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Frente a la arcada una puerta doble de vidrio daba a un patio rectangular, al fondo del cual se levantaba un retrete minúsculo. En el patio crecían un magnolio y una azalea. A la derecha del comedor estaba la cocina. Todo tenía aspecto de limpio, de ordenado y de frío. Cuando Onofre estaba mirando estas cosas sonó tan cerca la campana de la iglesia que se sobresaltó visiblemente. La mujer, que había estado observándolo desde el pasillo, se rió por lo bajo.

– Supongo que es cuestión de acostumbrarse -dijo él. Ella se encogió de hombros-. ¿Vives en esta casa? -preguntó. Ella señaló una de las puertas. No era la misma puerta a la que acababa de tocar, pero eso no excluía ni probaba nada, pensó.

En ese momento su hermano apareció en el pasillo. Iba descalzo y llevaba un pantalón de pana gastada y un blusón azul marino a medio abotonar. Con las dos manos se rascaba la cabeza. Cruzó el comedor sin decir nada, como si no hubiera visto ni a su hermano ni a la mujer; salió al patio y se encerró en el retrete. La mujer se había metido en la cocina.

Ahora llenaba un cubo de metal con el agua que brotaba del grifo. Aunque la noche anterior había dormido en uno de los hoteles más elegantes de París, el que hubiera agua corriente en su pueblo le produjo una sensación embriagadora de bienestar material. Cuando el cubo estuvo lleno la mujer lo levantó por el asa y lo sacó al pasillo; luego regresó a la cocina y empezó a encender el fuego con astillas y carbón, cerillas y un abanico de paja trenzada. Qué lento es todo aquí, siguió pensando Onofre. En la mitad del tiempo que llevaba en aquella casa había hecho a veces transacciones importantísimas. Aquí en cambio el tiempo no tiene ningún valor, se dijo. Su hermano salió del retrete abrochándose el pantalón. En el agua del cubo se lavó las manos y la cara; luego cogió el cubo y echó el agua en el retrete. Hecho esto dejó caer el cubo en el suelo del patio y entró en el comedor, mientras la mujer abandonaba la cocina para salir al patio y retirar el cubo.

– ¿Has venido en automóvil? -preguntó Joan a su hermano.

– En aeroplano -respondió Onofre con una sonrisa.

Joan lo miró unos segundos con los labios fruncidos.

– Si tú lo dices, será verdad -suspiró-. ¿Has desayunado?

– Onofre movió la cabeza en sentido negativo-. Yo tampoco dijo Joan-. Ya ves que me acabo de levantar; anoche me acosté tarde -parecía que iba a contar por qué había trasnochado, pero se quedó con la boca abierta y no dijo nada. De la cocina llegaba olor a pan tostado. La mujer puso sobre la mesa del comedor una tabla en la que había embutidos de varios tipos y un cuchillo de monte clavado en la madera. A la vista de los embutidos sintió un vacío doloroso de estómago y reparó en que no había comido nada desde hacía muchas horas-. Ataca sin miedo -le dijo Joan interpretando correctamente su expresión-, estás en tu casa. -Onofre se preguntaba si esto último sería cierto. Ahora deseaba más que ninguna otra cosa que lo fuera.

Después de tantos años de lucha creía haber vuelto al punto de partida; así se lo comunicó a su hermano. La mujer había sacado de la cocina una fuente repleta de tostadas. En un plato de barro sacó una aceitera, un cuenco de sal y varios dientes de ajo para aderezar las tostadas. Por último sacó una botella de vino tinto y dos vasos. Aquel vino tuvo la propiedad de animar a Joan, de infundirle una locuacidad que su hermano no le conocía. Al concluir el desayuno era casi mediodía. Los ojos se le cerraban de sueño. Su hermano le indicó que podía ocupar una de las habitaciones; aunque no habían hablado de ello los tres sabían que había ido allí a quedarse indefinidamente. La habitación que le había asignado era la misma que la mujer había señalado antes, cuando él le había preguntado si ella vivía en la casa; esta coincidencia hizo que se durmiera dándole vueltas al asunto en la cabeza.

