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"Por lo demás", apunta un diario de la época, "la población no ofrece bastantes atractivos para hacer grata la estancia al forastero en ella por algunos días". Todos pensaban que Barcelona haría un triste papel si trataba de equipararse a París o a Londres. Nadie pensaba en lo que ofrecían en aquellos años ciudades como Amberes o Liverpool, que habían montado sus respectivos certámenes sin tanto "mea culpa". O se lo planteaban, pero decían: Que otros hagan el ridículo si les viene de gusto; nosotros, no. "En Barcelona, fuera de la benignidad de su clima, de lo excelente de su situación, de sus antiguos monumentos y de algo, muy poco, debido a la iniciativa de los particulares, no estamos al nivel de las demás poblaciones de Europa de igual importancia", dice una carta aparecida en un diario de esas fechas. "Todo lo que tiene carácter administrativo", sigue diciendo la carta, "es de orden inferior. La policía urbana es en general detestable, la seguridad deja mucho, muchísimo que desear, faltan o están mal organizados gran número de servicios necesarios en una población de 250.000 habitantes, la estrechez de las calles del casco antiguo y la falta de grandes plazas en él y en el nuevo, dificultan la circulación y el desahogo, no tenemos buenos y variados paseos y carecemos de museos, bibliotecas, hospitales, hospicios, cárceles, etc., dignos de ser visitados". esta carta, que se prolongaba a lo largo de muchas páginas, decía, entre otras cosas: "Hemos gastado mucho en el Parque de la Ciudadela, pero sus dimensiones son mezquinas; falta en él un vasto bosque y un extenso paseo, y algo como el lago es eminentemente ridículo". Al decir esto el autor de la carta pensaba seguramente en los parques célebres de la época:

el "bois de Boulogne" y "Hyde park". A estas invectivas agrega la carta: "Raquitismo de concepción y ahuecamiento de la vanidad es lo que caracteriza a menudo los actos de nuestra administración local. Barcelona, de algunos años a esta parte, va volviéndose una ciudad sucia. Las fachadas de las casas algo antiguas!cuán repugnantes se presentan de ordinario¡"

Cartas similares eran frecuentes en la prensa local de entonces. Otros expresaban sus reservas de modo más conciso, como un diario del 22 de septiembre de 1866, que encabezaba su editorial con este epígrafe: "Comercialmente hablando, ¿constituye la Exposición un beneficio o una plaga?" Con todo, la oposición al certamen en general fue tenue. La mayoría de los ciudadanos estaba dispuesta aparentemente a arrostrar los riesgos de la aventura; los demás sabían por experiencia que lo que las autoridades decidían siempre se llevaba a cabo; varios siglos de absolutismo habían enseñado a la gente a no malgastar tinta y talento. También influía en la opinión pública un factor importantísimo: que la primera Exposición Universal que se celebraba en España se celebraría en Barcelona y no en Madrid. Este hecho había sido ya comentado en los periódicos de la capital. Estos mismos periódicos habían llegado a la conclusión penosa pero incuestionable de que así había de ser. "Las comunicaciones entre Barcelona y el resto del mundo, tanto por mar como por tierra, la hacen más apta que ninguna otra ciudad de la Península para la atracción de forasteros", dijeron. Con esto se quedaron contentos, como si la elección de Barcelona como sede del certamen la hubieran hecho ellos. Estos argumentos, sin embargo, no conmovieron al Gobierno. Ustedes se lo montan, ustedes se lo pagan, vinieron a decir. En esa época la economía del país estaba tan centralizada como todo lo demás; la riqueza de Cataluña, como la de cualquier otra parte del reino, iba a engrosar directamente las arcas de Madrid. Los ayuntamientos atendían a sus necesidades mediante la recaudación de contribuciones locales, pero para cualquier gasto extraordinario debían acudir al Gobierno en busca de una subvención, de un crédito o, como en el caso presente, de un chasco. Esto suscitaba entre los catalanes un sentimiento de solidaridad que acallaba las críticas. Por este lado, comentó Rius y Taulet, nos hacen un favor; por todos los demás, la puñeta. En eso no había desacuerdo. Con Madrid acabaremos a palos, pero sin Madrid no iremos a ninguna parte, dijo Manuel Girona. Era un financiero de renombre; a la sazón desempeñaba además la presidencia del Ateneo. Tenía fama de no perder jamás la compostura: Dejemos para mejor ocasión los desahogos temperamentales y hagamos frente a la realidad, propuso: hay que pactar con Madrid; será una humillación, pero la causa bien lo merece. Con estas palabras quedó zanjada la discusión y se dio por concluida la sesión, que se había celebrado un miércoles en el restaurante "Las siete puertas". El domingo siguiente, después de oír misa cantada, salieron hacia la capital dos delegados de la Junta.

Viajaban en un carruaje que el propio Ayuntamiento había puesto a su disposición; este carruaje llevaba en cada portezuela unas molduras con el emblema de la Ciudad Condal.

