuarenta, cuarenta y cinco y hasta cincuenta veces el de aquélla. Una vez vendidas todas las viviendas de la primera hornada salían a la venta las de la segunda, las edificadas sobre medias parcelas; luego las siguientes, hasta terminar con todas. A veces este proceso no se detenía al haberse vendido ya todas las viviendas de la zona, sino que empezaba entonces una segunda ronda de reventas y hasta una tercera y una cuarta. Siempre que hubiera alguien dispuesto a comprar había alguien dispuesto a vender. Y viceversa. Para entender este fenómeno, esta fiebre, hay que recordar que los barceloneses eran una raza eminentemente mercantil y que estaban acostumbrados desde hacía siglos a vivir hacinados como piojos: a ellos la vivienda en sí les importaba un bledo, por todo el confort de un harén no habrían dado un solo paso; en cambio la perspectiva de ganar dinero en poco tiempo les excitaba, era su canto de sirenas. A esta especulación sin freno no se dedicaban únicamente quienes tenían la vida asegurada y aun cierto superávit que "poner a trabajar", como se decía entonces, sino también muchas personas menos afortunadas; estas últimas arriesgaban lo esencial y necesario tratando de enriquecerse. Los primeros compraban y vendían solares, edificios y viviendas (también compraban y vendían opciones de compra, de tanteo y de retracto, establecían censos y enfiteusis y se transmitían, permutaban y pignoraban derechos y acciones, cánones y laudemios), pero habitaban indefectiblemente en casas o pisos de alquiler, ya que entonces se tenía por muy tonto al que vivía "sentado sobre su propio capital". Que inmovilice otro su dinero, se decía, yo pago de mes en mes y a mi dinero "lo pongo a trabajar". En cambio los segundos, los de medio pelo, se veían a veces en trances terribles: habían de vender su propio hogar cuando peor les venía, echarse a la calle con familia, sirvientes y enseres y empezar a buscar, llamando de puerta en puerta, dónde pernoctar, dónde dejar provisionalmente al pariente enfermo o al niño de pecho y su nodriza. Hacía llorar verlos recorrer las calles de Barcelona en las noches de invierno o bajo la lluvia, con el mobiliario y ajuar apilado en carros de mano, con los niños ateridos a cuestas y aun contando por lo bajo: tanto he invertido, tanto salgo ganando, tanto puedo reinvertir, etcétera. Los más sensatos procuraban no vender si la ocasión no les era propicia por motivos personales; preferían perder la oportunidad y conservar en cambio la salud o el decoro familiar, pero no se les permitía obrar así, porque con ello habrían interrumpido la rueda de la especulación, a la que estaba uncida toda la ciudad. Por consiguiente había familias que en el plazo de un año cambiaban de casa siete u ocho veces.