– Si pisa el Liceo, me quedo sin novia -le confió a Efrén Castells. En aquellos años el gigante de Calella había cambiado: ya no andaba como barco a la deriva detrás de todas las faldas. Se había casado con una costurera jovencita, muy gentil de trato pero muy firme de carácter, había tenido dos hijos y se había vuelto doméstico y responsable. Aunque habría hecho sin vacilar cualquier cosa que Onofre le hubiese ordenado, prefería las actividades más serias y lícitas. Había hecho algunos negocios siguiendo las huellas de Onofre, había sabido ahorrar y reinvertir con acierto y ahora gozaba de una posición desahogada.
– Habla con don Humbert -le dijo a Onofre-. Él te debe mucho. Te escuchará y si es hombre de honor, como pienso, reconocerá que la mano de su hija te corresponde a ti antes que a ningún otro.
Le hicieron pasar a un saloncito y le rogaron que tuviese la bondad de esperar. El señor está reunido, le dijo el mayordomo, que no le conocía. En el saloncito se asfixiaba.
Aquí hace por lo menos tanto calor como en Barcelona, pensó, y yo tengo la garganta sequísima; ¡si al menos me hubiesen ofrecido un refresco! ¿Por qué me tratan con tan poca consideración precisamente hoy? Al cabo de lo que juzgó un rato largo salió del saloncito y recorrió un pasillo de paredes enjalbegadas. Al pasar frente a una puerta cerrada oyó voces, reconoció entre ellas la de don Humbert Figa i Morera y se detuvo a escuchar. Por fin, interesado por lo que oía y casi olvidado del motivo que le había conducido a la casa, abrió la puerta bruscamente y entró en lo que resultó ser el gabinete de don Humbert. Éste estaba reunido con dos señores:
uno de éstos era un norteamericano llamado Garnett, hombre obeso, sudoroso y traidor a su país, que había servido a los intereses españoles en las Filipinas durante la reciente contienda, hasta que los resultados de ésta le habían aconsejado ausentarse del lugar por una temporada. El otro era un castellano enteco, de tez bronceada y bigote entrecano a quien los demás llamaban simplemente Osorio. Tanto éste como Garnett vestían trajes de rayadillo, camisa blanca con cuello de celuloide sin corbata, al estilo colonial, y alpargatas de esparto. Sobre sus rodillas estaban los sombreros: sendos panamás que a Onofre le recordaron de inmediato a su padre:
todavía no había levantado la hipoteca que pesaba sobre las tierras familiares. Su irrupción en la pieza hizo que se cortara de golpe la conversación que sostenían los tres hombres. Todas las miradas convergieron en él. El traje negro, la gardenia en la solapa y el vistoso envoltorio de la joyería ponían en el gabinete una nota extemporánea. Don Humbert le presentó a sus interlocutores y Garnett prosiguió relatando cómo en vísperas de la batalla naval librada en mayo del año anterior en Filipinas él se había entrevistado con el almirante Dewey, que mandaba la flota enemiga, para transmitirle una oferta del Gobierno españoclass="underline" ciento cincuenta mil pesetas si permitía que los barcos españoles hundieran a los norteamericanos. Esta entrevista había tenido por escenario un bar de la entonces colonia británica de Singapore o Singapur. El almirante Dewey lo había tomado al principio por loco. Usted sabe, le dijo, que los barcos de guerra españoles son tan insignificantes que los míos los pueden enviar al fondo del mar sin ponerse siquiera a tiro. Garnett movió la cabeza afirmativamente: usted lo sabe y yo también, pero los técnicos de la marina española han asegurado al Gobierno de Su Majestad precisamente lo contrario, dijo. Si ahora la armada española se viene a pique, imagínese la decepción. Eso yo no lo puedo evitar, había respondido Dewey.
– De este modo perdimos las últimas colonias -dijo don Humbert cuando el norteamericano hubo concluido su relato- y ahora nos encontramos con los puertos rebosantes de repatriados -a diario llegaban, en efecto, barcos que traían a España a los supervivientes de las guerras de Cuba y las Filipinas. Habían combatido durante años en las selvas podridas y aunque eran muy jóvenes parecían ya viejos. Casi todos venían enfermos de tercianas. Sus familiares no querían acogerlos por miedo al contagio y tampoco encontraban trabajo ni medio alguno de subsistencia. Eran tantos que hasta para pedir limosna tenían que hacer cola. La gente no les daba ni un céntimo: habéis dejado que pisotearan el honor de la patria y aún tenéis la desfachatez de venir a inspirar compasión, les decían. muchos se dejaban morir de inanición por las esquinas, sin ánimo ya para nada. Ahora las inversiones en las ex colonias tenían que canalizarse a través de testaferros como Garnett, que era súbdito norteamericano. El llamado Osorio resultó ser nada menos que el general Osorio y Clemente, ex gobernador de Luzón y uno de los principales terratenientes del archipiélago. Don Humbert Figa i Morera trataba de conciliar los intereses de uno y otro y de establecer las garantías necesarias.
Cuando se hubieron ido y el abogado y Onofre se quedaron a solas, éste expuso el motivo de su visita con el nerviosismo propio de la ocasión. Don Humbert también dio muestras de azaramiento. había hablado anteriormente con Onofre del asunto y sin comprometerse a nada, con palabras veladas, le había dado a entender que lo consideraba ya como su yerno. Ahora parecía buscar la forma menos cruda de volver sobre aquellas palabras de asentimiento.
– Es mi mujer -acabó confesando-. No ha habido forma humana de que cediera. Yo le he insistido hasta quedarme ronco, pero estas cosas para ella son así, y en estos asuntos, como tú mismo verás cuando tengas hijos, las mujeres son las que mandan. No sé qué puedo decirte: tendrás que resignarte y buscar en otro sitio. Créeme que lo siento.
