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En el rostro del asistente se pintó el estupor.

– ¿Una diligencia?, ¿qué diligencia, mi general?

– Ajá, ya te decía yo… -exclamó el dictador. Un frenazo estuvo a punto de dar con él en la alfombrilla del automóvil-.

Hola, ¿qué ocurre? -miró por la ventanilla y la vio cubierta de rostros sonrientes-. Va, ya hemos llegado. Gracias a Dios Su Majestad aún está en camino. Venga, bájate ya, ¿a qué esperas? -increpó a su asistente.

Al apearse del automóvil fue recibido con reverencias y aplausos. Sonaban cornetas y tambores. Perdido entra la masa de personalidades que se arremolinaban a su alrededor, empinándose y estirando el cuello, el barón de Viver clavaba los ojos enrojecidos por la vigilia y la ira en su enemigo mortal. Tiene mal aspecto, observó, yo juraría que está enfermo. Esta idea hizo que se disolviera al instante toda su animadversión hacia el dictador. En aquel mismo momento retumbó un cañonazo. A este cañonazo siguió otro y otro y otro, hasta completar las salvas de rigor. De este modo las baterías del castillo saludaban la presencia del rey en Montjuich. El barón de Viver se vio arrastrado por la masa hacia el Palacio Nacional, en cuyo salón de fiestas había de celebrarse la ceremonia inaugural. Una muchedumbre incontable llenaba el recinto. Desde el palacio se podía ver aquel mar de cabezas que lo inundaba todo. Acabado el acto los reyes se asomaron al balcón y la muchedumbre los vitoreó un buen rato.

Algunos, creyéndose amparados por el anonimato que les confería el número, abucheaban a Primo de Rivera. El marqués de Ut, previendo por estos síntomas la caída inminente de su protector, había conseguido colocarse junto al rey, cuyo favor pretendía granjearse de nuevo. Con un gesto teatral barrió el panorama magnífico que se ofrecía a los ojos de los ocupantes del balcón.

– Mirad, Majestad, lo que puede ofreceros Cataluña: sus hombres, su ingenio y su trabajo -dijo con voz engolada.

– Y sus bombas -respondió el rey, que acababa de recordar a Mateo Morral. El marqués quiso responder a esto, pero no acertó a encontrar palabras. Por lo demás, un fenómeno inesperado acaparaba en aquel momento la atención del monarca y de todos los presentes. A la derecha del balcón, al fondo de la plaza del Universo, junto a la avenida de Rius y Taulet, había un pabellón de forma circular que recordaba extrañamente la carpa de un circo. A diferencia de los demás pabellones sobre éste no ondeaba bandera insignia alguna. Este detalle y las peculiaridades que habían rodeado su instalación habían pasado desapercibidos hasta entonces. Ahora procedía de allí un ronroneo persistente, un ruido como de motor de avión que iba en aumento. Pronto este ruido se convirtió en un fragor, acalló los murmullos de la muchedumbre. Los responsables del certamen no sabían a qué atenerse: eran tantos que ninguno sabía cuáles eran sus funciones y mucho menos cuál era el ámbito de su responsabilidad. Entre sí se interrogaban nerviosamente con la mirada y los más procuraban escurrir el bulto. Por fin, en vista de que el estruendo no cesaba y de que nadie tomaba ninguna disposición al respecto, el propio Primo de Rivera empezó a impartir órdenes perentorias a los militares que le rodeaban; éstos, a su vez, las transmitían a los oficiales de sus respectivas unidades. Al cabo de un rato salieron hacia el pabellón las fuerzas siguientes: un destacamento de la Guardia Urbana al mando del teniente don Alvaro Planas Gasulla, un pelotón del regimiento de infantería de Badajoz al mando del capitán don Agustín Merino del Cordoncillo, una compañía de la Guardia Civil al mando del capitán don Angel del Olmo Méndez, un escuadrón de caballería de las fuerzas de seguridad al mando del capitán don Antonio Juliá Cubells, una compañía de servicios locales de seguridad al mando del teniente don José María Perales Faura, un escuadrón del regimiento de caballería de Montesa al mando del comandante don Manuel Jiménez Santamaría, un destacamento de mozos de escuadra al mando del sargento don Tomás Piñol i Mallofré y un número indeterminado de policías de paisano. En total eran más de dos mil hombres los que ahora trataban de abrirse paso a través de la muchedumbre, entre la cual empezaba a cundir el pánico; muchos recordaban los atentados sangrientos de los años precedentes, las bombas de la procesión del Corpus, creían encontrarse en circunstancias similares y trataban de ponerse a salvo por todos los medios.

En algunos puntos se producían avalanchas, más peligrosas que las propias bombas. Por alguna razón inexplicable sonó un disparo al que siguió el griterío infernal que suele preceder los desastres célebres. En los balcones del Palacio Nacional, donde se agolpaban las autoridades, todos los ojos permanecían prendidos de aquel pabellón, cuyas paredes habían empezado a vibrar como si todo el edificio fuese en realidad un artefacto explosivo de gran tamaño. Las tropas que avanzaban hacia allí veían la marcha imposibilitada por la muchedumbre que se movía en dirección opuesta a la que llevaban los policías, los guardias y los soldados tratando de alejarse frenéticamente del pabellón. ¡Qué escándalo!, exclamaban al unísono los responsables del certamen, ¡y qué descrédito para la ciudad!

En su fuero interno imaginaban ya lo que dirían los periódicos del mundo entero a la mañana siguiente, o incluso ese mismo día, en una edición extra: "Barcelona se vistió de luto", leían con los ojos de la fantasía. Y más abajo: "La tragedia fue debida a un fallo en las medidas de seguridad: este fallo es atribuible a don…", y ahí leía cada cual su nombre en letras de molde. Pero los acontecimientos se precipitaban y no les permitían entretenerse en estas consideraciones: ahora el techo del pabellón, accionado por un mecanismo hidráulico, se abría como si estuviera formado por dos puertas correderas cuyos bordes encajaban en sendas muescas practicadas en las paredes laterales del pabellón. De aquella abertura salía un vendaval caliente que formaba una columna visible en el aire por la reverberación; esta columna ascendía hasta donde alcanzaba la vista. Por fin las dos mitades del techo quedaron subsumidas completamente en las paredes y el pabellón quedó así transformado en un cilindro abierto por uno de sus extremos, lo que le daba aspecto de bombarda. Ya nadie dudaba de que de allí saldría en cualquier momento una máquina nunca vista. Esta máquina empezó a salir efectivamente al cabo de unos segundos; pronto estuvo enteramente fuera del pabellón, sustentándose por sí sola en el espacio, como si fuera un planeta. Ahora podía ser vista desde todos los puntos del recinto y aun más allá. La muchedumbre, que había enmudecido después del pánico, prorrumpió luego en exclamaciones de asombro y maravilla. No era para menos: la máquina tenía forma ovalada; su longitud debía de ser de unos diez metros y su anchura máxima, de cuatro. Estas dimensiones fueron calculadas allí mismo, a ojo, y aún hoy son objeto de controversia: en realidad nunca pudieron ser verificadas, porque ni la máquina ni los planos sobre los que había sido construida volvieron a ser vistos por nadie. La mitad trasera de la máquina era de metal liso, brillante; la delantera, de vidrio, protegida por unas nervaduras de acero o madera flexible. Ambas mitades venían unidas aparentemente por un fleje de medio metro de anchura, como los usados en la fabricación de barriles. En este fleje había varios centenares de bombillas encendidas que envolvían la máquina de un halo de luz. Era evidente que la mitad posterior de aquélla contenía el motor que la impulsaba y sostenía y que la otra mitad estaba destinada a los pasajeros, cuyas siluetas podían distinguirse confusamente entre la nube de polvo que acompañaba a la máquina en su ascensión. La muchedumbre estaba encandilada a la vista de este ingenio portentoso y hasta Su Majestad el rey, abandonando la actitud de desdén y somnolencia que había adoptado ese día, emitió un silbido de admiración y murmuró por lo bajo: ¡Pardiez! Todos se preguntaban qué sería aquello y algunos no reprimían su inventiva a la hora de buscar respuesta a esta pregunta. No hay duda, se decían; son los marcianos, que han elegido precisamente Barcelona para mostrar al mundo los adelantos de su técnica sin par. Esta elección de fijo haría rechinar los dientes de París, Berlín, Nueva York y otras ciudades presuntuosas, pensaban con alegría maliciosa.