En unos cartapacios enormes de piel de cocodrilo llevaban la documentación relativa al proyecto y en varios baúles asegurados con cuerdas a la parte posterior del carruaje llevaban muchas mudas, porque preveían una ausencia larga. Y así fue: apenas llegados a Madrid se instalaron en un hotel. A la mañana siguiente acudieron al Ministerio de Fomento. Su llegada causó gran revuelo: de Barcelona habían traído y ahora llevaban puestos los vestidos y capas que en su día habían pertenecido a Joan Fiveller, aquel valedor legendario de la ciudad. En el transcurso de los siglos la lana de estas ropas se había ido convirtiendo en borra y las sedas en una especie de telaraña. Al paso de los delegados, que portaban los cartapacios con ambas manos, como si fueran ofrendas, las alfombras del Ministerio iban quedando cubiertas de un polvo pardo. Estos dos delegados se llamaban respectivamente Guitarrí y Guitarró, dos nombres que de no ser reales parecerían inventados para la ocasión. Fueron conducidos a un salón de techo altísimo, artesonado, donde sólo había dos sillas de estilo renacimiento, bastante incómodas, y un cuadro de tres metros de alto por nueve de largo, del taller de Zurbarán, que representaba un viejo ermitaño de piel cerúlea, cubierto de escrófulas y rodeado de tibias y calaveras. Allí se les hizo esperar más de tres horas, al término de las cuales se abrió una puerta lateral, semisecreta, y apareció un individuo de rostro abotargado y patillas de boca de hacha que llevaba una casaca cubierta de entorchados. Al punto los dos delegados se pusieron en pie. Uno de ellos acertó a murmurar al oído de su compañero:!Santa Quiteria, su sola mirada ya infunde espanto¡; la larga espera había debilitado su sistema nervioso. Los dos hicieron una profunda reverencia. El recién llegado, que no era el ministro, sino un ujier, les comunicó con sequedad que el señor ministro no podía recibirlos ese día, que tuvieran la bondad de acudir de nuevo al Ministerio al día siguiente a la misma hora. La confusión provocada por el vistoso uniforme del ujier fue la primera de una larga serie: los delegados de la Junta se movían en un medio que les era ajeno; no sabían qué actitud adoptar en aquella ciudad de tabernas y conventos, vendedores ambulantes, chulapones, alcahuetas, llagados y mendigos, en mitad de la cual existía un mundo aún más extraño, hecho de oropeles y ceremonias, amenazas y prebendas, poblado por generales intrigantes, duques chanchulleros, curas milagreros, validos, toreros, enanos y papamoscas de corte que se burlaban de ellos, de su acento catalán y de su sintaxis peculiar. En idas y venidas del hotel al Ministerio gastaron en vano tres meses y sus correspondientes dietas, acabadas las cuales escribieron a Barcelona dando cuenta de lo sucedido y recabando instrucciones. A vuelta de correo les llegó un paquete remitido por el propio Rius y Taulet en el que había dinero, una reproducción en yeso de la Virgen de Montserrat y un mensaje que decía: "Valor, uno de los dos tendrá que ceder y por Dios bendito que no vamos a ser nosotros". Los pobres delegados apenas salían de su hotel, donde el servicio, familiarizado ya con su presencia y convencido de que no cabía esperar de ellos muestras exageradas de liberalidad, no se preocupaba de cambiarles las toallas ni las sábanas ni de pasar el plumero por el mobiliario escaso y desvencijado. Para ahorrar los dos compartían con grandes estrecheces el mismo cuarto y se hacían el desayuno y la cena allí mismo, con el agua caliente de la bañera. Lo que más les hacía sufrir, con todo, eran las visitas matutinas al Ministerio. El enjambre de zánganos y sablistas que parecía habitar en sus corredores y antesalas les había compuesto unas coplillas hirientes que oían tararear por doquier a su paso. Los más allegados al Ministerio les gastaban bromas aún más vejatorias, como colocar cubos llenos de agua en los dinteles de las puertas que habían de cruzar, tender cables en el suelo para hacerles tropezar y acercarles velas encendidas a los faldones del traje para chamuscarlos. Algunos días al entrar en la sala de espera encontraban las dos sillas ocupadas por otros peticionarios más madrugadores quienes, avezados a este tipo de situaciones y endurecidos por toda una vida de plantones, lisonjas, suplicatorios, gestiones y desengaños fingían no reparar en su presencia y en las tres horas rituales que duraba la espera no les cedían el asiento ni un minuto. El ministro seguía sin recibirlos. Todos los días, tras esperar en aquella sala cuyos mínimos detalles conocían ya al dedillo, se abría la puerta semisecreta, entraba el ujier de las patillas y les tendía en una bandeja una nota apresurada en la que el ministro les notificaba que aquel día no les podía atender como habría sido su deseo. El desparpajo con que usaba aquí y allá expresiones y vocablos de germanía hacía a menudo ininteligible estas notas, lo que aún angustiaba más a los delegados, que se iban con la duda de si habían o no habían entendido bien las indicaciones del ministro, los cambios de cuyo humor trataban de vislumbrar en los más leves indicios.

En ocasiones y tras mucho vacilar y discutir entre ellos respondían a estas notas con otras. Para eso se habían hecho imprimir en un establecimiento especializado de la calle Mayor unos saludas en cuyo encabezamiento, por error o a sabiendas, salió impreso el escudo de Valencia en vez del de Barcelona, como ellos habían pedido. Corregirlo habría supuesto un mes de demora, por lo que hubieron de resignarse. En estos impresos escribieron: "Nos hacemos perfecto cargo de que V.E., cuya vida guarde Dios muchos años, anda en extremo ocupado, pero nos permitimos porfiar, con el debido respeto, habida cuenta de la trascendencia de la misión que nos ha sido encomendada", etcétera. A lo que respondía el ministro al día siguiente con expresiones como "ir con la hora pegada al culo" (por ir justo de tiempo), "ir de pijo sacado" (por estar abrumado de trabajo), "ir echando o cagando leches" (por ir a toda velocidad), "sanjoderse cayó en lunes" (con lo que se invita a tener paciencia), "bajarse las bragas a pedos" (de dudoso sentido), etcétera; y se despedía diciendo: "!hasta la siega del pepino¡", o cosa parecida. "Tal vez dispondría V.E. de más tiempo", acabaron por replicar los delegados, "si no malgastara V.E. tanto en hacer donaires". Por las noches escribían a sus familias, en Barcelona, cartas preñadas de desazón y añoranza. La tinta presentaba a veces borrones causados por alguna lágrima incontenible.