– ¿Y ella? -preguntó Onofre-. ¿Qué dice ella?
– ¿Quién?, ¿Margarita? -dijo don Humbert Figa i Morera-.
Bah, ella hará lo que su madre le diga, mal que le pese. Por amor sufren mucho las mujeres, pero nunca comprometen su suerte. Espero que lo entiendas.
Sin responder cogió el envoltorio de la joyería y salió de la casa dando tantos portazos como puertas encontró en su camino. Servidos van si piensan que alguien va a enamoriscarse de semejante tontaina, iba murmurando entre dientes, movido por el despecho. Ya vendrás a buscarme, ya; de rodillas vendrás a pedirme perdón, pero yo no te perdonaré, porque la puta más arrastrada del barrio de la Carbonera vale mil veces más que tú, mascullaba. Pero con el traqueteo del coche por las piedras de la carretera se le fue pasando la irritación y llegó a Barcelona sumido en la más honda tristeza. Se encerró en su casa y se negó a ver a nadie durante quince días. Una criada que había cogido tres años antes y a la que pagaba un sueldo absurdo para asegurarse su devoción lo cuidaba. Por fin se avino a recibir a Efrén Castells. Éste, preocupado por el estado de su socio, a quien nunca había visto en tal disposición, había hecho averiguaciones que ahora venía a poner en conocimiento de Onofre Bouvila.
La mujer de don Humbert Figa i Morera no era nada tonta:
sabía de sobra que ningún joven de buena familia cometería el desatino de casarse con su hija Margarita. Pero tampoco estaba dispuesta a entregarla sin lucha a un paria como Onofre.
Cavilando día y noche sin parar, dio al fin con un candidato idóneo a la mano de su hija. A primera vista su elección era descabellada. Este candidato no era otro que Nicolau Canals i Rataplán, hijo de aquel don Alexandre Canals i Formiga al que el señor Braulio había apuñalado en su despacho ocho años atrás por orden de Onofre Bouvila. Desde esa fecha Nicolau Canals y su madre vivían en París; allí su padre, don Alexandre Canals, al igual que otros muchos capitalistas catalanes de su tiempo, había "puesto su dinero a trabajar" en empresas francesas. Estas acciones, que ascendían a una pequeña fortuna, habían de pasar íntegramente a manos de Nicolau Canals tan pronto éste alcanzase la mayoría de edad.
Hasta entonces su madre había administrado estos bienes con prudencia y aun los había incrementado mediante algunas operaciones juiciosas y bien trabadas. Madre e hijo ocupaban un hotelito amplio y cómodo, aunque discreto, de la rue de Rivoli, donde vivían algo retirados del mundo. Él, que contaba a la sazón dieciocho o diecinueve años de edad, era un muchacho triste: en todo el tiempo transcurrido no había logrado consolarse de la muerte de su padre, cuya memoria veneraba. Con su madre, en cambio, nunca se había llevado bien, sin que de eso tuviera la culpa ninguno de los dos. Para ella la muerte repentina de sus dos hijos mayores había sido un golpe del que no pudo reponerse ya; sin razón achacaba lo ocurrido a su marido por quien dejó bruscamente de sentir algún afecto; este desapego lo hizo extensivo también a su único hijo superviviente; la suya era una posición injusta a la que aun a sabiendas de ello no podía sustraerse. Para colmo el defecto físico de Nicolau Canals i Rataplán, aquel defecto medular que le había hecho crecer algo deforme y que con los años no había aumentado ni disminuido, le parecía un reproche a su falta de cariño. Desde pequeño había procurado verlo lo menos posible; había confiado su cuidado a una larga serie de amas, niñeras y ayas. Ahora las circunstancias la obligaban a vivir aislada de todos, sin otra compañía que la de aquel muchacho a quien nunca quiso y del que ahora además dependía jurídica y económicamente, porque hasta el pan que comían era de él con arreglo a la ley. Él, que percibía de una manera tangible la aflicción que su presencia le provocaba, que no se hacía ninguna ilusión acerca del cariño que le profesaba, procuraba eludir cuando podía toda comunicación con ella.
Impedido por su defecto físico de trabar amistad con los que habían sido sus compañeros de estudios, vivía en una soledad casi absoluta. Lo único que tenía en este mundo era París. Al llegar huidos de Barcelona su madre y él, París le había parecido una ciudad hostil y sus habitantes poco menos que fieras salvajes. Luego sin proponérselo se había habituado gradualmente a todo y había acabado amando con locura, con verdadera pasión aquella ciudad. Ahora toda su dicha era París, pasear por las calles, sentarse en las plazas, deambular por los barrios y los jardines, mirar la gente, la luz, las casas y el río. A veces en el transcurso de uno de estos paseos se detenía de pronto sin saber por qué motivo en una esquina y miraba a su alrededor como si viera todo aquello, que conocía palmo a palmo, por primera vez; entonces le embargaba una emoción tan intensa que no podía impedir que las lágrimas acudieran a sus ojos. Si llovía cerraba el paraguas para dejarse calar por la lluvia de París. Entonces su imagen anónima y contrahecha, sacudida por el llanto y empapada de lluvia en una esquina partía el alma de los transeúntes, que ignoraban que en realidad lloraba de felicidad. Otras veces en estas mismas circunstancias el terror seguía de cerca a la felicidad: ay, pensaba, ¿qué sería de mí si algún día me faltara París; si por cualquier causa tuviéramos que irnos de París? Sabía que París no era en realidad su ciudad natal y esto le producía una sensación de desarraigo casi física: entre una madre que no podía evitar el repudiarlo y una ciudad adoptiva a la que no podía reclamar ningún derecho, su vida transcurría en una perpetua zozobra.