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en el extremo opuesto al lecho había un tocador de laca con incrustaciones de marfil. Sobre el tocador vio varios botes de cremas, afeites y coloretes, pinzas, un rizador de pestañas y una colección de peines y cepillos. Del marco del espejo ovalado colgaba una mantilla de encaje negro. En el primer cajón encontró una peineta de carey. En los últimos años de su vida el señor Braulio solía envanecerse de haber servido de modelo a Isidro Nonell para sus célebres retratos de gitanas.

Ahora Nonell había muerto y no podía probarse la veracidad de esta afirmación disparatada. Al lado de la peineta había un cuchillo afiladísimo: entre la ensoñación y la violencia había discurrido su vida desventurada. Sintió una mano en el hombro y estuvo a punto de gritar. No te he oído entrar, dijo con la respiración agitada. Delfina no respondió. Ya estaba muerto cuando me hiciste llamar, ¿verdad?, quiso saber, pero tampoco obtuvo respuesta. Y a esa enfermera, ¿qué le has dado?, volvió a preguntar. Delfina se encogió de hombros.

– La última vez que nos vimos -empezó diciendo ella- te anuncié que algún día te revelaría un secreto. Ahora ya te puedo revelar este secreto, porque nunca más volveremos a encontrarnos: muerto mi padre, ya no hay razón.

– No sé de qué secreto me estás hablando -dijo él secamente. A esto siguió un largo silencio: aquel secreto había ocupado todos los pensamientos de Delfina durante los años dolorosos de encierro y luego durante los años grises de reclusión voluntaria, había sido la única cosa que la había mantenido viva. Ahora comprobaba que él no recordaba el secreto ni había experimentado en ningún momento la menor curiosidad. De todas las reacciones posibles que había construido en la imaginación y luego alterado y retocado hasta crear una verdadera literatura imaginada hecha de variantes de un solo momento, ésta era la única que no había contemplado nunca. Ahora todos aquellos años se habían deslizado inútilmente. En el silencio que reinaba en la habitación evocó una vez más aquella imagen única con la que había pasado su vida entera, vio por última vez aquella estampa sobada; sintió mecánicamente cómo él le desgarraba el camisón deshilachado que ella venía lavando y planchando a diario para esta ocasión; veía desde el colchón su cuerpo desnudo y sudoroso, cómo brillaba en sus ojos la maldad a la luz incierta de aquel amanecer de primavera del año 1888 que ahora se anunciaba en los cristales tiznados de la ventana de la buhardilla de la pensión. Había esperado aquella visita desde hacía meses y ahora el secreto consistía simplemente en ese dato nimio. Le había amado desde el momento mismo en que le vio cruzar el vestíbulo. Durante aquellos meses había oído sus pasos sigilosos en el rellano del piso inferior; se había levantado todas las noches y había salido de su alcoba, incapaz de dormir y de soportar aquella espera interminable; se había tenido que esconder cada vez que su padre salía de parranda.

Ahora revivía las manos de él en la cintura y el picor y la aspereza en los labios; se desvanecía cuando él le clavaba los dientes; luego veía en la cárcel cómo el paso del tiempo iba borrando de los pechos las marcas de los mordiscos y los moretones en los muslos y las pantorrillas; entonces creía morir de deseo y al mismo tiempo de melancolía y desesperación. El secreto consistía en esto: que las maquinaciones que él había urdido y llevado a cabo para conseguir que ella fuese suya habían sido innecesarias: ella se le habría entregado sin miramientos si él se lo hubiese ordenado. Para eso había arrojado al malvado Belcebú por la ventana de la buhardilla: con este acto cruel y penoso eliminaba el obstáculo que le retraía. Ahora había elegido ese momento para revelarle el secreto; después sería suya de nuevo, por un instante. Luego tenía pensado quitarse la vida, en el bolsillo guardaba un veneno poderosísimo. Con esto pondré fin a mi existencia miserable, meditaba. Ya que no he tenido un momento de dicha, acabaré mis días con una simetría difícil, gustaba de pensar. Ahora este plan había sido desmontado por una simple frase. La primera vez había querido entregarse al hombre que amaba y había sido violentada brutalmente, había sido robada por él de su entrega; ahora, treinta años más tarde, por segunda vez la manifestación de sus sentimientos había sido ahogada por su indiferencia antes de que pudiera ver la luz. Antes de hablar levantó el velo que le tapaba la cara con las dos manos.

– No has cambiado -le dijo. Con esto dio por cancelada la deuda.