En la habitación había una cómoda rústica y vieja que reconoció de inmediato: era la cómoda en que su madre guardaba la ropa. Pensó abrir uno de los cajones, pero no se atrevió a hacerlo en ese momento, por si le oían desde el comedor. Las sábanas olían a jabón.

En los días que siguieron a su llegada se dedicó a vivir a su antojo: comía y dormía cuando le venía en gana, daba largos paseos por el campo, hablaba con la gente o la eludía; nadie se metía con él. Su presencia en el pueblo había dejado de ser un secreto en seguida. Todos habían oído hablar de él; sabían que se había ido mucho años atrás a vivir a Barcelona; se decía de él que allí se había hecho rico, pero ni siquiera esto excitaba la curiosidad popular; quien más quien menos, todos habían oído contar o recordaban personalmente la historia de Joan Bouvila, el padre de los dos hermanos: si aquél se había ido a Cuba y había vuelto fingiendo ser dueño de una fortuna que luego resultó inexistente, no había motivo para pensar que su hijo no estaba haciendo ahora lo mismo, se decían. Esta incertidumbre era del agrado de Onofre, que la cultivaba. Por lo demás, no estaba seguro de que no tuvieran razón los que le suponían impecune: en su fuero interno creía que Efrén Castells y su suegro habrían aprovechado su ausencia para desposeerlo de todo; probablemente don Humbert Figa i Morera habría amañado los contratos como había hecho por instigación suya tiempo atrás con las propiedades de Osorio, el ex gobernador de Luzón. Entonces le tocó a él; ahora me toca a mí, decía filosóficamente. Su hermano le miraba con sorna cuando le oía expresarse de este modo. toda una vida de trabajo para esto, le decía. Bah, solía responder él, el mismo trabajo me habría costado ser barrendero o mendigo. Sólo ahora empezaba a vislumbrar el carácter verdadero de la sociedad brutal en la que se movía con tanta autoridad y tanta soltura aparente. El cinismo cándido de los años mozos era ahora reemplazado por el pesimismo horrorizado de la madurez.

– Siempre has sido un imbécil -le decía su hermano en estos momentos de desasosiego-: ahora te lo puedo decir por fin a la cara.

Estas salidas extemporáneas le dejaban indiferente, por lo general; sólo los detalles aparentemente nimios acaparaban ahora su atención: la estufa apagada en un rincón de la estancia, los cambios de luz debidos al paso de una nube por el rectángulo de cielo que enmarcaba el patio, el ruido de unos pasos en la calle, el olor a leña quemada, el ladrido lejano de un perro, etcétera. En otras ocasiones la indiferencia filosófica de que hacía gala cedía el paso a una indignación súbita: entonces insultaba a su hermano. De estos arranques Joan se enteraba sólo a medias: era alcohólico y sólo pasaba dos o tres horas al día en estado de relativa lucidez; en este lapso despachaba los asuntos de la alcaldía con astucia deshonestidad. A este estado de cosas se había resignado la gente del pueblo: consideraban que esto era el progreso y procuraban que les afectase lo menos posible. Joan Bouvila nunca había intentado hacer de su cargo otra cosa que un medio de vivir sin trabajar, pero incluso en una comunidad tan pequeña la realidad política había acabado sobrepasando sus modestas pretensiones: ahora se encontraba a la cabeza de las fuerzas vivas de la localidad. Estas fuerzas vivas eran más numerosas de lo que Onofre pensó al principio: el rector, el médico, el veterinario, el farmacéutico, el maestro y los dueños del colmado y de la taberna. Desde que Onofre se había ido el pueblo había crecido considerablemente. Estos prohombres sí sabían quién era él y cada uno a su manera trataba de granjearse su confianza; lo adulaban abyectamente y permitían que él mostrase a las claras el desprecio en que los tenía. No había noche en que no recibiera en la casa la visita de uno u otro de estos pillos de vuelo corto. Estas visitas ocasionaban sufrimientos indecibles al rector, un curita joven, lerdo, codicioso e hipócrita, que había fustigado a la mujer que vivía con Joan desde el púlpito. Ahora, debido a la presencia de Onofre en esa misma casa se veía obligado no sólo a ir como los demás, sino a extremar con ella las muestras de cortesía. Onofre y su hermano se divertían a su costa.

