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Esto era un prodigio, pero más todavía el que efectuara estas maniobras y otras más sin hélices que la propulsaran.

4

En los baldíos contiguos al recinto de la Exposición había crecido una población entera de barracas; en este villorrio malvivían millares de inmigrantes. Nadie sabía quién había dispuesto las barracas de tal modo que formaran calles ni quién había alineado estas calles para que se cruzaran perpendicularmente entre sí. A la puerta de algunas barracas había unos cajones de madera en cuyo interior se criaban conejos o pollos; la tapa de los cajones había sido reemplazada por un trozo de tela metálica; así se podían ver los animales hacinados. A la puerta de otras barracas dormitaban perros famélicos de mirada turbia. Ante una de estas puertas se detuvo el automóvil y de él se apearon Onofre Bouvila y María Belltall. El perro emitió un gruñido cuando pasaron por su lado y siguió durmiendo. Desde el interior de la barraca, avisada de su presencia por el ruido del automóvil, una mujer desgreñada, cubierta de harapos, separó la cortina de arpillera que colgaba del dintel de la barraca.

Ésta eran sólo cuatro paneles de madera claveteada, plantados en la tierra; un techo de cañas y palmas secas dejaba colar la luz del alba por sus intersticios. Cuando ambos hubieron entrado la mujer desgreñada dejó caer nuevamente la cortina.

Luego se quedó mirando a Onofre Bouvila con expresión idiotizada. Se notaba que acababa de despertar de un sueño tranquilo. ¿Y tu marido?, dijo él, ¿por qué no está aquí? La mujer puso los brazos en jarras y echó la cabeza hacia atrás, pero no había agresividad ni desplante en esta pose. Se fue ayer por la tarde y aún no ha vuelto, respondió; parecía que iba a soltar una carcajada desdeñosa. El dinero que tú le das se lo gasta en aguardiente y putarrancas, añadió mirando de reojo a María Belltall. Eso es asunto suyo, dijo Onofre Bouvila sin reparar en esta mirada; yo no tengo por qué administrarle la paga. La cortina de arpillera se movió cuando el perro entró en la barraca. Con el hocico húmedo husmeaba las pantorrillas de María Belltall y de cuando en cuando estornudaba ruidosamente. Bueno, ¿a qué estamos esperando?, dijo él dirigiéndose sin motivo a María Belltall, cuya mano seguía reteniendo entre las suyas. La mujer se puso de rodillas; con el canto de las manos removió la tierra del suelo hasta dejar al descubierto una trampilla. Azuzó al perro, que ahora olisqueaba la trampilla, y la levantó tironeando de una argolla. Del agujero que dejó expedito partían unos peldaños labrados en la tierra misma. Onofre Bouvila sacó del bolsillo unas monedas y se las tendió a la mujer. Escóndelas donde tu marido no las encuentre, le aconsejó. La mujer sonrió con media boca: ¿Y dónde es eso?, preguntó abarcando con la mirada el cubículo en que se hallaban. Él ya no prestaba atención a sus palabras: había empezado a bajar aquella escalera llevando a rastras a María Belltall. Con una linterna sorda alumbraba el pasadizo por el que anduvieron un centenar de metros hasta topar con una escalera análoga a la anterior. Al final de esta escalera había también una trampilla que se abrió cuando él dio tres golpes en ella con el mango de la linterna. Ahora estaban dentro del pabellón. Era una construcción de hormigón armado igual en todo a la carpa en que habían estado trabajando hasta unos días antes, la carpa que aún se levantaba, vacía, en el jardín de la mansión. A diferencia de aquélla sin embargo el pabellón carecía de puertas o ventanas: sólo se podía entrar y salir de allí por la trampilla. El hombre que la había abierto era de avanzada edad y tez sonrosada; sobre el traje de calle llevaba una bata blanca de cirujano. Al ver a Onofre Bouvila frunció el ceño y señaló con el dedo índice el reloj de pulsera, como diciendo: ¿éstas son horas? Onofre Bouvila lo había conocido en los años de la Gran Guerra; entonces era un ingeniero militar de prestigio, un experto en balística. La derrota de los imperios centrales le había dejado sin trabajo; durante diez años había sobrevivido dando clases de física y geometría en Tubinga, en un colegio de los hermanos Maristas.

