aún vivía recluida con el señor Braulio en una casita modesta de Gracia, esperando que muriese su padre para entregarse por segunda y última vez al hombre de su vida y luego quitársela.
De ejecutar este acto melodramático la disuadió precisamente aquel por cuya causa lo había concebido, cuya intervención muchos años atrás la había hecho llegar a estos extremos, no con palabras, sino con aquella misma mirada maligna y gélida que la primera vez en la buhardilla de la pensión la había subyugado y aterrorizado y la había impulsado sin razón a cometer el más abominable de los crímenes. Aquella misma noche había muerto su madre y por su culpa también había sido desarticulada la célula anarquista a la que pertenecía; la mayoría de sus miembros había perecido posteriormente en los fosos de Montjuich: con ello su conciencia se había anegado en sangre. Ahora se leían este dolor y este sufrimiento sin límites en sus ojos de color de azufre: esto no le había pasado inadvertido a Onofre Bouvila. También sabía que a partir de la segunda mitad del siglo XIX allí donde la revolución industrial había tenido efecto había cambiado radicalmente la noción del tiempo. Antes de ese momento el tiempo de que constaba la vida de un ser humano no estaba acotado: si las circunstancias lo requerían o lo hacían aconsejable, una persona podía trabajar días y noches enteras sin parar; luego permanecía ociosa por períodos similares. En consecuencia, las diversiones tenían una duración que hoy se nos antoja desmedida: la fiesta de la vendimia o la de la siega podía durar una o dos semanas. Del mismo modo un espectáculo teatral, deportivo o taurino, un acto religioso, una procesión o un desfile podía durar cinco horas, ocho o diez horas o más; el que participaba en estos actos podía hacerlo ininterrumpidamente o marcharse y volver, a voluntad.
Ahora todo esto había cambiado: todos los días se empezaba a trabajar a la misma hora, se interrumpía el trabajo a la misma hora, etcétera. No hacía falta ser augur para saber cómo serían los días y las horas de la vida de una persona, desde la infancia hasta la vejez; bastaba con saber en qué trabajaba, cuál era su oficio. Esto había hecho la vida más grata, había eliminado buen número de sobresaltos, había despejado muchas incógnitas; ahora podían exclamar los filósofos: el horario es el destino. Esto exigía, a cambio, reajustes importantes: ahora todo tenía que ser regular, no se podía dejar nada al albur o a la inspiración del momento. Esta regularidad, a su vez, no era posible sin la puntualidad.
Antes la puntualidad no había sido nada: ahora lo era todo.
Ahora había que fustigar un caballo cansado o refrenar los bríos de otro fogoso para que el carro llegase a su lugar en el momento previsto, ni un poco antes ni un poco después.
Tanta importancia se concedía a la puntualidad que algunos políticos basaban en ella su propaganda electoraclass="underline" Votadme y seré puntual, decían al electorado. De los países extranjeros ya no se alababan los paisajes, las obras de arte o la cordialidad de sus habitantes, sino la puntualidad de que hacían gala; países a los que antaño no había viajado casi nadie padecían ahora un aluvión de visitantes deseosos de comprobar por sí mismos la tradicional puntualidad de sus ciudadanos, de sus establecimientos y transportes públicos.
Este reajuste no se habría podido hacer a tan gran escala de no haber venido en ayuda de los pueblos la energía eléctrica:
con este fluido continuo e invariable estaban garantizadas la regularidad y la puntualidad en todo. un tranvía movido por energía eléctrica ya no dependía de la salud e incluso de la buena disposición de unas mulas para cumplir un trayecto con precisión de reloj; ahora los usuarios del tranvía se solazaban pensando esto: Sabiendo qué hora es, sé cuánto falta para que venga el tranvía. Estos cambios tampoco se habían podido hacer en un decir Jesús; se habían ido haciendo gradualmente: primero las cosas más necesarias; luego, las superfluas. Las diversiones y los esparcimientos, por lo tanto, habían quedado para el finaclass="underline" las corridas de toros seguían durando muchas horas; si un toro salía decidido o resabiado, si iba matando caballos a medida que éstos aparecían en el ruedo, la corrida del domingo por la tarde podía prolongarse hasta bien entrado el lunes. En 1916 en Cádiz hubo una corrida famosa que empezó un domingo y acabó el miércoles, sin que el público abandonase la plaza. De resultas de ello los obreros de los astilleros habían perdido el empleo; hubo huelgas y algaradas, ardieron algunos conventos y los obreros fueron readmitidos, pero quedó claro que las cosas no podían seguir de aquel modo. Onofre Bouvila lo sabía perfectamente.
Antes del reencuentro con Delfina, antes de que ella se quedara en enaguas y así se arrojara en sus brazos y le mirara con aquellos ojos de azufre que habían de cambiar el curso de sus pensamientos, ya le había acudido a las mientes varias veces la idea de que el cinematógrafo podía haber sido ese entretenimiento nuevo que andaba buscando la Humanidad. El cinematógrafo reunía tres características que lo hacían idóneo: funcionaba gracias a la energía eléctrica, no permitía la participación del público y era inmutable absolutamente en su contenido.!Ah¡, pensaba,!poder ofrecer un espectáculo siempre idéntico, que empiece siempre a la misma hora y termine exactamente a la hora señalada, siempre la misma también¡!Tener al público sentado, a oscuras, en silencio, como si durmiera, como si soñara: una manera de producir sueños colectivos¡ Éste era su ideal. Pero no, es demasiado bueno, no podrá ser, pensaba. Había visto la película del perro y un par más y por fuerza tenía que dar la razón a los pesimistas. En efecto, nadie acudía a ver una película si acto seguido no había otra cosa, si la proyección no venía seguida de sardanas o de carreras de sacos, si no se soltaba una vaquilla o no se asaban chuletas allí mismo. Así no iremos a ninguna parte, se decía. En realidad, lo que él pensaba lo estaban pensando otros también al mismo tiempo. En 1913 había sido rodada en Italia con este propósito la primera película concebida como un gran espectáculo. Esta película, que se titulaba "Quo vadis¿", que constaba de cincuenta y dos rollos y cuya proyección duraba dos horas y cuarto, nunca llegó a exhibirse en España por un motivo tan raro que bien merece una digresión.
