– ¿Cómo voy a saberlo? -El hijo del cielo levantó los ojos hacia el techo-. Tengo la cabeza como un colador.
La emperatriz se mordió el labio. El emperador toqueteaba los pedacitos de bambú restantes haciendo un fuerte ruido.
– Mis huesos me piden a gritos que los deje descansar. -La emperatriz se removió en su asiento-. Estoy levantada desde las dos de la madrugada, y todo para nada.
Shim se arrastró de rodillas hasta ella. Extendiendo los brazos le acercó una bandeja con una toallita húmeda, una polvera, una brocha y una botella verde.
La gran emperatriz cogió la toalla y se enjugó las manos; luego tomó la brocha y se empolvó la cara. Después, sujetó la botella verde y se roció su reseco rostro. Una fuerte fragancia llenó la habitación.
Aproveché la oportunidad y levanté la vista. El emperador estaba mirándome. Se apretujó la nariz y la boca a la vez, como si intentara hacerme reír. Yo no sabía cómo reaccionar.
Las muecas continuaron. Parecía interesado en hacerme romper las normas. Entonces me vinieron a la mente las enseñanzas de mi padre: «Los jóvenes ven una oportunidad donde los viejos verían un peligro». El hijo del cielo me sonrió y yo le devolví la sonrisa.
– Este verano será agradable y fresco. -El emperador Hsien Feng jugueteaba con los trocitos de bambú.
La gran emperatriz volvió la cabeza hacia nosotras y arrugó el ceño. Pensé en la muchacha que había sido azotada hasta la muerte y un sudor frío me recorrió la espalda. El emperador levantó la mano derecha y me señaló con el dedo.
– Esta -dijo.
– ¿Yehonala? -preguntó el eunuco jefe Shim.
Sentí el ardor de la mirada de la gran emperatriz. Bajé la vista y aguanté un largo e insoportable silencio.
– He hecho lo que se me pedía, madre -habló el emperador.
La gran emperatriz no pronunció comentario alguno.
– ¿Shim, me oyes? -El emperador Hsien Feng se dirigió al eunuco.
– Sí, majestad, le oigo perfectamente.
El eunuco jefe Shim sonrió humildemente, pero su intención era dar a la gran emperatriz la oportunidad de decir la última palabra.
Por fin llegó el «sí». Noté el júbilo del emperador y la contrariedad de la emperatriz.
– Les… les deseo a sus majestades diez mil años de vida -dije luchando por controlar mis temblorosas rodillas-. ¡Que vuestra suerte sea tan colmada como el mar del Este de China y vuestra salud tan lozana como las montañas del Sur!
– ¡Fantástico! Mi longevidad se acaba de acortar -soltó la emperatriz.
Se me doblaron las rodillas. Con la frente descansando en el suelo, empecé a sollozar.
– Me temo que acabo de ver la sombra de un fantasma. -La gran emperatriz se levantó de la silla.
– ¿Qué fantasma, mi señora? -preguntó el eunuco jefe Shim.
– El fantasma de una mujer con ojos de zorro…
De repente se oyó el golpetazo del trozo de bambú arrojado sobre la bandeja de oro.
– Es el momento de cantar, Shim -ordenó el emperador.
– ¡Yehonala se queda! -cantó Shim.
Después de aquello no recuerdo demasiado; solo que mi vida cambió. Me sorprendió cuando el eunuco jefe Shim se arrodilló ante mí y me llamó «mi ama» y a sí mismo «esclavo». Me ayudó a incorporarme. Ni siquiera me di cuenta de lo que pasó con las demás muchachas ni cuándo las acompañaron hasta afuera.
Mi mente se hallaba en un extraño estado. Recordé una ópera de aficionados que había visto en Wuhu. Fue después de la fiesta de Año Nuevo y todo el mundo estaba bebido, incluida yo, porque mi padre me hizo probar el vino de arroz para que supiera a qué sabía. Los músicos afinaban sus instrumentos. Al principio el sonido era peculiarmente triste. Luego se convirtió en el sonido de un caballo al que golpean. Después, rotas y tensas, las notas sonaban como el viento susurrando a través de las praderas de Mongolia. Empezó la ópera. Entraron los actores vestidos de mujer con estampados florales azules y blancos. Los músicos tocaban tubos de bambú mientras los actores cantaban y se daban palmadas en los muslos.