Allí había recibido a principios de 1928 una carta de Onofre Bouvila en la que éste le invitaba a trasladarse a Barcelona "para participar en un proyecto relacionado con su especialidad". En un banco de Tubinga le proporcionarían el dinero necesario para sufragar los gastos del viaje. "Lamento no poder ser más específico debido a la naturaleza misma del proyecto y a otras razones de peso", concluía diciendo la carta en cuestión. Este lenguaje recordó al ingeniero prusiano los buenos tiempos. Tomó el tren en Tubinga y llegó a Barcelona al cabo de cuatro días y cinco noches de viaje ininterrumpido. A lo largo del trayecto se había ido exacerbando su mal humor habitual. Cuando Onofre Bouvila le expuso al fin el asunto, le mostró los planos y le anunció lo que esperaba de él arrojó sus propias gafas al suelo de la biblioteca, donde tenía lugar la entrevista, y las pisoteó. El proyecto es estúpido, dijo, el que lo ha concebido es un estúpido y usted más estúpido aún; usted es realmente el hombre más estúpido que he conocido. Onofre Bouvila sonrió y dejó que se desahogara. Sabía que su vida en el colegio de Tubinga era un calvario continuo: los alumnos le apodaban "el general Bum-Bum" y le hacían blanco de las bromas más sangrientas. Ahora gracias a él las ideas disparatadas de Santiago Belltall habían evolucionado hasta convertirse en algo científico. Él había transformado una chapuza genial en una máquina capaz de volar. Onofre Bouvila por su parte había tenido que recurrir a toda su paciencia y autoridad para dirimir las disputas encarnizadas que surgían a todas horas entre el inventor catalán y el ingeniero prusiano; sólo él había hecho posible que la colaboración entre ambos hubiese sido fructífera. Ahora la máquina ocupaba el centro del pabellón, sostenida por un andamiaje enrevesado como una mantilla de encaje. Una pieza única, exclamó, ¡espléndido! El ingeniero suspiró: le dolía que se hubiese dedicado tanto talento, tanto esfuerzo y tanto dinero a un aparato meramente recreativo. Onofre Bouvila, que conocía sobradamente la razón de esta congoja, se desentendió de éclass="underline" no era momento de enzarzarse en discusiones académicas. Fuera sonaban los cañonazos que anunciaban la llegada de los reyes al recinto de la Exposición. En marcha, dijo. Por el pabellón pululaban varios hombres cubiertos de monos azules, embadurnados de grasa; cada uno cumplía su cometido sin prestar atención a lo que hacían los demás; nadie hablaba ni interrumpía sus quehaceres para fumar un pitillo o echar un trago: el ingeniero prusiano había conseguido inculcar su disciplina en aquel equipo; eran la elite de los mecánicos, los que no apartaban los ojos de sus herramientas ni siquiera cuando María Belltall pasaba por su lado. Ahora ella comprendía para qué la había traído aquí e hizo amago de escapar. Él la retuvo con fuerza, pero sin violencia. En los ojos de ella leyó el terror. No se fía del invento de su padre, pensó, y a mí me toma por loco. Quizá no va desencaminada, se dijo. Ahora veía a sus pies todo el recinto de la Exposición Universal. Qué raro, iba pensando, visto desde aquí todo parece irreal; quizá la pobre Delfina tenía razón en esto: el mundo en realidad es como el cinematógrafo. Vaya, bajaré un poco más para ver la cara de la gente, pensó luego. Accionando las palancas del cuadro de mandos hizo que la máquina perdiera altitud. La muchedumbre había recobrado la calma y seguía estas evoluciones sin perder detalle. Mira, mira, ¡es Onofre Bouvila!, se decían los unos a los otros apenas la distancia que mediaba entre la muchedumbre y la máquina permitía reconocer a los tripulantes de ésta. Sí, es él, es él; y esa chica que le acompaña, ¿quién será?; parece joven y guapa; huy, lleva la falda muy corta, ¡qué fresca! Estos comentarios y otros similares eran hechos con un cariño rayano en la devoción. Las historias que circulaban acerca de su riqueza fabulosa y los medios de que se había valido para obtenerla lo habían convertido en un personaje popular: cuando iba por la calle la gente se paraba para observarlo con disimulo, pero insistente e intensamente; trataba de leer en su fisonomía la confirmación o la negación de los rumores que había oído.

todos se preguntaban al ver su figura discreta, ligeramente vulgar, ¿será verdad que de joven fue anarquista, ladrón y pistolero?, ¿que durante la guerra traficaba en armas?, ¿que tuvo a sueldo a varios políticos de renombre, a varios gabinetes ministeriales enteros?, ¿y que todo esto lo consiguió solo y sin ayuda, partiendo de cero, a base de coraje y voluntad? En el fondo todos estaban dispuestos a creer que así era: en él se realizaban los sueños de todos, por su mediación se cumplía una venganza colectiva. Y si efectivamente ha sido un malhechor, ¿qué más da?, decían, ¿acaso le cabe a un hombre hoy en este país otra salida? Por eso al reconocerle le jaleaban; la ovación que antes habían tributado al Rey la transferían ahora a él. Mira, mira cómo me vitorean, dijo dirigiéndose a María Belltall, que apenas osaba abrir los ojos. La gente es muy buena, ¿sabes?, añadió levantando mucho la voz para dominar el ruido de los motores, muy buena, ¡hay que ver la de cosas que se deja hacer sin protestar! Diciendo esto pulsó un botón y al hacerlo se abrió automáticamente una compuerta situada en la parte trasera de la máquina; de allí salieron volando varias docenas de palomas. Al verse libres de su encierro y asustadas por la vecindad de la máquina las palomas se alejaron en formación cerrada. Al ver este espectáculo nadie pudo reprimir una exclamación de regocijo, ni siquiera el propio Rey. Satisfecho del efecto logrado Onofre Bouvila hizo que la máquina avanzara con lentitud hasta situarla a escasos metros de los balcones del Palacio Nacional, que amenazaban con hundirse bajo el peso de las personalidades reunidas allí. Ahora podía ver la cara de todos con precisión, como ellos podían ver la suya. Mira, mira, dijo, es el Rey. ¡Viva el Rey!, ¡viva la Reina!, ¡viva don Alfonso XIII!, gritó aunque sabía que nadie podía oírle, salvo María Belltall. ¡Oh, ahí está Primo de Rivera!, continuó diciendo. ¡Hala, que te frían un paraguas, borracho! Así iba identificando rostros conocidos, que mostraba a su acompañante con ilusión. ¿Ves aquel individuo tan alto que asoma por encima de las cabezas de los demás?, dijo finalmente. Es Efrén Castells: el único amigo sincero que he tenido en mi vida.