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y en el mayor de los secretos. Unos individuos de catadura torva rondaban a todas horas por las inmediaciones del pabellón; su función consistía en impedir que nadie se acercase al pabellón; con su aspecto amenazador alejaban a los curiosos y disuadían a los propios supervisores de la Exposición de cumplir su cometido. Estos datos sin embargo escapaban al marqués de Ut, que los ignoraba o los conocía pero no los relacionaba con Onofre Bouvila ni con su visita a la Exposición. Ahora él meditaba estas cosas escondido detrás de una encina. Sí, todo ha de salir como he dispuesto que salga, se decía; es imposible que un fallo eche a perder mis planes perfectos: es demasiado bella y yo demasiado listo y poderoso, todo ha de salir bien por fuerza. ¡Ay, y con qué gracia se mueve, qué arrogancia espontánea! De sobra se ve que ha nacido para ser una reina. Sí, sí, todo saldrá a pedir de boca, no puede ser de otro modo. Mientras decía esto miraba supersticiosamente al cielo: a pesar de su optimismo creía ver en aquella bóveda azul que no manchaba ni una nube un comentario sarcástico a la insensatez de sus expectativas.

En efecto, todo parecía destinado a tener un mal fin. En enero de 1929 el déficit ocasionado por la Exposición Universal de Barcelona ascendía a 140.000.000 de pesetas; el barón de Viver veía abrirse un abismo insondable ante sus pies. Esta situación exigía una solución desesperada, exclamó.

Había rociado de gasolina su despacho y se disponía a encender una cerilla cuando se abrieron las puertas de par en par e irrumpieron allí santa Eulalia, santa Inés, santa Margarita y santa Catalina. Esta vez las cuatro habían salido de un retablo románico que aún puede verse en el museo diocesano de Solsona; las cuatro habían muerto de modo violento y sabían de estas cosas: arrebataron al alcalde atribulado las cerillas y le obligaron a entrar en razón. Santa Inés iba acompañada de un cordero y santa Margarita de un dragón portátil. Le quitaron de la cabeza las ideas absurdas que había estado alimentando en su desazón: además del suicidio había contemplado la posibilidad de promover una revuelta popular sin parar mientes en que ambas cosas eran incompatibles. Primo de Rivera tiene los días contados, le dijeron. Este boato era el último estertor de la fiera, le hicieron ver. Le recordaron la fábula del sapo que se hinchó hasta reventar. Por lo demás, las revueltas populares tienen esto: que se sabe cómo empiezan, pero no cómo acaban, dijo santa Margarita, cuya fiesta se celebra el 20 de julio. Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo, dijo santa Inés, cuya fiesta se celebra el 21 de enero. El alcalde les prometió esperar y no cometer más desatinos. Esta actitud era la más indicada en ese momento: ya nadie creía en el estado corporativo que había querido implantar el dictador, ni quería la dictadura, que amenazaba con engendrar el caos, con desembocar en una revolución. Las obras públicas habían acabado provocando una inflación insostenible y la peseta se devaluaba sin cesar. Sólo la inexistencia de un general con ambición impedía que se produjera un pronunciamiento. Además de esto, el 6 de febrero, cuando faltaban tres meses para que la Exposición Universal abriera sus puertas, la reina María Cristina murió de una angina de pecho. Era ella la que había inaugurado, siendo Regente, la Exposición del 88, que ahora todos recordaban con nostalgia; su muerte fue considerada un mal presagio. También se decía en Madrid que la reina había aconsejado a su hijo en el lecho de muerte que se desembarazara pronto de Primo de Rivera. Esto no podía menos que impresionar al monarca. En este ambiente enrarecido llegó la fecha de la inauguración.

3

– Debería usted irse a dormir, padre. Mañana nos espera un día agitadísimo: necesitará usted todas sus energías -dijo María Belltall.

El inventor se levantó de la butaca. Allí había estado fumando en pipa después de cenar. En lugar de dirigirse al dormitorio, como su hija le sugería que hiciera, se encaminaba a la puerta. Padre, ¿a dónde va?, le preguntó. Sin responder Santiago Belltall salió del pabellón de caza. Aunque era lógico que se mostrase abstraído esa noche precisamente decidió acompañarle: a lo largo de muchos años había adquirido la costumbre de no perderlo de vista. Antes de salir fue a buscar un chal con que protegerse del relente. En el jardín el viento racheado traía aires de lluvia. Eso no, pensó, cualquier cosa menos lluvia. Lo vio caminar maquinalmente hacia la carpa; todas las noches había hecho ese mismo camino, nunca se había ido a dormir sin haber visitado la carpa antes.

