— ¿Qué portal? — preguntó.
— Siga recto — explicó Van —. Allí, bajo la ventana iluminada. Quinto piso. ¿Quiere comer algo? ¿Desea una taza de té?
— No, no quiero nada — dijo la chica, sacudió de nuevo el cabello y caminó directamente hacia Andrei, taconeando sobre el asfalto.
Él retrocedió para dejarla pasar. Cuando cruzó por delante, percibió un fuerte olor a perfume y algo más. Y la siguió con la vista mientras atravesaba el círculo de luz amarillenta. Su falda era muy corta, algo más larga que el jersey, y llevaba las blancas piernas desnudas. Cuando pasó de la luz a la oscuridad del patio, a Andrei le pareció que emitían luz. En la oscuridad se veía sólo su jersey blanco, así como las piernas blancas que se movían alternativamente.
Después, la puerta gimió, chirrió y se cerró de un portazo. Sólo entonces Andrei sacó maquinalmente el tabaco y encendió un cigarrillo, imaginando cómo aquellas piernas blancas subían por las escaleras, pisando un peldaño tras otro… Las pantorrillas esbeltas, los hoyuelos bajo las rodillas, era como para volverse loco… Cómo seguían subiendo, cada vez más alto, un piso, otro, y se detenían ante la puerta del número dieciocho, exactamente frente al número dieciséis…
«Demonios, al menos tendría que cambiar la ropa de cama, la última vez fue hace tres semanas, la funda de la almohada estaba gris como unos peales. ¿Cómo era el rostro de la chica? Qué cosa, no puedo recordar su rostro, sólo recuerdo sus piernas.»
De repente, se dio cuenta de que todos estaban callados, hasta Van, que era casado. En ese momento, Kensi comenzó a hablar.
— Tengo un tío segundo, el coronel Maki. Era ayudante del señor Osima y estuvo dos años en Berlín. Después, lo nombraron agregado militar en Checoslovaquia, y fue testigo presencial de la entrada de los alemanes en Praga… — Van hizo una señal a Andrei con la cabeza. Levantaron el bidón de una vez y lo metieron sin problemas en el camión —. Después pasó un tiempo combatiendo en China — prosiguió Kensi sin prisa, mientras encendía un cigarrillo —. Creo que fue en el sur, en la zona de Cantón. Más tarde comandó una división que desembarcó en las Filipinas y organizó la marcha de cinco mil prisioneros de guerra norteamericanos, la famosa «marcha de la muerte»… perdóneme. Donald. Con posterioridad lo destinaron a Manchuria, y lo nombraron jefe de la región fortificada de Sajalian donde, por cierto, para mantener el secreto militar de las obras, tiró por el pozo de una mina a ocho mil obreros chinos y los hizo volar con dinamita… perdóname. Van… Más tarde cayó prisionero de los rusos, y ellos, en lugar de colgarlo o de entregárselo a los chinos, que era lo mismo, simplemente lo metieron diez años en un campo de concentración…
Mientras Kensi contaba todo aquello, Andrei trepó a la plataforma del camión, ayudó a Donald a colocar correctamente los bidones, aseguró las barandillas laterales, saltó de nuevo a tierra y le ofreció un cigarrillo a su compañero. Volvieron a estar los tres en torno a Kensi, escuchándolo. Donald Cooper, alto, encorvado, de rostro alargado, con arrugas junto a la boca y mentón puntiagudo cubierto por una barbita rala y canosa, vestido con un mono de trabajo desteñido. Y Van, de hombros anchos, robusto, casi sin cuello, con una chaqueta enguatada muy vieja y cuidadosamente remendada, el rostro ancho y cetrino, la nariz respingona, una sonrisa bondadosa y ojos oscuros, perdidos entre los párpados hinchados. De repente, Andrei sintió una aguda alegría al pensar que toda aquella gente de diferentes países, e incluso de épocas diferentes, se había reunido allí para llevar a cabo algo muy necesario, cada uno en su puesto.
— Ahora ya es un anciano — concluía Kensi —. Y asegura que las mejores hembras que conoció en su vida fueron las rusas. Las emigrantes de Harbin. — Calló, dejó caer la colilla y la aplastó minuciosamente con la suela de su brillante zapato.
— Pero ella no es rusa — dijo Andrei —. Selma, y además Nagel.
— Es sueca — aclaró Kensi —. Pero da lo mismo, es que me ha hecho recordar aquello.