Pero él ya no le prestaba atención; otros asuntos de gravedad se la reclamaban: Alemania estaba a punto de rendirse; aquel país hacia el que se habían inclinado en el fondo sus simpatías yacía en ruinas. Más de dos millones de alemanes habían muerto en la guerra; otros cuatro millones habían sufrido heridas, estaban imposibilitados para cualquier función. Allí reinaba ahora la sedición. unos días antes se habían amotinado los marineros de la base de Kiel, los socialistas habían proclamado una república autónoma en Baviera, Rosa Luxemburgo y sus espartaquistas sembraban el desorden, creaban soviets mientras los moderados negociaban el armisticio a espaldas del "kaiser", refugiado en Holanda. El Sacro Imperio yacía exangüe como el señor Braulio en su lecho de muerte. Sólo él conservaba el aliento y los medios necesarios para resucitar este cadáver espiritual, víctima de su propia Historia, del heroísmo atolondrado de sus dirigentes. Enfrentado a esta situación las tribulaciones de Delfina le resultaban enojosas; en aquellos silencios teatrales no veía nada, el recuerdo de aquella noche venturosa que ahora a ella se le hacía ceniza entre los dedos para él era sólo una referencia vaga y anecdótica. Esto quería decirle cuando advirtió en sus ojos el brillo delirante de sus pupilas de color de azufre en las que se leía el cataclismo y la liviandad de aquel impulso sofocado que él no entendió; revivió la ansiedad de aquellas noches lejanas, cuando el corazón se le desbocaba de pasión por ella. En ese instante cristalizó su idea. Acabó de arrancarle el velo con impaciencia: el tul cayó al suelo sin prisa. A la luz del arco voltaico que parpadeaba junto al difunto estudió su rostro con anhelo. Con dedos temblorosos ella empezó a desprender los corchetes de su vestido. Cuando estuvo en enaguas levantó los ojos para ver qué hacía él y lo encontró sumido en reflexiones. Su cuerpo ya no le suscitaba el menor apetito.

¿Qué quieres hacer conmigo?, preguntó. Él se limitó a sonreír oblicuamente. Varios años atrás el marqués de Ut se había presentado en su casa de improviso para hacerle una proposición poco común: ¿Quieres que te mee un perro?, le había dicho. Era una noche de invierno, fría y desapacible:

llovía con intermitencia y el viento racheado hacía tamborilear la lluvia en los cristales. Se había refugiado en la biblioteca, como tenía por costumbre hacer. En la chimenea ardían unos troncos; el resplandor de las llamas agigantaba la sombra del marqués, que se había acercado al fuego a calentarse los huesos ateridos por la humedad. Vestía frac y la botonadura de la camisa era de coral.

– Bueno -respondió-; concédeme diez minutos y estaré listo.

En la calle aguardaba el coche del marqués. Recorrieron la ciudad bajo la lluvia de un extremo al otro, hasta desembocar en una plazoleta triangular formada por la confluencia de dos calles. Era la plaza de San Cayetano: por ella no transitaba nadie y las casas, cuyas ventanas habían sido cerradas a causa de la lluvia y el frío, parecían deshabitadas. El postillón que precedía siempre el carruaje del marqués montado en un caballo blanco saltó al suelo; al hacerlo metió las dos botas en un charco. Llevando al caballo sujeto por la brida se dirigió a un portalón de madera y golpeó en él con el mango de la fusta. Al cabo de unos instantes una mirilla dejó salir un tajo de luz al descorrerse. El postillón dijo algo, escuchó la respuesta e hizo señas en dirección al carruaje. El marqués de Ut y Onofre Bouvila se apearon, corrieron hacia el portalón sorteando los charcos y los chorros de agua que arrojaban los canalones a la plaza. Al llegar ante el portalón éste se abrió a su paso; luego, apenas hubieron entrado, se cerró de nuevo dejando fuera al postillón. Los dos hombres se embozaron en sus capas para ocultar su identidad antes de quitarse las chisteras. Estaban en un zaguán alumbrado por hachones; en las paredes encaladas había manchas de humedad y colgajos que en algún momento habían sido gallardetes de papel. Sobre la abertura que al fondo del zaguán daba entrada a un corredor tenebroso podía verse una cabeza de toro monumentaclass="underline" la piel del toro brillaba debido a la humedad, pero a la cabeza le faltaba uno de los ojos de vidrio y la divisa que ostentaba eran sólo dos trapitos descoloridos prendidos con una tachuela. El que les había abierto era un hombre de unos cincuenta años; caminaba renqueando como si tuviera una pierna más corta que la otra; en realidad su cojera se debía a un accidente laboraclass="underline" una máquina le había roto la cadera veintitantos años antes de aquel momento. Ahora, incapacitado para el trabajo, se ganaba la vida por los medios más diversos. Vuesas mercedes llegan a tiempo, dijo con una solemnidad en la que no se advertía el menor asomo de ironía; estamos a punto de empezar. En pos de él se adentraron en el pasillo oscuro y desembocaron en una sala cuadrada que iluminaban las llamas azuladas que brotaban de unas espitas de gas situadas en el suelo. Las espitas enmarcaban un espacio semicircular, una suerte de escenario al que servían de candilejas. En la sala había varios hombres, todos ellos embozados; algunos esbozaban a hurtadillas signos masónicos a los que respondía el marqués con el mismo disimulo. El perdulario brincó por encima de las llamitas y se colocó en el centro del escenario; debido a su cojera estuvo a un tris de quemarse una pernera del pantalón. Este incidente provocó risas nerviosas entre los presentes. El perdulario chistó para recabar silencio y atención; obtenidas ambas cosas dijo así: