Otro de los problemas que preocupaban a los ingenieros aeronáuticos era lo que luego se conoció como autonomía de vuelo. ¿De qué sirve volar si volando no se llega a ninguna parte?, se decían. Para solventar este problema se dotaba a los aviones de unos depósitos de combustible tan grandes que su peso lastraba los aparatos, no les permitía despegar; esto a su vez se compensaba aligerando el fuselaje: al final los pilotos volaban literalmente sentados en depósitos de material altamente inflamable. Ahora ya no temían los coscorrones y las fracturas, sino las quemaduras dolorosísimas e irreversibles.
También mejoraba a pasos agigantados la calidad del combustible: se refinaba la gasolina y se hacían mezclas que aumentaban su rendimiento. Estos experimentos no eran estériles: el 27 de mayo de 1927 Charles Lindbergh, un aviador norteamericano, hizo en solitario y sin escalas el vuelo Nueva York-París. Las posibilidades que abría esta hazaña eran ilimitadas. Poco después, el 9 de mayo de 1928, una mujer, lady Bailey, salió de Croydon, en Inglaterra, al volante de una avioneta Havilland Moth provista de un motor de 100 caballos; pasando por París, Nápoles, Malta, El Cairo, Kartum, Tabora, Livingstone y Bloemfontein, llegó a El Cabo el 30 de abril; allí descansó unos días y el 12 de mayo inició el regreso; después de tocar Bandundo, Niamey, Gao, Dakar, Casablanca, Málaga, Barcelona y otra vez París, aterrizó en Croydon, de donde había partido ocho meses antes, el 10 de enero de 1929. Tampoco en España la industria aeronáutica había quedado a la zaga: la guerra de Marruecos había impulsado su desarrollo como había hecho antes la Gran Guerra con el de la industria aeronáutica de los países beligerantes.
En 1926 Franco, Ruiz de Alda, Durán y Rada a bordo del "Plus Ultra" cubrieron el trayecto de Palos de Moguer a Buenos Aires entre el 22 de enero y el 10 de febrero; ese mismo año Lóriga y Gallarza volaban de Madrid a Manila en un sesquiplano entre el 5 de abril y el 13 de mayo, y la patrulla "Atlántida", mandada por Llorente, iba y volvía de Melilla a la Guinea Española en quince días, del 10 de diciembre al 25 del mismo mes. Cada viaje era un paso de gigante hacia un mañana preñado de promesas, pero a cada paso surgían también problemas nuevos: las brújulas enloquecían al cambiar de hemisferio sin transición, la cartografía tradicional no respondía a las necesidades de la navegación aérea; había que perfeccionar continuamente altímetros, catetómetros, barómetros, anemómetros, radiogoniómetros, etcétera; había que adaptar no sólo el instrumental, sino la vestimenta, la alimentación y otras muchas cosas a las circunstancias nuevas. También era preciso ahora poder pronosticar con exactitud las variaciones atmosféricas: un vendaval o una tolvanera podían ser fatales para un avión y sus tripulantes. Si un tren o un automóvil eran sorprendidos por estos accidentes meteorológicos podían detener su marcha, un barco podía capear el temporal, pero un avión en pleno vuelo, a centenares de leguas del aeródromo más cercano y con un volumen de combustible limitado, ¿qué podía hacer frente a una emergencia de este tipo? Igualmente, ¿qué ocurría si el motor sufría una avería en pleno trayecto? Los científicos se devanaban los sesos tratando de contrarrestar lo imponderable. Estudiaban con interés renovado la anatomía de algunos insectos voladores, cuya habilidad para posarse sin mayor complicación en la superficie mínima de un pistilo envidiaban: un avión en cambio necesitaba una superficie larga, horizontal y lisa para poder aterrizar sin estrellarse.
Esto se debía a que el aterrizaje no podía hacerse a una velocidad inferior a los 100 kilómetros por hora: en estos aviones la traslación y la sustentación no eran dos cosas independientes.
Onofre Bouvila acabó de escuchar distraídamente las explicaciones del inventor; luego pulsó el timbre. Cuando el mayordomo se personó en la biblioteca le dijo que añadiese unos troncos a los que ardían en la chimenea. Con idéntico ensimismamiento seguía los movimientos del mayordomo.
– Veo que mi propuesta no le ha convencido enteramente -dijo Santiago Belltall una vez el mayordomo volvió a dejarlos solos. Este comentario trivial pareció sacar bruscamente a Onofre Bouvila de su abstracción. Miró al inventor como si lo viera por primera vez.
– Simplemente no me interesa -dijo fríamente; su soliloquio interior le había llevado muy lejos; ahora sólo deseaba desembarazarse de la presencia del inventor-; no digo que la idea no sea interesante -añadió al leer el desconcierto en el rostro de aquéclass="underline" su aparente atención inicial le había hecho concebir expectativas falsas-; es posible incluso que en un futuro yo mismo… -agregó mecánicamente, sin molestarse siquiera en terminar la frase.
Durante las semanas que siguieron a esta entrevista tuvo noticias de Santiago Belltall en varias ocasiones. El inventor había ofrecido su proyecto a otras personas; también había acudido a empresas y entidades estatales. En ninguna parte obtuvo más que palabras de aliento y promesas inconcretas.
Estudiaremos el asunto con el interés que sin duda merece, le decían. Por medio de sus hombres supo que los dos Belltall, el padre y la hija, vivían realquilados en un piso de la calle Sepúlveda. De ambos se decía en el vecindario que no estaban en sus cabales, que no servían para nada y que no tenían un real. Sabiendo que algo sucedería más tarde o más temprano decidió esperar. Finalmente el mayordomo le anunció una visita una tarde plomiza; a lo lejos retumbaba el eco de los truenos.