Luego había que insistirle para que regresara al pabellón de caza, reprenderle para que no se pasara allí la noche en blanco. En esta ocasión, sin embargo, la visita era puramente simbólica, porque las máquinas y el combustible habían sido trasladados ya al pabellón de Montjuich y el aparato reconstruido allí en su totalidad. El hombre que por inercia o por exceso de precaución seguía montando guardia en la boca de la carpa le saludó afablemente al verlo aparecer: Buenas noches, profesor Santiago. El inventor le devolvió el saludo sin percatarse de lo que hacía. El guardia añadió: Mañana es el gran día, ¿eh, profesor? Al oír esto el inventor sacudió la cabeza, ¿cómo dice?, preguntó. El guardia apoyó la culata del mosquetón en el césped y sonrió: El gran día, repitió con entusiasmo. Quiera Dios que todo salga bien, agregó a media voz. El inventor asintió con la cabeza. Qué curioso, pensó mientras entraba en la carpa, todos están excitados en vísperas del acontecimiento, todos se sienten partícipes, incluso ese matón, cuya participación no podría haber sido menos científica, más ajena al sentido mismo de nuestra empresa; con todo, ahora se diría que su felicidad depende del éxito de la empresa. Por su parte el guardia pensaba: Tiene un carácter difícil, pero no hay duda de que es un sabio auténtico; es natural que esta noche esté abrumado por las preocupaciones; y su hija, ¡qué buena está! Dentro de la carpa sólo quedaban residuos, herramientas desperdigadas aquí y allá, restos del maderamen utilizado en el embalaje, cajas vacías y el sobrante de las noventa y dos toneladas de virutas con que habían sido protegidas de los golpes las piezas delicadísimas. El aspecto de desolación que inspiraba aquel desorden, aquel espacio enorme vacío no podía ser más deprimente. Y yo, en cambio, que he logrado realizar el sueño de mi vida, no siento más que nostalgia y desazón, pensó Santiago Belltall. El vacío que le rodeaba en la carpa le parecía el trasunto exacto de su estado de ánimo. En cambio los años interminables de lucha se le antojaban ahora años felices: entonces vivía de ilusiones, pensó un instante. Luego comprendió que esta idea no podía ser más falsa. A esas ilusiones he sacrificado mi vida entera, se dijo. Y se preguntaba si en realidad ese sacrificio había valido la pena.

La voz del guardia interrumpió esta reflexión. Buenas noches, señorita, le oyó decir. Es María, que viene a buscarme, pensó.

Ella ha sido la víctima principal de mi locura, siempre he antepuesto mis delirios de grandeza a su bienestar; en vez de darle lo que ella tenía derecho a esperar de mí ha sido ella quien ha tenido que prodigarme sus cuidados. Por mi culpa su vida ha sido una renuncia continua y una humillación sin fin.

De soslayo percibió la sombra de su hija a la luz mortecina de las lámparas de petróleo que alumbraban el interior de la carpa. Incluso ahora, en este mismo momento está aquí por mí, ha venido a buscarme porque cree que debo descansar, pensó.

Quizá ésta sea la ocasión adecuada para decirle estas cosas; con eso no arreglaremos nada, ni repararé el mal que le he hecho ni recuperaremos el tiempo perdido, pero tal vez le sirva de consuelo el saber que su miseria no me ha pasado desapercibida.

– Padre, debería usted irse a dormir. Es tarde y aquí ya no podemos hacer nada -dijo María Belltall-. Vea, todo está en Montjuich. Hasta los ingenieros se han ido. Todos están de vuelta en sus casas.

Lo que ella decía era cierto: a medida que concluía su trabajo los obreros y los técnicos iban siendo licenciados; a los expertos en aerodinámica moderna Onofre Bouvila los enviaba de nuevo a sus lugares de origen con la promesa de una gratificación cuantiosa si guardaban el secreto de lo que habían hecho allí y de lo que habían visto hacer a otros.

Ahora sólo quedaban adscritos al proyecto Santiago Belltall y un ingeniero militar prusiano, un experto en balística con quien Onofre Bouvila había tenido trato frecuente durante la Gran Guerra y cuya presencia resultaba imprescindible para poder llevar a cabo el proyecto.

– Hija, hay una cosa que querría decirte -dijo Santiago Belltall.