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Estas características eran del agrado de Onofre Bouvila. Allí podía vivir a su antojo, sin ver ni oír a su mujer ni a sus hijas durante semanas enteras. Jamás paseaba por el jardín y salía raramente durante el día de los aposentos que había reservado para su uso exclusivo. No recibía visitas y en contra de sus predicciones nadie iba a visitarles por propia iniciativa. Al cabo de unos meses de efectuado el traslado sus dos hijas abandonaron el hogar definitivamente. La menor fue la primera en marcharse. Con la ayuda de su abuelo, don Humbert Figa i Morera, que la adoraba hasta el punto de atreverse, a pesar de su edad y sus achaques, a incurrir en la ira posible de su yerno, se estableció en París; allí contrajo matrimonio al cabo de un tiempo con un pianista húngaro de reputación escasa y futuro incierto que le doblaba la edad; ambos vagaron de ciudad en ciudad a partir de entonces, acosados por los acreedores. La hija mayor no tardó en seguir el ejemplo de su hermana. Aunque reconocía abiertamente no sentir por ello ninguna inclinación ingresó en una congregación de misioneras laicas que ejercían la docencia y la medicina en lugares remotos y atrasados. Después de pasar varios años en el Amazonas, cerca de Iquitos, tratando mal que bien de compaginar la práctica de la obstetricia con el consumo inmoderado de whisky fue repatriada por las autoridades peruanas; para ello fue necesario sobornar a varios funcionarios gubernamentales e indemnizar a las víctimas de su negligencia, su vicio y su ignorancia. Luego vivió apaciblemente envuelta en los vahos del alcohol en una "suite" del hotel Ritz de Madrid hasta su muerte en 1981.

Onofre Bouvila vio disolverse su familia con la misma indiferencia con que la había visto formarse después de la muerte de su segundo hijo: una familia hecha de residuos y desencantos. Su esposa pasaba el día entero y parte de la noche en la capilla del primer piso: allí se hacía llevar las cajas de trufas heladas y de bombones de licor que consumía compulsivamente a todas horas mientras trataba de orientarse en el laberinto de novenas, triduos, viacrucis, adoraciones, cuarenta horas, infraoctavas y velas en que vivía sumida.

Ahora la casa parecía verdaderamente desierta. Si al principio los muebles y los objetos carecían de vida afectiva, pronto adquirieron otra vida fantasmagórica: por las noches se oían ruidos en las estancias vacías y a la mañana siguiente los armarios aparecían desplazados y las alfombras arrolladas, como si todas aquellas piezas colosales y pesadísimas hubieran estado deambulando por los salones al amparo de la oscuridad.

En realidad no había nada sobrenatural en aquello: eran los criados, que manifestaban de este modo su descontento y su hastío. Vamos a ver si acabamos de volver tarumba a la señora, se decían; sin más se dedicaban a golpear cacerolas y arrastrar muebles y golpear las paredes con cadenas. De todo esto Onofre Bouvila no se daba por enterado: para librarse del ambiente lúgubre que reinaba en la casa había adquirido el hábito de salir todas las noches. En compañía de su chófer y guardaespaldas frecuentaba los antros más infames; huyendo de la elegancia y la limpieza buscaba la camaradería de rufianes, maleantes y putas: así creía haber reencontrado aquella Barcelona de la que había logrado elevarse pero en la que ahora creía haber sido bastante feliz. En realidad era la juventud perdida lo que añoraba. Con este objeto trataba de convencerse a sí mismo de que en aquellos ambientes que rezumaban ignominia y miseria se sentía como en su propia casa; en el fondo sabía que le repugnaban aquellos cuchitriles inmundos, mal ventilados, aquellos catres sudados y pestilentes en los que despertaba sobresaltado. El vino peleón, el champaña adulterado y la cocaína que consumía para mantenerse alegre durante toda la noche le sentaban maclass="underline" a menudo vomitaba en la calle o dentro del coche cuando regresaba a casa al despuntar el día. También sabía que aquellos charlatanes, contrabandistas y mujerzuelas iban desesperadamente detrás de su dinero. Cuando el chófer lo sacaba casi en brazos de algún burdel las putas que le habían recibido con muestras descocadas de simpatía cambiaban de talante en un abrir y cerrar de ojos, sus chulos les arrebataban a golpes el dinero que él les había dado sin tasa, la euforia y la lujuria se desvanecían: ahora imperaban allí la codicia, la violencia y el rencor. Todo esto lo sabía pero se dejaba engañar; no con el dinero que despilfarraba, sino con este engaño creía pagar el derecho a respirar nuevamente el aire del puerto, el olor a salitre y petróleo y a frutas maduras que se echaban a perder en las sentinas de los barcos como si aún perteneciera a este mundo, que había perdido para siempre muchos años atrás.

Una noche se despertó en una habitación minúscula; las paredes estaban recubiertas de un papel sucio que originalmente había sido de color naranja; colgada de un hilo eléctrico parpadeaba una bombilla de filamentos. Tenía los pies y las manos helados y un hormigueo desagradable le recorría el costado izquierdo. Supo que se moría y le extrañó la precisión con que aún podía registrar detalles nimios. A su lado oyó gritar a una furcia cuyo rostro no recordaba haber visto nunca antes de entonces. Haciendo un gran esfuerzo consiguió asirle la muñeca: sabía que si ella lograba zafarse le quitaría todo lo que llevaba y huiría sin decir nada a nadie. Lo dejaría morir allí. Le prometeré el oro y el moro si me ayuda, pensó, pero las palabras le ahogaban, no le dejaban respirar. No es mal sitio para morir, pensó, menudo escándalo.

Pero ¿qué estoy diciendo? Yo no quiero morir aquí ni en ningún otro sitio. La furcia se había soltado de un tirón: recogía la ropa desperdigada por el suelo de la habitación y salía al pasillo con la ropa en los brazos. Al verse solo luchó por no dejarse vencer por el pánico. Es el fin, pensó. Oyó gritos y carreras en el pasillo antes de perder el conocimiento.

En realidad todos obraron con acierto. La furcia corrió a buscar al chófer apenas se hubo vestido y éste, temeroso de la responsabilidad en que podría incurrir si el suceso terminaba mal, fue a su vez en busca de Efrén Castells. Cuando ambos se personaron en la casa de tolerancia las pupilas y sus chulos habían conseguido ponerle mal que bien la ropa que traía; no habían conseguido en cambio hacerle beber un trago de coñac por más que habían forcejeado con el mango de una cuchara.

Efrén Castells repartió gratificaciones; incluso el sereno y el vigilante, que estaban presentes, recibieron su parte; todos quedaron contentos y juraron guardar silencio. Daban las cuatro cuando lo metieron en la cama y avisaron a su esposa.

Ella estuvo a la altura de las circunstancias, se comportó como una dama: aceptó secamente las explicaciones improvisadas e inverosímiles que ƒ Efrén Castells ƒ le daba torpemente y puso en movimiento a todo el servicio. De resultas de ello al cabo de unas horas la mansión era un hervidero: allí habían acudido médicos especialistas y enfermeras y también en previsión de un desenlace fatal abogados y notarios con sus pasantes y agentes de cambio y bolsa y registradores de la propiedad y funcionarios de la delegación de Hacienda, cónsules y agregados comerciales, hampones y políticos (que trataban de pasar inadvertidos), periodistas y corresponsales y muchos sacerdotes provistos de lo necesario para administrar los sacramentos del caso: la confesión, la eucaristía y la extremaunción. Esta muchedumbre vagaba ahora por el jardín y por la casa, entraba en todas las dependencias, fisgaba en los armarios, abría los cajones, revolvía los enseres, manoseaba las obras de arte y dañaba algunos objetos sin querer o queriendo; los reporteros gráficos instalaban los trípodes y las cámaras en mitad de los salones, herían los ojos de todos con los fogonazos de las lámparas de magnesio y malgastaban las placas en hacer unos retratos cuyo significado se perdía al revelarlas. Los criados se dejaban sobornar y revelaban secretos reales o imaginarios al mejor postor. No faltaban embaucadores que se hacían pasar por amigos de la familia o por colaboradores estrechos del enfermo; de estas personas los periodistas y negociantes bisoños obtenían mediante pago la información más distorsionada y confusa. De resultas de ello la bolsa bajó en casi todos los mercados. De estas cosas él no se enteraba o se enteraba vagamente: a consecuencia de la medicación recibida parecía estar suspendido en el aire: no le dolía nada ni sentía su propio cuerpo, salvo por el frío persistente en las extremidades. Si no fuera por este frío estaría mejor que nunca, pensaba. Algo de este bienestar le devolvía a una infancia anterior a sus recuerdos más antiguos.

Había perdido la noción del tiempo: a pesar de su inmovilidad absoluta las horas no se le hacían largas ni le pesaba la inactividad. Las personas que entraban y salían de la habitación, los médicos que lo examinaban sin cesar, las enfermeras que le administraban medicamentos, alimento y calmantes, que le ponían inyecciones y le sacaban sangre y atendían sus necesidades que ya no controlaba y lo lavaban y perfumaban, las visitas periódicas de su esposa, que pasaba llorando junto al lecho los momentos escasos que le dejaban a solas con él, la irrupción de quienes por medio de algún artificio habían conseguido penetrar hasta su alcoba para pedirle un favor póstumo, para instarle a que pusiera su alma en paz con Dios, para preguntarle un dato esencial sobre una empresa o una operación comercial de cierta envergadura o quizá para oír de sus labios a modo de testamento la clave de su éxito le parecían figuras ficticias, personajes escapados de un grabado infantil, que ahora se movían en unos pocos planos fijos del espacio que le rodeaba con los cuales se confundían. Los murmullos y susurros y el ronroneo de voces y pasos que le llegaba a través de los tabiques, que aumentaba cuando se abría una puerta y se acallaba al cerrarse esa misma puerta también le desconcertaban: no podía establecer una distinción clara entre sonidos, olores, formas y sensaciones:

unos y otras se prestaban a interpretaciones complicadas y no siempre inequívocas o coherentes. El tacto de la mano de un médico o una enfermera, el olor a quina, la blancura de una bata, un rostro inquisitivo cerca del suyo podían formar un todo cuyo sentido le costaba desentrañar. ¿Qué significa esto?, se decía, ¿qué hacen estas cosas heterogéneas a mi lado?, ¿por qué están aquí? Y su fantasía desencadenada al contacto con estos estímulos le transportaba un rato vertiginosamente por un espacio sin límites y lo depositaba luego en la orilla de algún momento perdido de su pasado, que en aquel punto revivía con una precisión tal que su visión le resultaba turbadora y dolorosa. Luego todo esto se desvanecía lentamente como el humo de los cigarrillos en el aire caldeado de un salón y sólo quedaba en su conciencia el terror que le inspiraba la certeza de la muerte. En estas ocasiones quería ofrecer lo que fuera a cambio de seguir viviendo un poco más y de cualquier modo; sabía que en aquel trance no valía ninguna transacción y esto le desesperaba. ¿Cómo es posible que no pueda hacer absolutamente nada para evitar una cosa tan horrible?, se decía. Convencido de que su vida estaba a punto de extinguirse como se extingue una luz al pulsar un interruptor y de que él iba a desaparecer en cualquier momento para siempre y sin remedio rompía a llorar con la desesperación de un recién nacido; de esto nadie se daba cuenta, porque su fisonomía permanecía inalterable, sólo expresaba serenidad y entereza.