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– Es notable, con todo -dijo Catasús al término de su relato-, que después de tanto tiempo haya podido usted reconstruir la trayectoria de ese mono íntegramente -miró el reloj de péndulo como si quisiera desembararze en ese mismo instante de él y no supiera cómo. También él buscaba una fórmula que le permitiera abandonar la casa-. Pero veo que aún faltan más de dos horas para que salga su tren y estamos a dos pasos de la estación, como quien dice. Pase, hágame el favor.

Nos gustaría mucho que compartiera con nosotros un modesto refrigerio. Como ve, tenemos una pequeña reunión de familia.

Se dejó conducir a un comedor amplio, de techo artesonado y muebles de roble en el que había unas doce o trece personas.

Catasús procedió a hacer las presentaciones, a las que apenas prestó un interés pasajero. Algunos de los reunidos eran hijos de Catasús, con sus respectivas esposas; otros eran parientes de distinto grado de proximidad. Por último le fue presentado un sujeto pintoresco a quien Catasús llamó Santiago Belltall.

– Santiago es inventor -dijo Catasús por toda referencia.

Del tono de sorna que creyó percibir en su voz y de las miradas de complicidad ruiseña que le lanzaron los presentes dedujo que se trataba de uno de esos parientes pobres o desgraciados, estrafalarios y algo tontos que acaban convirtiéndose en bufones de su círculo por inadvertencia.

Santiago Belltall, cuyo nombre habría de quedar unido a su vida para siempre, contaba a la sazón veintiocho años, pero aparentaba el doble de su propia edad: tenía el aspecto desnutrido y fatigado del hombre que ha dejado de comer y de dormir por causa de una obsesión; la melena pajiza, grasienta y lacia, los ojos saltones y húmedos, la nariz larga y la boca ancha, de labios finos y dientes grandes acentuaban su aspecto irrisorio; tampoco una chaqueta de lana vieja y rezurcida, una corbata deshilachada y chillona, un pantalón demasiado corto y unas alpargatas de cáñamo movían a respeto. Aunque de sobra se veía que subsistía gracias a la caridad ajena, apenas probaba los bollos y confites que tenía a su alcance sobre la mesa.

Ambos se miraron largo rato. Por un instante creyó ver ante sí a aquel otro muchacho alunado, a quien nunca había llegado a conocer realmente, que había emigrado a Cuba con la cabeza cargada de fantasía y había regresado con el ánimo roto y la fantasía intacta. Ahora esta imagen se superponía fugazmente a la del triste despojo a cuyo entierro acababa de asistir. Le cruzó la cabeza esta idea ilógica: He buscado un mono inexistente sin saber por qué lo hacía; ahora la suerte me brinda a este idiota en su lugar. Antes de que pudieran intercambiar algo más que las fórmulas consabidas Catasús se puso a referir la historia del mono; esta historia fue interrumpida por uno de los comensales, que afirmó que los monos eran animales de una rara inteligencia. Había leído en un libro de viajes que los antiguos egipcios, a pesar de no creer en Dios, adoraban a los monos, añadió. Otro caballero dijo saber de buena tinta que a diferencia de lo que según el otro ocurría en el antiguo Egipto, en la China y el Japón se comía carne de mono; allí era considerada una verdadera exquisitez, añadió. Un tercero dijo que aquello no era nada:

en una zona de Sudamérica se comía carne de caimán y de serpiente. Uno dijo que eso sería probablemente en Chile. Una hermana de su padre, dijo, se había casado con un comerciante de lanas y ambos habían emigrado a Chile. Su mujer le corrigió diciendo que esos parientes a los que se refería no habían emigrado a Chile, sino a Venezuela. Era triste, comentó, que fuera ella quien tuviera que recordar estas cosas cuando en realidad no eran parientes suyos, salvo por su relación matrimonial. El que había empujado a hablar de las serpientes refirió el modo de prepararlas: una vez muerta la serpiente, dijo, la cortaban con un serrucho, hacían secciones como de un palmo de longitud aproximadamente; luego con hilo y aguja cosían cada uno de estos trozos por sus extremidades y los freían en grasa o en aceite como si fuesen butifarras; esto y los cereales constituían la dieta principal de los habitantes de esa zona de Sudamérica. Una señora dijo que a ella le habían salido unas manchas blancas en la piel. Otra le recomendó que fuera a tomar las aguas a Caldas de Bohí. Un muchacho agregó que le habían contado que las calles de París estaban abarrotadas de automóviles, que era frecuente ver en las calles de París perros y gatos y hasta burros muertos por las embestidas de los automóviles. La moda del automóvil, apostilló un señor de cierta edad, que hasta entonces se había abstenido de intervenir en la conversación, había de traer la desgracia a muchas familias. En esto estuvieron de acuerdo casi todos los presentes. Catasús dijo que aunque así fuera, no se podía luchar contra el progreso sobre todo en el terreno científico. Así iba transcurriendo la tarde. Onofre Bouvila no decía nada. De reojo observaba a Santiago Belltall, que también callaba; a diferencia de él sin embargo no hacía el menor esfuerzo por aparentar interés en lo que se decía:

pensaba en sus cosas; de cuando en cuando sus ojos adquirían una viveza inesperada: entonces parecía peligroso, pero como nadie se fijaba en él, nadie lo advertía; otras veces su frente se ensombrecía y en sus ojos se pintaba la tristeza; esto también pasaba inadvertido a los demás. Entre una expresión y la siguiente mediaban a veces unos segundos durante los cuales se podía leer en su rostro el cansancio. Él a su vez tampoco reparaba en el análisis a que lo sometía a hurtadillas el recién llegado. Esta situación quedó bruscamente interrumpida por la entrada en el comedor de un niño. Este niño, que no debía contar más de tres o cuatro años de edad e iba vestido aún con un canesú festoneado, corrió a ocultar la cabeza en el regazo de su madre y prorrumpió en un llanto sonoro e inconsolable. Por fin consiguió la madre que se serenase y diese a conocer entre hipos y sollozos la causa de aquel llanto.

– María me ha pegado dijo.

Con la mano regordeta señalaba hacia la puerta que había dejado abierta al hacer su entrada. Al otro lado de la puerta había un "hall" circular, desnudo de todo mobiliario e iluminado a través de una claraboya. En el centro de esta pieza pudo ver desde su asiento a una niña flaca y desgarbada.

Llevaba una camisa corta y raída que dejaba al descubierto las piernas enclenques, cubiertas por unas medias sucias y remendadas. De inmediato supo quién era. Al saberse observada con tanto interés la niña le dirigió una mirada desafiante.

Vio a pesar de la distancia que tenía los ojos redondos de color de caramelo. Santiago Belltall ya se había levantado y salvado en pocas zancadas la distancia que le separaba de su hija. Desatendiendo los dictados de la corrección se levantó también y se apostó en la puerta. Allí trataba de oír el diálogo entre el inventor y su hija. Catasús se había colocado a su espalda.

– No se inquiete, Bouvila -dijo-. Esto pasa cada vez que vienen invariablemente. No toda la culpa es de ella. María tiene siete años y empieza a entender demasiadas cosas. Es una edad difícil en sus circunstancias.

– ¿Y la madre? -preguntó. Catasús se encogió de hombros y entornó los párpados: Mejor será no hablar, daba a entender con esto. Un ruido seco les hizo volver la cabeza. Belltall acababa de propinar a su hija una bofetada. Un hombre violento, pensó. La niña hacía esfuerzos por conservar el equilibrio y especialmente por no llorar. Pero ella le adora, pensó también, quizá por eso mismo. La violencia es su debilidad, pensó. El inventor había vuelto a entrar en el comedor. Estaba muy pálido: se puso a balbucear una disculpa incoherente que no se acababa nunca; trabucaba las palabras y con esto provocaba la hilaridad de sus oyentes. Onofre Bouvila, que estaba a su lado, le puso la mano en el hombro, en la palma de la mano sintió los huesos de la clavícula.

Váyase y saque de aquí a la niña, le murmuró al oído. El inventor le dirigió una mirada cargada de ferocidad a la que respondió con una sonrisa tranquila: Calma, venía a decirle, no me das risa, pero tampoco me das miedo; podría hacer que te mataran, pero prefiero defenderte. Le deslizó en el bolsillo de la chaqueta su tarjeta. Santiago Belltall no se dio cuenta de este gesto; se desprendió bruscamente de su mano, cogió a su hija y se dirigió a la puerta opuesta del "hall" tironeando de ella sin miramientos. Aprovechó este incidente para despedirse él también. Agradeció mucho la hospitalidad que le habían brindado. Camino de la estación el coche de punto que le llevaba rebasó al inventor y su hija. Ambos hablaban animadamente. Sabiendo que ninguno de los dos lo notaría, se volvió y los estuvo observando hasta que el coche dobló una esquina. Ahora varios millones de hombres se disponían a matarse en las trincheras de Verdún y el Marne y él procuraba que no les faltasen los medios para hacerlo. Había transcurrido un año de aquel encuentro: ya no se acordaba de Santiago Belltall y de su hija. Las grúas habían depositado los cañones en los carromatos; a las argollas laterales se habían atado los cabos de sujeción de la lona que los cubría.

Un tronco de ocho mulas los arrastraba por el muelle hacía el Bogatell. Unos hombres provistos de antorchas abrían la marcha, otros guiaban las mulas tirando de los cabestros, otros protegían el convoy con las pistolas en la mano.

4

Ya no circulaban automóviles por todas las calles de París, como había dicho el sobrino de Catasús; ahora reinaban allí la oscuridad y el silencio ominoso. Hacía cuatro años que la guerra no cesaba en Europa; todos los hombres habían sido movilizados; mientras tanto las fábricas permanecían quietas, nadie cultivaba los campos y hasta la última cabeza de ganado había sido sacrificada para dar de comer a las tropas. De no haber sido por sus respectivos imperios coloniales y por los suministros provenientes de los países neutrales, los contendientes habrían tenido que ir deponiendo las armas uno a uno, vencidos por la inanición, hasta que el último, el que hubiera podido proveerse por más tiempo de munición y avituallamientos, hubiera podido proclamarse dueño del mundo.

De esta situación aciaga se refocilaban muchos en Barcelona.