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Ahora todo el que tuviera algo que vender podía hacerse rico de la noche a la mañana, llegar a millonario en un abrir y cerrar de ojos, de una sola vez. La ciudad era un hervidero:

del amanecer de un día hasta que despuntaba el sol del siguiente, sin cesar en la Lonja y en el Borne, en los consulados y legaciones, en las oficinas comerciales y en los bancos, en los clubs y en los restaurantes, en los salones y en los camarines y foyers, en salas de juego, cabarets y burdeles, en hoteles y fondas, en una callejuela siniestra, en el claustro desierto de una iglesia, en la alcoba de una furcia perfumada y jadeante se cruzaban ofertas, se fijaban precios al albur, se hacían pujas, se insinuaban sobornos, se proferían amenazas y se apelaba a los siete pecados capitales para cerrar un trato; así el dinero corría de mano en mano, con tanta prisa y en tal abundancia que al oro lo sustituyó el papel; al papel, la palabra, y a la palabra, la pura imaginación: muchos creían haber ganado sumas extraordinarias y otros creían haberlas gastado sin que la realidad refrendase estas nociones; en las mesas de "poker, baccarat" y "chemin de fer" fortunas verdaderas o simuladas cambiaban de dueño varias veces en pocas horas; los manjares más exquisitos (cosas que hasta entonces nadie había visto en España) eran consumidos sin ceremonial (hubo quien a los toros se llevaba bocadillos de caviar) y no había aventurero ni jugador ni mujer fatal que no acudiese a Barcelona en aquellos años. Sólo Onofre Bouvila parecía indiferente a esta bonanza. Apenas se dejaba ver en público. Acerca de él corrían ahora los rumores más disparatados: Unos decían que a fuerza de ganar dinero había perdido el juicio; otros, que estaba gravemente enfermo. Otros rumores eran más imaginativos: Seriamente se dijo que seguía paso a paso la contienda y que había ofrecido al Emperador comprarle el trono de los Habsburgo si Austria perdía la guerra, como él pensaba que ocurriría. También se dijo que había financiado la revuelta que había depuesto al zar de Rusia; que por esta maniobra Alemania había puesto a su nombre cien kilogramos de oro en barras en un banco suizo y le había concedido el título de archiduque. Nada de todo esto era cierto. Un ejército privado de agentes e informantes le mantenía al corriente de lo que sucedía en los campos de batalla y en los cuarteles generales, en las trincheras y en las retaguardias; sabía demasiado; la guerra había dejado de interesarle. En cambio percibía en el horizonte nubes sombrías. Decía que lo peor estaba aún por venir: con esto se refería a la revolución y la anarquía. De las ruinas humeantes en que se había convertido Europa veía con la imaginación surgir una masa famélica y vengativa, dispuesta a reconstruir la sociedad sobre la base del orden, la honradez y la justicia distributiva. Consideraba la civilización occidental como un objeto de su propiedad y se desesperaba representándose su aniquilación. Le dio por pensar que él estaba llamado a impedir que sucediera algo semejante. Creía que le estaba reservado este destino histórico singular. No puede ser que mi vida haya sido una sucesión de cosas extraordinarias para nada, se decía. Había empezado en condiciones pésimas y con su esfuerzo había logrado convertirse en el hombre más rico de España, uno de los más ricos del mundo probablemente. Ahora se creía llamado a cumplir una misión de más altos vuelos, se consideraba un nuevo mesías. En este sentido sí podía decirse que había perdido el juicio. Ahora dejaba que sus negocios siguieran prosperando por inercia y dedicaba los días y las noches a elaborar un plan para salvar del caos la faz de la tierra. Para ello contaba con su dinero, su energía indomable, su falta de escrúpulos y la experiencia adquirida a lo largo de su vida. Sólo le faltaba una idea que articulase aquellos elementos dispares. Como esta idea no le venía a la cabeza fácilmente su mal humor iba en aumento: pegaba a sus subordinados con el bastón por cualquier motivo; su mujer y sus hijas apenas le veían. Por fin, el 7 de noviembre de 1918, dos días antes de que fuese proclamada la República de Weimar, la idea que había estado persiguiendo en sus ensoñaciones cristalizó ante sus ojos del modo más inesperado.El pobre señor Braulio no recuperó la salud perdida por la muerte del hombre que había amado. Se había retirado de toda actividad, vivía mano a mano con su hija Delfina en una casita modesta de dos plantas y jardín situada en una calle tranquila de la antigua villa de Gracia, ahora integrada ya al casco urbano de Barcelona, cuyo Ensanche la envolvía en gran parte. Ninguno de los dos salía de casa salvo en ocasiones contadas. Delfina iba todas las mañanas al Mercado de la Libertad; allí hacía la compra casi sin hablar: señalaba con el dedo lo que quería y pagaba el precio que le pedían sin asomo de disconformidad.

Las vendedoras, que ignoraban el terror que había sembrado antaño en otro mercado, la tenían por una cliente modelo.