En 1906 había debutado en un teatro de variedades de París una bailarina que luego habría de alcanzar renombre internacional; era holandesa y se llamaba Margaretha Geertruida Zelle, pero se hacía pasar por sacerdotisa india y había adoptado el nombre de Mata Hari. Como todas las bailarinas de su género, recibía muchas proposiciones, pero ninguna tan singular como la que le hizo un caballero una noche de verano del año 1907. Lo que voy a pedirle es un poco especial, le dijo atusándose el bigote engominado, algo que probablemente no le ha pedido nunca nadie. Mata Hari asomó la cabeza por encima del biombo tras el cual se había despojado de la túnica de organdí y el cinturón de plata, amatistas y turquesas que constituían su vestuario. No sé si seré lo bastante exótica para ti, cariño, dijo en un francés sazonado de acento holandés. El caballero se llevó el monóculo al ojo izquierdo cuando ella salió de detrás del biombo. Su visita había venido precedida de un ramo de rosas (seis docenas) y una gargantilla de brillantes. Ahora ella llevaba puesta la gargantilla en señal de aquiescencia y un kimono en cuya espalda había un dragón bordado en negro y oro. Así se sentó frente al espejo circular del tocador, en cuya luna príncipes, banqueros y mariscales habían visto reflejados sus ojos, que la lujuria hacía brillar como brasas. Con gesto lánguido se iba quitando los anillos supuestamente sagrados que formaban parte de la ornamentación sacerdotal, los iba dejando en una caja de madera de sándalo; algunos de estos anillos reproducían calaveras humanas. Y esto que esperas de mí, ¿puede decirse¿, preguntó con coquetería. Al oído, dijo él. Se acercó tanto que la guía del bigote dejó una pequeña cicatriz en su mejilla; en sus ojos no brillaba el deseo, sino el cálculo frío. Represento al gobierno alemán, susurró, y quiero proponerle que se haga usted espía. Esta conversación llegó en seguida a conocimiento de los servicios de inteligencia inglés, francés y norteamericano. La fama de Mata Hari como espía rebasó pronto su fama como bailarina, le llovieron contratos de todo el mundo y su cotización llegó a sobrepasar la de Sarah Bernhardt, cosa que habría resultado impensable unos años atrás. La rivalidad entre ambas divas fue durante mucho tiempo la comidilla del todo París. Así, cuando en 1915 hubo de serle amputada una pierna a Sarah Bernhardt, se dijo que ésta había exclamado: Ahora por fin podré bailar con tanta gracia como Mata Hari. En Barcelona actuó una vez ésta, en el teatro Lírico, con más éxito de público que de crítica. Al final los servicios secretos aliados decidieron desembarazarse de ella y le tendieron una trampa. Un joven oficial de Estado Mayor fingió haber caído en sus redes como habían hecho tantos otros antes que él; la cubrió de regalos, fueron vistos juntos en todas partes: cabalgando en el "Bois de Boulogne", comiendo y cenando en los restaurantes de más lujo, en un palco de la Opera, en el hipódromo de Longchamp, etcétera. Ella nunca le preguntó cómo podía mantener aquel tren de vida con el sueldo modesto de un oficial; quizá dio por sentado que él disponía de rentas adicionales, de una fortuna personal cuantiosa; quizá "correspondía con otro genuino al amor fingido de éclass="underline"
sólo así se explica que una espía con tanta experiencia mordiese un anzuelo tan convencional. Una noche, cuando ambos reposaban en aquella cama entre cuyas sábanas el curso de la guerra habla sufrido tantas vicisitudes, él le dijo súbitamente que tenía que ausentarse una semana, quizá dos. No podré vivir tanto tiempo sin ti, dijo ella; dondequiera que hayas de ir, no vayas. La patria me lo exige, dijo él. Tu patria está aquí, entre mis brazos, replicó ella. Él acabó por revelarle la naturaleza de la misión que ahora lo arrebataba de aquel nido de amor: tenía que ir a Hendaya. Allí interceptaría una película que los búlgaros trataban de hacer llegar a los agentes alemanes destacados en San Sebastián.
Cuando éstos acudieran a Hendaya, él se les habría adelantado:
la película obraría en su poder y los agentes serían aprehendidos y fusilados en el andén de la estación. Apenas acabó de hablar ella le golpeó en la cabeza con una estatuilla de Siva, el dios cruel, el principio destructor: el joven oficial cayó al suelo con la cara cubierta de sangre. Creyendo haberlo matado, Mata Hari se echó sobre el camisón un abrigo de "renard argenté", se puso un casquete y unas katiuskas y subió al Rolls Royce negro de 24 CV que poseía (además de otros tres automóviles y una motocicleta de dos cilindros).