¡Crac, crac, crac! Recordaba el sonido. Era desagradable y no comprendía por qué le gustaba a la gente. Mi madre me dijo que era una representación tradicional manchú mezclada con elementos de la ópera china. En su origen era una forma de entretenimiento para plebeyos que, de vez en cuando, los ricos pedían que se representara «para degustar las exquisiteces locales».
Recuerdo haberme sentado en primera fila, ensordecida por los estrepitosos tambores. El ruido de los palos golpeando el bambú me martilleaba el cráneo. ¡Crac, crac, crac! Me machacaba las ideas.
El eunuco jefe Shim regresó después de cambiarse de traje. La tela representaba unas nubes rojas, pintadas a mano, flotando sobre una colina de pinos. Se había pintado dos círculos de color rojo como un tomate en cada mejilla. Los debía de haber pintado a toda prisa, pues se le había corrido el color y tenía la mitad de la nariz roja. Su cara parecía la de una cabra, y daba la impresión de que los ojos le salían de las orejas. Al sonreír mostró su dentadura de oro.
La vieja dama estaba animada.
– Shim, ¿qué vas a decir?
– Felicidades por haber conseguido siete nueras, mi señora. ¿Recuerda la primera frase que la suegra dice a su nueva nuera en la ópera La rosa silvestre?
– ¿Cómo podría olvidarla? -La vieja dama sonrió mientras recitaba-: «Toma tu cubo de agua, nuera, y ve al pozo».
El eunuco jefe Shim llamó alegremente a las otras seis muchachas, entre ellas a Nuharoo. Las chicas entraron como diosas descendiendo de los cielos. Formaron una fila junto a mí.
Shim se levantó un extremo de la túnica, dio dos pasos y se situó en el centro de la sala, frente al emperador Hsien Feng y la gran emperatriz. Miró hacia el este y luego otra vez al centro. Resueltamente hizo una reverencia y exclamó:
– ¡Que vuestros nietos se cuenten por cientos y viváis eternamente!
Repetimos la frase de Shim mientras nos arrodillábamos. Afuera se oía el sonido de tambores y música. Entró un grupo de eunucos, cada uno sosteniendo una caja envuelta en seda.
– Alzaos. -Sonrió la gran emperatriz.
El eunuco jefe Shim anunció:
– Su majestad convoca a todos los ministros de la corte imperial.
El sonido de cientos de rodillas chocando contra el suelo llegó del exterior.
– ¡Al servicio de sus majestades! -corearon los ministros.
El eunuco jefe Shim anunció:
– En presencia del espíritu de los antepasados imperiales y en presencia del cielo y el universo, su majestad el emperador Hsien Feng se dispone a pronunciar los nombres de sus esposas.
– Zah! -respondió la multitud en manchú.
Abrieron las cajas una tras otra, mostrando partes de ruyi. Cada ruyi era un cetro con tres grandes cabezas de seta o de flor unidas al fuste. Las cabezas estaban hechas de oro, esmeraldas y zafiros, y el fuste era de jade tallado o madera lacada. Cada ruyi representaba un título y un rango. Ru significaba «como» y yi significaba «deseéis»; ruyi significaba «todo lo que deseéis».
El emperador Hsien Feng tomó un ruyi de la bandeja y caminó hacia nosotras. Aquel ruyi estaba lacado en oro con tres peonías entrelazadas.
Yo seguía conteniendo el aliento, pero ya no tenía miedo. Cualquiera que fuera el ruyi que me concedieran, mi madre se sentiría orgullosa al día siguiente. Sería suegra del hijo del cielo y mis hermanos parientes imperiales. Solo lamentaba que mi padre no viviera para verlo.
Los dedos del emperador Hsien Feng jugaron con el ruyi. La expresión de coqueteo había desaparecido de su rostro. Ahora parecía inseguro, dudaba y fruncía el ceño. Se cambiaba el ruyi de una mano a otra y luego, con las mejillas encendidas, se dirigía a la emperatriz, que asentía con la cabeza alentadoramente. El emperador empezó a trazar un círculo a nuestro alrededor como una abeja danzando alrededor de las flores.