— Bien, vamos — dijo Donald mientras subía a la cabina del camión.
— Oye, Kensi — dijo Andrei, al tiempo que se agarraba de la portezuela —. ¿Y qué eras tú antes?
— Controlador en una acería, y antes, ministro de obras públicas…
— No digo aquí, sino allá…
— ¿Allá, eh? Asesor literario de la editorial Hayakawa.
Donald puso en marcha el motor y el vetusto camión se estremeció y comenzó a rechinar mientras soltaba espesas nubes de humo azul.
— ¡La luz de posición de la izquierda no funciona! — gritó Kensi.
— Nunca ha funcionado — replicó Andrei.
— ¡Pues arregladla! Si vuelvo a ver eso, os pongo una multa.
— Vaya ganas de fastidiar…
— ¿Qué? ¡No oigo!
— Digo que te dediques a perseguir a los bandidos, no a los choferes — gritó Andrei, tratando de sobreponerse a las sacudidas y el traqueteo —. ¡Qué capricho con nuestra luz de posición! ¡Habría que dejaros a todos en el paro, gorrones!
— ¡Falta poco! — gritó Kensi —. ¡Ya falta poco, menos de cien años!
Andrei lo amenazó con el puño, se despidió de Van con un gesto y se dejó caer en el asiento junto a Donald. El camión echó a andar con un sobresalto, la barandilla raspó la pared del arco de la entrada, salieron a la calle Mayor y giraron a la derecha.
Andrei se acomodó de tal manera que el alambre que sobresalía del asiento no le pinchara el trasero, y miró de reojo a Donald, que estaba muy erguido, con la mano izquierda sobre el volante y la derecha en la palanca del cambio de marchas, el sombrero casi sobre los ojos y el mentón apuntando al frente. Iban a toda la potencia del motor. Siempre conducía así, a la velocidad máxima permitida, sin pensar siquiera en frenar ante los agujeros del pavimento. En cada bache, los bidones llenos de basura saltaban sobre la plataforma del vehículo. El techo oxidado de la cabina se sacudía y el propio Andrei, por mucho que intentara afirmar los pies, saltaba y caía exactamente sobre la punta del maldito alambre. Antes, todo aquello iba acompañado por un alegre intercambio de tacos, pero en ese momento Donald callaba, mantenía apretados sus labios delgados y no miraba hacia Andrei. Por esa razón, imaginaba que en aquellas sacudidas habituales había algo de mala intención.
— ¿Qué le ocurre, Don? — preguntó Andrei finalmente —. ¿Le duelen las muelas? — Donald se limitó a encogerse de hombros sin responder —. La verdad es que en los últimos días está como fuera de sí. Me doy cuenta. ¿Lo he ofendido sin querer de alguna manera?
— Qué tonterías, Andrei — masculló Donald entre dientes —. ¿Qué pinta usted en eso?
Y de nuevo, a Andrei le pareció escuchar en aquellas palabras cierta malevolencia, incluso algo ofensivo, injurioso: «¿cómo puedes tú, mocoso, ofenderme a mí, a un catedrático?». — No hablé por hablar cuando le dije que era usted una persona feliz — volvió a decir Donald en ese momento —. De hecho, puedo sentir envidia de usted. Nada de lo que ocurre lo afecta. O transcurre a través de usted. Pero yo me siento como si me hubiera pasado por encima una apisonadora. No me queda ni un hueso sano.
— ¿Qué dice? No entiendo nada. — Donald callaba, torciendo los labios. Andrei lo miró, después volvió los ojos al camino sin ver nada, observó de nuevo a Donald de reojo y se rascó la coronilla —. Palabra de honor que no entiendo nada — añadió, con tristeza —. Al parecer, todo va tan bien…
— Por eso le tengo envidia — repuso Donald con dureza —. No sigamos hablando de eso. No me haga el menor caso.
— ¿Cómo que no le haga el menor caso? — dijo Andrei, ya muy triste —. ¿Cómo podría no hacerle caso? Estamos aquí juntos… usted, yo, los muchachos… Por supuesto, hablar de amistad es utilizar una palabra grandiosa, demasiado grandiosa… Digamos que sólo somos compañeros… Por ejemplo, podría contarle, en caso de que yo… ¡Nadie se negaría a ayudar! Pero dígame: si me ocurriera algo y le pidiera ayuda, ¿usted me rechazaría? Seguro que no. ¿verdad?