Luego a la caída de la tarde padre e hija aparecían cogidos del brazo en la plaza del Sol, daban una vuelta a paso lento por la plaza, bajo las acacias, y regresaban a casa sin haber cruzado una palabra con nadie, ni siquiera entre sí. Fingían no percatarse de los saludos y las frases amables que les dirigían algunos vecinos movidos en parte por la cordialidad y en parte por el deseo de entablar un diálogo trivial que permitiera desentrañar el misterio que rodeaba a la pareja. Al concluir el paseo cerraban la cancela del jardín con cadena y candado. Desde la calle se podía ver aún durante algunas horas luz en las ventanas de la casa. Luego estas luces se apagaban alrededor de las diez. No recibían visitas ni correspondencia, no estaban suscritos a ningún diario ni revista. Tampoco habían puesto los pies en la parroquia ni una sola vez. Este retraimiento obstinado por fuerza tenía que originar conjeturas: era voz común que el señor Braulio poseía una renta cuantiosa, que a su muerte, que a no dudar había de producirse en breve, su hija disfrutaría de esta renta íntegramente: esto convertía a Delfina en un buen partido, una presa codiciada por los cazadotes. Pero los que al principio trataron de acercarse a ella chocaron con una barrera de indiferencia y silencio; pronto desistieron. Ahora los años transcurrían para ella con la lentitud inexorable y gélida de un glaciar; solía decirse en los corrillos que esperaba que su padre falleciera para ingresar en una orden religiosa; a esta orden aportaría sus rentas como dote. En ese momento, decían, cuando las puertas de la clausura se cierren a sus espaldas, habremos perdido para siempre la posibilidad de saber quién era y qué tragedia había arruinado su vida.

A finales de octubre de 1918 aquella pareja cuyo secreto los curiosos habían deseado tanto penetrar dejó de ser vista en la plaza del Sol. Al cabo de varios días los rumores adormecidos durante años fueron reavivados: Estará enfermo, pobre hombre dijeron. Vaticinaron que no tardaría en morir; lo habían visto muy desmejorado las últimas veces que salió a pasear; ya llevaba la muerte pintada en el semblante, decían.

Ahora todo el mundo hacía diagnósticos retrospectivos. Alguien sugirió que la enferma podía ser ella. Esta posibilidad exacerbó la curiosidad del barrio. En un "cabriolet" llegó un médico. Delfina acudió en persona a abrir el candado que cerraba la cancela. Ah, el enfermo es él, dijeron los curiosos, tal como suponíamos. Luego llegaron a la casa dos médicos más. Han convocado consulta, dedujeron. Aquella consulta marcó el inicio de un desfile ininterrumpido de especialistas, enfermeras y practicantes. Delfina seguía yendo al Mercado de la Libertad todas las mañanas. Las vendedoras le preguntaban cómo seguía su padre, formulaban votos por su pronto restablecimiento; Delfina señalaba con el dedo lo que quería, pagaba y se iba sin decir nada. Pasó el mes de octubre y la primera semana de noviembre en esta incertidumbre. Una rutina nueva y desasosegada había reemplazado la rutina antigua y tranquila de la casa y sus dos habitantes. Por fin los curiosos veían recompensada una espera de varios lustros.

En medio de la expectación general un día apareció un automóvil maravilloso. Reconocieron de inmediato al hombre que se apeó de él, cuya fotografía habían visto en la prensa continuamente. Ahora se preguntaban qué relación podía existir entre el magnate rapaz y prepotente y aquella pareja reclusa y timorata. Ella lo ha mandado llamar, dijo alguien, pero nadie le prestó atención: todos habían acudido a ver de cerca el automóviclass="underline" los asientos eran de cuero rojo; las mantas de viaje, de marta cibelina; las bocinas y los faros, de oro macizo; el mecánico que lo conducía vestía un guardapolvo gris con cuello de astracán; el lacayo, casaca verde con galones dorados.

Desde la cancela no podía verse la casa: nadie había podado los árboles ni arrancado las malas hierbas. En el jardín crecían una palmera, un laurel, varios cipreses y un almendro centenario, casi fósil. A la derecha del almendro había un estanque cenagoso y sobre el estanque un delfín desportillado y ennegrecido, cubierto de maleza, de cuya boca no brotaba ni una gota de agua. Allí revoloteaba un enjambre de libélulas de todos los colores. Por contraste con el jardín, la casa parecía limpia y no había adornos ni cuadros en las paredes ni cortinas en las ventanas entornadas. Todo relucía, pero esta apariencia era falsa: sólo estaba limpio y ordenado lo que la penumbra dejaba percibir; más allá de este espacio reducido, el que demarcaba la claridad exigua que filtraban los postigos y las persianas, todo era polvo y decrepitud: las telarañas habían invadido todos los rincones, las polillas devoraban la ropa sucia y repelente, las cucarachas engordaban con los residuos podridos de comida; diariamente se reproducían a millares en la fresquera. Este contraste horroroso era el trasunto de Delfina, la materialización de su deterioro.

– No soy yo quien te ha hecho venir sino mi padre. Él quería verte por última vez -dijo desde la oscuridad. Había acudido a abrir la cancela con el rostro cubierto por un velo espeso. No quería que él le viera la cara todavía, antes de revelarle la verdad. Ahora, dentro de la casa parecía un fantasma. Onofre Bouvila lamentó no tener encima un arma o haber dejado en el automóvil al lacayo, que las llevaba por él. Ésta era la primera frase que le oía pronunciar, pero reconoció de inmediato la voz inconfundible de la fámula-.

Pero nadie te ha obligado a venir. Tú sabrás por qué has accedido a esta entrevista -añadió. A esto no supo qué replicar-. Sube a verle y no tengas miedo: hay una enfermera con él. Yo te espero aquí.

Subió un tramo de escaleras; en varios peldaños el revestimiento de mármol había saltado dejando al descubierto la vigueta cubierta de orín. Guiándose por una fosforescencia que percibía anduvo hasta la única puerta abierta en el rellano. Entró y vio una cama con dosel, sobre la que yacía el señor Braulio. En la mesilla de noche un arco voltaico protegido por una pantalla de gasa difundía una claridad violácea; a esta luz el rostro del yacente adquiría una blancura como de pétalos de flor. En un butacón roncaba la enfermera. No necesitó acercarse al lecho para saber que había muerto hacía varias horas. Dio una vuelta por la habitación: