Santiago Belltall, cuyo nombre habría de quedar unido al de Onofre Bouvila para siempre, contaba cuarenta y tres años de edad la noche en que fue a verle. Aunque su atuendo era de calidad ínfima iba aseado, se había bañado y afeitado ese mismo día y alguien le había cortado el pelo con mejor intención que fortuna. Este acicalamiento subrayaba su aspecto de sablista; sólo los ojos coléricos en el rostro extenuado le salvaban del ridículo. Cuando el mayordomo le informó de que el señor no recibía a nadie si él mismo no había cursado la correspondiente invitación sacó del bolsillo una tarjeta amarillenta y arrugada y se la mostró al mayordomo. Me la dio el señor Bouvila en persona, dijo, yo creo que es como si fuera una invitación en regla. El mayordomo examinó la tarjeta con expresión de perplejidad. ¿Cuándo le dio el señor esta tarjeta?, preguntó. Hace catorce años, dijo Santiago Belltall impertérrito. Para ser una invitación se hace usted de rogar, comentó el mayordomo. ¿Cuál me ha dicho que es su nombre?
Santiago Belltall dio su nombre. Aunque no creo que el señor se acuerde de mí, agregó. El mayordomo se pasó la mano por la frente dubitativo; por fin decidió informar al señor de la presencia de aquel sujeto de apariencia indeseable: por más que temía importunar al señor, conocía bien su afición por los personajes estrambóticos. En este caso sus suposiciones se vieron confirmadas. Hazlo pasar, le dijo Onofre Bouvila.
Aunque la noche era tibia en la chimenea de la biblioteca ardían unos troncos. Santiago Belltall sintió que el calor le asfixiaba.
– No creo que me recuerde -repitió apenas fue conducido allí. En su tono había un deje de adulación: un hombre tan importante como usted no puede acordarse de alguien tan insignificante como yo, parecían dar a entender sus palabras y su actitud. Onofre Bouvila sonrió con desdén. Si tuviera tan mala memoria como usted y otros pazguatos me atribuyen no sería quien soy, dijo. Al decir esto levantó el puño de la mano derecha. Por un instante Santiago Belltall temió que fuera a propinarle un puñetazo, pero el gesto no era amenazador-. Nos conocimos hace catorce años -volvió a decir para fundamentar su conjetura.
– No catorce -dijo Bouvila-, sino quince. En mil novecientos doce en Bassora, usted se llama Santiago Belltall y es inventor, tiene una hija llamada María, una niña díscola.
¿Qué viene a venderme?
Santiago Belltall se quedó mudo: con tal displicencia su interlocutor se anticipaba a lo que iba a decir, dejaba sin sentido el discurso que había preparado y ensayado a solas varias horas. Enrojeció a pesar suyo. Veo que he cometido un error viniendo, murmuró más para sí que para ser oído.
Disculpe, dijo. La sonrisa sarcástica de Onofre Bouvila hizo que su inhibición se transformara en ira: se levantó de la butaca con celeridad y se dirigió a la puerta. Usted se lo pierde, dijo en voz alta.
– ¿Qué es eso que me pierdo? -preguntó Onofre Bouvila con serenidad sardónica. El inventor volvió sobre sus pasos y encaró al financiero poderoso: ahora se hablaban los dos de igual a igual. una verdadera maravilla, dijo. Onofre Bouvila abrió el puño que había mantenido cerrado hasta entonces. Los ojos del inventor quedaron prendidos de las facetas del "Regent", cuyos destellos moteaban la bata de seda adamascada que vestía aquél-. ¿Qué maravilla se puede comparar a ésta?
– susurró.
– Volar -respondió el inventor inmediatamente.
En la segunda década del siglo XX la aviación había alcanzado sin discusión lo que la prensa de entonces denominaba su "mayoría de edad"; entonces ya nadie dudaba de la primacía de estos aparatos, más pesados que el aire, sobre cualquier otra forma de transporte aéreo. Tampoco pasaba día sin que alguna proeza nueva jalonara el progreso en este campo. Algunos problemas quedaban sin embargo aún por resolver. Por extraño que parezca hoy día el menor de estos problemas era el de la seguridad de los vuelos: se producían pocos accidentes y de éstos un número reducidísimo era grave o mortal; además de esto, buena parte de estos accidentes no se podían atribuir a causas mecánicas en justicia sino generalmente al empeño pueril de los pilotos por demostrar la estabilidad de los aparatos y su propia pericia volando cabeza abajo o describiendo circunferencias y espirales, haciendo rizos, volatines y barriletes en el aire. La rapidez de reflejos y las condiciones atléticas que debían poseer los pilotos en aquella etapa primitiva de la aviación hacía que fueran necesariamente muy jóvenes (quince años era juzgada la edad idónea para efectuar vuelos de prueba), lo que redundaba en una cierta inconsciencia por su parte. Así, podemos leer en un diario barcelonés de 1925 lo que sigue: "Como sea que en París y en Londres los que cierta prensa sensacionalista apoda ases del aire rivalizan entre sí ejecutando esta suerte: la de hacer pasar los aparatos en vuelo rasante por debajo de los puentes del Sena y el Támesis respectivamente, con la consiguiente secuela de sustos y chapuzones, y como sea que Barcelona, por carecer de río carece también de puentes, nuestros pilotos, pese a la prohibición expresa del Excmo.
Ayuntamiento de la Ciudad Condal han inventado una pirueta similar a la antedicha y aún más arriesgada: la de colocar las alas del avión en la perpendicular del suelo y hacerlo pasar así, como quién enhebra una aguja, por entre las torres del templo expiatorio de la Sagrada Familia ". En estos casos, sigue refiriendo la crónica, solía verse aparecer en lo alto de estas torres un anciano de aspecto famélico y desaliñado que agitaba el puño como tratando ingenuamente de derribar de un sopapo el avión irreverente mientras cubría de denuestos al piloto. El protagonista de esta escena pintoresca (que había de inspirar años después una escena parecida, hoy ya clásica, de la película "King Kong") no era otro que Antoni Gaudí i Cornet, a la sazón en los últimos meses de su vida, y aquel enfrentamiento desigual tenía algo alegórico: al modernismo que el arquitecto celebérrimo representaba había sucedido en aquellas fechas un movimiento de signo radicalmente distinto en Cataluña denominado "noucentisme"; el primero de estos movimientos tenía los ojos puestos en el pasado, con preferencia en la Edad Media; el segundo, en el futuro; aquél era idealista y romántico; éste, materialista y escéptico. Los devotos del "noucentisme" hacían befa de Gaudí y de su obra, la escarnecían en caricaturas y artículos mordaces. El viejo genio sufría, pero no en silencio; con los años el carácter se le había agriado y enrarecido: ahora vivía solo en la cripta de la Sagrada Familia, convertida provisionalmente en taller, rodeado de estatuas colosales, florones de piedra y ornamentos que no podían ser colocados en su lugar correspondiente por falta de fondos. Allí dormía sin quitarse la ropa de diario, que luego llevaba hecha un guiñapo; respiraba aquel aire impregnado de cemento y yeso. Por las mañanas hacía gimnasia sueca; luego oía misa y comulgaba, desayunaba un puñado de avellanas, un manojo de alfalfa o unas bayas y se sumergía en aquella obra anacrónica e imposible. Cuando veía que alguien acudía a visitarla, si veía acercarse a un grupo de curiosos saltaba del andamio con agilidad impropia de sus años y corría a su encuentro sombrero en mano: pedía limosna como un pordiosero para poder continuar la obra siquiera unos días más. En este sueño quemaba sus últimos días. Por una peseta arrojaba al aire una de aquellas avellanas que constituían su sustento principal y la recogía en la boca, dando un salto prodigioso hacia atrás, con la espalda arqueada y las rodillas flexionadas. Su rostro se transfiguraba, su entusiasmo era contagioso. A veces tenían que sacarlo de un charco de argamasa fresca. en privado, entre amigos, no podía disimular su descorazonamiento. El progreso y yo estamos en guerra, les decía, y mucho me temo que soy yo el que la va a perder.
Finalmente fue atropellado por un tranvía eléctrico en el cruce de la calle Bailén con la Gran Vía. De resultas de este accidente absurdo falleció en el hospital de la Santa Cruz.