Es una señorita y dice que desea hablar con el señor en privado, dijo el mayordomo en tono neutro. Este tono no impidió que un escalofrío le recorriera el espinazo. Hazla pasar y dispón que nadie me moleste, dijo volviendo la espalda a la puerta, como si quisiera ocultar su turbación. Espera, añadió cuando el mayordomo se retiraba a cumplir sus instrucciones, dile también al chófer que no se acueste hasta que yo no se lo autorice y que me tenga listo un coche por si lo necesito a cualquier hora. Viendo que no iban a serle dadas más órdenes el mayordomo salió de la biblioteca, cerró la puerta a sus espaldas y se dirigió al vestíbulo.
– Sírvase acompañarme -dijo allí-, el señor la recibirá ahora mismo.
Tampoco ella pudo evitar un estremecimiento. Ya sé lo que va a pasar, pensó mientras seguía al mayordomo; quiera Dios que no pase nada más.
Él la reconoció en el momento mismo en que la vio entrar en la biblioteca precedida del mayordomo, la recordó con una precisión alarmante, como si por virtud de su presencia los años que separaban aquel primer encuentro fugacísimo y este reencuentro de hoy aquí se hubieran comprimido telescópicamente, como si hubieran transcurrido solamente unos minutos, los instantes necesarios para que haya habido ahora esta noción retroactiva de ausencia dolorosa, apenas algo más que un sueño ligero, lo que en este momento parece haber sido ahora mi vida entera, pensó. Ella dijo: Soy María Belltall.
– Sé muy bien quién es usted -dijo él-. Hace calor en esta habitación -añadió para combatir el silencio-, siempre tengo la chimenea encendida; estuve enfermo hace unos meses y los médicos me obligan a cuidarme excesivamente. Siéntese y dígame a qué se debe su visita.
Ella eligió una silla tras una vacilación breve: como llevaba una falda muy corta la postura que habría tenido que adoptar en uno de los butacones de la biblioteca habría sido forzada y hasta ridícula. Por esas fechas el ruedo de la falda, que se había despegado del empeine del zapato en 1916 para ir ascendiendo por la pantorrilla con la constancia de un caracol, llegaba a la rodilla; ahí había de quedar estacionado hasta la década de los sesenta. Esta disminución de la longitud de la falda había producido un cierto pánico en la industria textil, la espina dorsal de Cataluña. Los temores sin embargo resultaron infundados: si ahora los vestidos requerían menos tela para su confección, el guardarropa femenino se había ampliado desmesuradamente de resultas de la creciente participación de la mujer en la vida pública, en el trabajo, en el deporte, etcétera. Todo en la moda había cambiado: los bolsos, los guantes, el calzado, los sombreros, las medias y el peinado. Las joyas se llevaban poco, los abanicos habían sido proscritos momentáneamente. Cuando ella cruzó las piernas él no pudo dejar de reparar en las medias de gasa transparente ni de interrogarse sobre el significado de aquel gesto.
– No crea usted -empezó diciendo María Belltall- que ando siguiendo los pasos a mi padre; no formamos un tándem, como se suele decir de las personas que actúan de este modo. Sé que él vino a verle, sencillamente, supongo que a ofrecerle su último invento. Yo sólo vengo a decirle esto: que mi padre no es un estafador ni un charlatán ni un botarate como su apariencia pudiera haberle inducido a pensar. En realidad es un científico auténtico, con una formación autodidacta pero sólida y verdadera, un trabajador infatigable y honrado y un hombre de talento. Sus inventos no son fantasías ni exageraciones. Ya sé que una cosa es decir esto y otra cosa demostrarlo; tampoco lo que digo le parecerá de fiar viniendo de mí, que soy su hija. En realidad estoy aquí contra toda lógica, sencillamente porque las cosas no nos van bien; nunca nos han ido bien, pero en los últimos tiempos nuestra situación es casi desesperada. No tenemos con qué pagar el alojamiento ni la comida, con qué subsistir, sencillamente. No voy a disimular: he venido a suplicarle. Mi padre se está haciendo mayor; en realidad no es esto lo que me preocupa: yo puedo trabajar, de hecho he trabajado a veces; puedo procurar el sustento de ambos. Pero creo que ya es hora de que él tenga una oportunidad en la vida, de que no tenga que afrontar la vejez sabiendo que su vida ha sido inútil. No me mire con sarcasmo: sé de sobra que éste es el destino de todos, pero ¿no me permitirá que me rebele en nombre de mi padre? -al decir esto se levantó de la silla y dio unos paseos cortos por la alfombra; desde la butaca él veía arder los troncos en la chimenea a través de sus pantorrillas. Por fin se sentó y siguió hablando en tono más pausado-. He acudido a usted porque sé que es la única persona que en estos momentos puede sacar a mi padre del hoyo en que está metido desde hace demasiado tiempo. No digo esto con ánimo de adularle:
sencillamente, sé que no rehuye usted los riesgos; el hecho de que hace unos años usted mismo le diera su tarjeta demuestra lo que digo: que no le retrae lo desconocido ni lo nuevo.
Desde aquel día -agregó enrojeciendo ligeramente- he recordado siempre su gesto. En realidad no le estoy pidiendo nada: sólo que reconsidere su decisión. No rechace de entrada lo que mi padre pueda haberle ofrecido: tómelo en consideración, haga que algún experto examine los planos, consulte con varios técnicos en la materia, pídales un dictamen pericial; que ellos digan si la cosa merece la pena o no.