Por fin, al cabo de un siglo y medio de existencia, fueron demolidos los murallones de la Ciudadela. El terreno que ocupaba y los edificios que había allí fueron donados a la ciudad, como para borrar tanto dolor acumulado. Algunos de aquellos edificios fueron arrasados justificadamente; otros permanecen aún en pie. Del recinto se decidió hacer un parque público, para solaz de todos. Era un contraste conmovedor ver cómo ahora arraigaban los árboles y brotaban las flores en aquella explanada donde se habían cometido tantas atrocidades, donde poco antes se había levantado el cadalso. También fue construido allí un lago y una fuente colosal que llevaba por nombre " la Cascada ". A este parque se llamó y aún se sigue llamando "el parque de la Ciudadela ". En 1887, cuando Onofre Bouvila puso los pies en él, se estaba levantando allí lo que había de ser el recinto de la Exposición Universal. Eso ocurrió a principios o a mediados de mayo de ese año. Para entonces las obras estaban muy avanzadas. El contingente de obreros empleado en ella había alcanzado su máxima dotación, es decir, cuatro mil quinientos hombres. Este número era exorbitante, no tenía precedente en la época. A él hay que agregar otro número indeterminado pero igualmente grande de mulas y borricos. También funcionaban allí entonces grúas, máquinas de vapor, ingenios y carromatos. El polvo lo cubría todo, el ruido era ensordecedor y la confusión, absoluta.
Don Francisco de Paula Rius y Taulet ocupaba la alcaldía de Barcelona por segunda vez. Frisaba la cincuentena, era ceñudo, ostentaba una calva imaginativa y unas patillas tan largas que le cubrían las solapas de la levita. Los cronistas decían que tenía aire patricio. Era muy sensible al prestigio de su ciudad y de su propia gestión. En aquellos días estivales, bochornosos, de 1886 se enfrentaba a un dilema arduo. Unos meses antes había recibido la visita de un caballero llamado Eugenio Serrano de Casanova. Tengo que comunicar a vuecencia algo grave, le había dicho éste. Don Eugenio Serrano de Casanova era un gallego afincado en Cataluña; allí le había conducido de joven su militancia ferviente en la causa carlista. Luego los años habían mitigado su fervor, pero no su energía: era hombre emprendedor y viajero. En el curso de sus viajes había tenido ocasión de asistir a las Exposiciones Universales de Amberes, París y Viena; estos certámenes le parecieron cosa de maravilla. Como no era hombre que dejara agostarse las ideas trazó sus planes y pidió permiso al Ayuntamiento de Barcelona para hacer allí lo que había visto en aquellas otras ciudades. El Ayuntamiento le cedió el parque de la Ciudadela. Si quiere meterse en semejante lío, que se meta, allá él, pensaron las autoridades competentes: una actitud tan negligente como peligrosa. en rigor, nadie calibraba lo que suponía organizar una Exposición Universal.
Estas Exposiciones eran un fenómeno nuevo, del que sólo se tenía noticia a través de la prensa. Aunque la noción de exposición Universal, la idea misma del certamen había nacido en Francia, la primera de ellas la celebró Londres en 1851; París la suya en el 55. En París la organización dejó mucho que desear: el recinto abrió sus puertas con quince días de retraso sobre la fecha prevista y muchas de las piezas que se exhibían allí no habían sido desembaladas todavía el día de la inauguración. Entre las ilustres personalidades que la visitaron estaban la propia reina Victoria, entonces en pleno apogeo. "Pas mal pas mal", iba murmurando esta reina con un leve mohín, sin duda complacida por las muestras de incompetencia que daban los franceses. Iba seguida de un cipayo que media más de dos metros, sin contar el turbante, y que llevaba en un cojín de seda carmesí el "Koh-inoor", hasta entonces el diamante más grande del mundo; era como si con aquel gesto la reina Victoria quisiera decir: uno sólo de los objetos que me pertenecen vale más que todo lo que hay expuesto aquí; en esto no llevaba razón, porque de lo que se trataba en realidad era de rivalizar en ideas y en progreso.
Luego también se celebraron certámenes en Amberes, en Viena, en Filadelfia y en Liverpool. Londres había organizado su segunda Exposición en el 62 y París la suya en el 67 cuando Serrano de Casanova lanzó en Barcelona su propuesta. Lo que le sobraba de empuje le faltaba de capital. Barcelona atravesaba una crisis financiera de consideración y los reiterados llamamientos del promotor denodado no encontraron eco. El dinero inicial se acabó y el proyecto hubo de ser abandonado.
Serrano de Casanova acudió a ver al alcalde Rius y Taulet. En tono suave, como si se tratara de un secreto, le dijo: Debo notificar a vuecencia algo de particular gravedad; he decidido capitular, no sin profundo desconsuelo. Las obras de habilitación del parque ya habían comenzado; el suceso, entre unas cosas y otras, había recibido amplia publicidad. ¡Rayos y centellas!, exclamó Rius y Taulet; hizo repicar con insistencia una campanilla de oro y cristal que había sobre la mesa de su despacho en la alcaldía y al primero que compareció (un ordenanza) le dijo sin mirarle a la cara que tomara todas las disposiciones necesarias para convocar las personalidades barcelonesas a consejo de inmediato: al obispo, al gobernador, al capitán general, al presidente de la Diputación, al rector de la Universidad, al presidente del Ateneo, etcétera. El ordenanza se desvaneció en el despacho, el propio alcalde hubo de reanimarlo abanicándolo con su pañuelo. Reunidos por fin los prohombres hubo más palabrería que voluntad de hacer algo; todos estaban dispuestos a opinar, pero ninguno a comprometerse ni a comprometer a la institución que representaba; mucho menos lo estaba a ofrecer apoyo financiero a la empresa descabellada de Serrano de Casanova. Al final Rius y Taulet dio un golpazo en la mesa con una carpeta de cuero y cortó en seco tanta garrulería. "Hóstia, la Mare de déu¡", gritó a pleno pulmón. El vibrante exordio se oyó en la plaza de San Jaime, pasó a ser de dominio público y figura hoy, con otros dichos célebres, labrado en un costado del monumento al alcalde infatigable. El obispo no pudo menos que persignarse. Un alcalde no es cosa de tomar a risa. En menos de una hora obtuvo de todos los presentes su aquiescencia y la promesa de colaboración que precisaba para seguir adelante con el proyecto. Abandonar ahora sería un desdoro para Barcelona, les dijo, una confesión de impotencia. Acordaron seguir adelante con el proyecto bajo el patrocinio de una Junta Directiva. También se creó una Junta del Patronato integrada por autoridades civiles y militares, presidentes de asociaciones, banqueros y figuras del mundo empresarial. Con ello se involucraba a todos en aquella tarea, que tenía que ser colectiva para ser posible. Se estableció una Junta Técnica formada por arquitectos e ingenieros. Con el tiempo proliferaron las juntas y los comités (comités de enlace con empresas nacionales, comités de enlace con potenciales expositores extranjeros, comités encargados de fallar concursos y otorgar premios, etcétera), lo cual engendraba confusión y no pocos roces. Todos coincidían en calificar esta organización de "muy moderna". Otra cosa es que la opinión pública fuera unánime respecto de la viabilidad del proyecto.