No sabía cuánto tiempo había permanecido en la tumba, pero no tenía ganas de irme y volver a la luz. No encontraba la vida que anhelaba en el exterior. La risa que una vez conocí no estaba allí. Ni siquiera podía mirar a Yung Lu a la cara. ¿Qué sentido tenía seguir?
Al mediodía la puerta al mundo exterior se cerraría para siempre. Mi miedo había desaparecido y allí reinaba una extraña paz, íntima y cálida como el vientre materno. Me producía alivio pensar que todos mis problemas acabarían si me quedaba allí. Ya no lucharía en sueños y me despertaría para oír a An-te-hai explicarme que había gritado. No tendría que degradarme confiando en que me consolase un eunuco. Podía decir adiós a Yung Lu allí mismo en la tumba y acabar con el dolor y la agonía. Podía convertir la tragedia en comedia. Ya nadie podría volver a hacerme sufrir. Lo cómico es que sería honrada por acompañar voluntariamente al emperador Hsien Feng al otro mundo. La historia elogiaría mi virtud y se construiría un templo para que futuras generaciones de concubinas pudieran adorarme.
Miré la puerta, el agujero en forma de sandía y la piedra, lista para rodar.
Mi ataúd estaba cubierto de lilas blancas. Comprobé si estaba abierto, pero no lo estaba y no podía abrirlo. ¿Por qué lo habían cerrado? Las tallas de los paneles no eran de mi agrado. Los movimientos de los fénix eran torpes; el dibujo, demasiado abigarrado y el color, demasiado estridente. Si lo hubiera pintado yo, le habría añadido elegancia y alma; habría hecho volar los pájaros y brotar las flores.
De repente descubrí algo que no pertenecía a aquella escena: el abrigo de An-te-hai, que lo había dejado allí tirado. Mis pensamientos fueron interrumpidos por aquel objeto terrenal. ¿Por qué lo habría dejado allí An-te-hai?
Oí pasos que se aproximaban y la rápida respiración de un hombre. No sabía si eran imaginaciones mías.
– ¡Majestad! -gritó la voz de Yung Lu-. ¡Es mediodía!
Al no poder frenar a tiempo, patinó sobre mí, empujándome sobre el abrigo de An-te-hai.
– Este es mi ataúd -conseguí decir.
– Por eso temía… -El calor de su boca rozaba mi cuello-. No puede ser un pecado robaros un momento de vuestra próxima vida.
Me cogió la túnica, pero estaba abotonada demasiado fuertemente. Me fallaban las piernas y parecía que empezaba a desmayarme. Oía las palomas en el cielo enviando la música de sus flautas chinas.
– Es mediodía -me oí decir.
– Y estamos en vuestra tumba -dijo enterrando su rostro en mi pecho.
– Tómame -dije abrazándole.
Yung Lu se apartó respirando con dificultad.
– No, Orquídea.
– ¿Por qué?, ¿por qué no?
Sin darme explicaciones, seguía rechazándome. Le supliqué, le confesé que nunca había deseado a ningún otro hombre; necesitaba su piedad y su misericordia, necesitaba que me tomara.
– ¡Oh, Orquídea, mi Orquídea! -seguía murmurando.
Un fuerte ruido llegó del extremo del túnel; era el sonido de la puerta de piedra.
– ¡El arquitecto ha ordenado cerrarla!
Yung Lu se puso en pie y corrió hacia la entrada arrastrándome con él.
Me abrumaba el miedo a salir. En mi mente daban vueltas los recuerdos de la vida que había llevado. La lucha constante por mantener las apariencias, la simulación, las sonrisas que habían encontrado mis lágrimas. Las largas noches insomnes, la soledad que envolvía mi espíritu y me convertía en un auténtico fantasma. Yung Lu me arrastraba con todas sus fuerzas.
– ¡Vamos, Orquídea!
– ¿Por qué haces esto? No me necesitas.
– Tung Chih os necesita. La dinastía os necesita. Y yo… -De repente como si se quebrase, se detuvo-. Espero con ilusión trabajar con vos, majestad, el resto de mi vida. Pero si insistís en quedaros, yo me quedaré aquí con vos.
Arrodillada vi sus ojos llenos de lágrimas y dejé de luchar.
– ¿Seremos amantes? -pregunté.
– No. -Su voz era tenue, pero no débil.
– Pero ¿me amas?
– Sí, mi señora, con todo mi aliento, os amo.
Salí fuera a la luz y oí tres sonidos atronadores detrás de nosotros. Era el sonido de las bolas de piedra rodando hasta su lugar.
En cuanto aparecí ante la multitud, los ministros se arrojaron al suelo de rodillas y tocaron enloquecidos el suelo con la frente. Vitorearon mi nombre al unísono, miles de hombres desplegados como un abanico de casi un kilómetro de longitud. Habían malinterpretado mi esfuerzo por quedarme dentro como un gesto de lealtad hacia su majestad el emperador Hsien Feng. Sentían un temor reverencial hacia mi virtud.
Solo una persona no se arrodilló. Estaba de pie a unos diez metros de distancia. Reconocí su túnica con dibujos de pinos. Probablemente se preguntaba qué habría sucedido con su abrigo.
Anchee Min
Anchee Min (1957) nació en Shanghai. A los diecisiete años fue enviada a un campo de trabajos de «reeducación», pero gracias a su talento artístico fue rescatada por una productora cinematográfica para trabajar en sus estudios de Shanghai, donde conoció a la esposa de Mao Zedong. En 1984 se trasladó a vivir a Estados Unidos y empezó su carrera como escritora con el libro de memorias La azalea roja (1994), que fue publicado en más de veinte países y situó firmemente a su autora en el panorama internacional. Años más tarde publicó una biografía novelada titulada Madame Mao (2000), fruto de una minuciosa investigación sobre la fascinante esposa del dirigente chino. La Ciudad Prohibida (2004), su novela anterior, tuvo de nuevo como protagonista a una mujer de gran personalidad, la emperatriz Tzu Hsi, y la corte imperial en el siglo XIX.