– Mire, mosén -le decía Onofre-, he leído varias veces el Evangelio con detenimiento y en ningún sitio he visto dicho que Jesucristo tuviera que trabajar para comer, ¿qué clase de enseñanza es ésta? -ante estas blasfemias el curita se mordía los labios, bajaba los ojos y planeaba una venganza despiadada. Onofre, que podía leer sus pensamientos sin dificultad, apenas lograba contener la risa. Los otros se mostraban más hábiles. El farmacéutico y el veterinario eran aficionados a la caza: entre ambos poseían varios lebreles y otros perros de raza y media docena de escopetas. Algunas veces invitaban a Onofre y a Joan a que les acompañaran en sus salidas. Como Joan iba siempre embriagado su compañía resultaba muy peligrosa. Por su parte, el dueño del colmado recibía semanalmente algunos periódicos que le traía la camioneta que ahora hacía el trayecto entre el pueblo y Bassora. Por este medio Onofre Bouvila seguía el curso de los acontecimientos políticos que habían provocado su exilio; aquellos periódicos que a su vez obtenían información de otros periódicos daban siempre noticias atrasadas y a menudo falsas.

Esto no parecía incomodar a los lectores; además las noticias políticas ocupaban un lugar secundario en aquellos periódicos, que concedían preeminencia a los sucesos locales y a otra información más banal. Esta trasposición de valores irritaba a Onofre; al cabo de un tiempo, sin embargo, empezó a pensar que tal vez aquel orden de prioridades no fuera tan desatinado como le parecía al principio. Ahora, en cambio, era él quien consideraba fútil todo lo que hasta hacía poco le había parecido importantísimo. Estas reflexiones se las hacía en los momentos de tranquilidad, cuando lograba eludir a los parásitos obsequiosos que le asediaban y se refugiaba en los escondites de su niñez. Muchos de estos escondites habían dejado de existir; otros quizá seguían existiendo, pero no supo dar con ellos; otros, por último, estaban en lugares que a su edad le resultaban impracticables. Aun los que encontró eran pequeños y miserables; su imaginación infantil era la que había hecho de ellos lugares encantados, preñados de peligros y maravillas. Ahora, en cambio, los veía tal como eran; esto, en vez de conmoverle, le exasperaba y deprimía. Sólo el riachuelo conservaba a sus ojos todo el misterio de sus recuerdos. Allí había ido casi a diario con su padre, cuando éste regresó de Cuba; ahora tampoco pasaba día sin que acudiese al riachuelo: se sentaba en una piedra y miraba discurrir el agua y saltar las truchas y escuchaba aquellos ruidos claros, que siempre parecían estar a punto de ser palabras. Sobre los arbustos que crecían en la otra orilla había muchas mañanas sábanas extendidas; allí se secaban al sol, que resaltaba su blancura sobre el fondo oscuro de los arbustos y hería la vista. También los olores del campo le embriagaban. En la ciudad los olores, como las personas, le parecían individualistas y agresivos; allí el más penetrante se imponía a los demás: las emanaciones de una fábrica, el perfume de una dama, etcétera. En el campo, por el contrario, los olores más diversos se mezclaban para formar un solo olor del que a su vez estaba imbuido el aire: aquí oler y respirar eran una misma cosa. El camino que llevaba el riachuelo estaba ya cubierto de hojas secas y al pie de los árboles crecían setas de muchos colores y formas: era el otoño. Onofre se dejaba invadir por estas sensaciones que le traían recuerdos muy distantes e imprecisos; estos recuerdos cruzaban fugazmente su memoria, como sombras de pájaros en vuelo.