En esos años la existencia de seres de otros planetas no era puesta en entredicho por nadie. Al respecto circulaban las fabulaciones más inusitadas, a las que los científicos no parecían interesados en poner coto. Estos seres o extraterrestres, como había de denominárseles luego, cuya versión gráfica parecía haber sido confiada en exclusiva a los ilustradores de historietas, eran representados invariablemente con cuerpo de hombre y cara de pez. Las más de las veces iban desnudos, lo que no atentaba contra el pudor, pues no se distinguían en ellos órganos reproductivos y su epidermis, para postre, era escamosa; si vestían algo, era jubón y calzas. El detalle de la nariz en forma de trompetilla no fue incorporado a la iconografía al uso hasta la década de los cuarenta, cuando el cinematógrafo, aliado con el microscopio, permitió mostrar imágenes ampliadas de mosquitos y otros insectos. Respecto de los visitantes de otros mundos, a quienes el vulgo llamaba entonces genéricamente "marcianos", se daba por sentado que su inteligencia era muy superior a la de los terrícolas; sus intenciones se presuponían pacíficas y su carácter, más bien pánfilo. Todas estas conjeturas sin embargo duraron un minuto escaso, porque la máquina, después de haberse elevado por encima de las cúpulas del Palacio Nacional, describió un semicírculo y empezó a descender lentamente sobre el estanque de la fuente mágica. Entonces se vio que quienes tripulaban la máquina eran personas de carne y hueso y aquélla una variante de lo que a la sazón se conocía por helicoplano, ortóptero, ornitóptero o helicóptero, esto es, aviones de despegue y aterrizaje vertical. Con ellos se había venido experimentando en los últimos años, bien que con resultados poco alentadores hasta el momento. El ah de abril de 1924 el marqués de Pescara había conseguido despegar y aterrizar verticalmente en Issy-lesMoulineaux, pero la distancia recorrida había sido escasa: tan sólo 136 metros.

Por su parte, el ingeniero español Juan de la Cierva había inventado el año anterior, es decir en 1923, un aparato menos ambicioso, pero más eficaz. Fue denominado autogiro y era un avión convencional en todo (alas, cola, alerones y fuselaje general) al que había sido agregada una hélice libre de varias palas; esta hélice giraba en torno a un eje colocado en la parte superior del avión y era movida por el viento que desplazaba el avión en vuelo; luego, cuando el avión paraba el motor y caía a plomo, la masa de aire desplazada ahora por la caída engendraba además una turbulencia que hacía girar con mayor fuerza las aspas de esta hélice libre; al girar éstas frenaban la velocidad de descenso del aparato. Una vez resueltos algunos problemas adicionales, como el del rozamiento, el de la estabilidad y otros, el autogiro resultó un invento seguro y viable: en la década de los treinta hacía periódicamente el vuelo Madrid-Lisboa sin escalas. Pero de eso al despegue vertical y a la posibilidad de inmovilizar el aparato en el aire mediaba un abismo. Este abismo había sido salvado sin dificultad por la máquina que ahora sobrevolaba el recinto de la Exposición Universal. Esta máquina subía y bajaba a voluntad de su tripulante, se quedaba suspendida a cualquier altura como si se tratara de una lámpara de techo y se desplazaba horizontalmente sin traquetear ni zarandearse.