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Intenté aparentar alegría, pero las lágrimas inundaron mis ojos. Las manfoos me rogaron que les contara qué me preocupaba. Les expliqué:

– Es difícil para mí levantarme cuando mi madre está de rodillas.

– Orquídea, debes acostumbrarte a la etiqueta -me amonestó mi madre-. Ahora eres la dama Yehonala. Es un honor para tu madre considerarse tu servidora.

– Es la hora del baño de su majestad -anunció una de las manfoos.

– ¿Puedo levantarme ya, dama Yehonala? -me preguntó mi madre.

– ¡Levántate, por favor! -grité, y bajé de la cama.

Mi madre se levantó despacio. Era obvio que las rodillas la estaban matando. Las damas de honor se trasladaron rápidamente a una habitación contigua y empezaron a prepararme el baño. Mi madre me condujo hasta la bañera. Era un balde enorme que había traído el jefe eunuco. Mi madre corrió la cortina y metió la mano en el agua para comprobar la temperatura. Las manfoos se ofrecieron a desnudarme. Yo las aparté, insistiendo en desnudarme yo sola. Mi madre me detuvo.

– Recuerda: se considerará una afrenta para el emperador si haces cualquier trabajo.

– Seguiré las reglas una vez esté dentro del palacio.

Mi madre no me hizo caso y las manfoos acabaron por desnudarme; luego se excusaron y se retiraron en silencio. Mi madre me enjabonó la piel. Empezó a frotarme los hombros y la espalda y luego me pasó los dedos por el pelo negro. Fue el baño más largo que me he dado nunca. Me tocaba como si sintiera que me tenía para sí por última vez.

Estudié su rostro: tenía la tez tan pálida como un nabo, el cabello pulcramente peinado y las arrugas se extendían en torno a sus ojos. Quería salir de la bañera y abrazarla. Quería decirle: «¡Madre, no me voy!». Quería que supiera que no sería feliz sin ella.

Pero no pronuncié ni una sola palabra; temía contrariarla. Sabía que en su mente yo representaba el sueño de mi padre y el honor de todo el clan Yehonala. La noche anterior, el jefe eunuco me había explicado las reglas. No se me permitiría visitar a mi madre después de entrar en la Ciudad Prohibida. Mi madre tendría que formular una petición y obtener permiso para verme, pero solo en caso de emergencia. El ministro de la casa imperial debería verificar si el asunto era lo bastante urgente o grave para conceder el permiso. La misma regla se me aplicaba si deseaba salir de palacio para visitar a mi familia. La idea de no poder ver a mi familia me asustó y rompí a llorar.

– Levanta la barbilla, Orquídea. -Mi madre cogió una toalla y empezó a secarme-. Deberías avergonzarte de llorar de este modo.

La abracé con los brazos mojados.

– Espero que la felicidad refuerce tu salud.

– Sí, sí -sonrió mi madre-. El árbol de mi longevidad ha crecido un centímetro desde anoche.

Rong entró en la habitación vestida con una túnica de seda verde claro con mariposas doradas. Se puso de rodillas y me hizo una reverencia. Su voz indicaba el placer que sentía al decir:

– Estoy orgullosa de pertenecer a la familia imperial.

Antes de que pudiera hablar con Rong, un eunuco anunció en el exterior:

– El duque Kuei Hsiang viene a ver a la dama Yehonala.

– Es un honor.

Esta vez las palabras fluyeron con soltura de mi boca.

Mi hermano entró a trompicones.

– Orquídea… ejem, dama… dama Yehonala, su ejem… majestad el emperador Hsien Feng ha…

– Ponte de rodillas, primero -le indicó mi madre corrigiendo sus modales.

Kuei Hsiang corrigió desmañadamente su postura. Con el pie izquierdo se pisó un extremo de la túnica y se tropezó. A Rong y a mí se nos escapó una risa tonta. Kuei Hsiang hizo torpes reverencias. Tenía las manos cruzadas debajo del pecho, lo que le daba el aspecto de tener dolor de estómago.

– Hace el tiempo de una vela -dijo Kuei Hsiang después de calmarse- que su majestad ha terminado de vestirse y entrado en su silla de dragón.

– ¿Cómo es su silla? -preguntó Rong con entusiasmo.

– Tiene nueve dragones bajo un palio de satén amarillo. Su majestad ha ido al palacio de la Benevolencia para encontrarse con la gran emperatriz. Ahora ya debe de haber completado la ceremonia en el salón de la Armonía Suprema y debe de estar inspeccionando el Libro de registro de los matrimonios imperiales. Después de eso, recibirá las felicitaciones de los ministros y después…

Un fuerte estrépito quebró el cielo.

– ¡La ceremonia fuera de la corte ha empezado! -gritó Kuei Hsiang-. Su majestad debe de estar firmando en el libro de registro. En un momento dará la orden a los guardias de honor para que vayan a buscar a las novias imperiales.

Estaba sentada como una peonía abriéndose a la luz de la mañana. Mi vestido era una mezcla de rojos distintos: suntuoso magenta con despuntes amarillos, color vino salpicado de crema y cálido lavanda virando a casi azul. Estaba hecho de ocho capas de seda y llevaba bordadas flores frescas de primavera, auténticas e imaginarias. La tela estaba cosida con hilo de oro y plata y adornada con grandes racimos de jade, perlas y otras joyas. Nunca había vestido nada tan hermoso ni tan pesado e incómodo.

Llevaba el pelo recogido en un tocado de treinta centímetros de alto, repleto de perlas, jade, coral y diamantes. Al frente llevaba tres grandes peonías recién cortadas de color rosa amoratado. Temía que se soltase y los ornamentos se cayeran. No me atrevía a moverme y tenía la nuca casi rígida. Los eunucos iban y venían a mi alrededor y hablaban en voz alta. La casa se llenó de funcionarios de la corte a quienes nunca había visto. Como en un escenario, todo el mundo estaba vestido y se movía según un guión invisible.

Mi madre seguía agarrando las mangas del eunuco y preguntándole una y otra vez si había algo mal. El eunuco, irritado, envió a sus ayudantes, unos muchachos adolescentes, a distraerla. Los chicos le ofrecieron una silla, sonrieron y le suplicaron que no se lo pusiera difícil.

Habían despejado la habitación principal de la casa para la chieh-an, una mesa fabricada especialmente para sostener el libro de registro del emperador y el sello de piedra imperial. También vaciaron las cámaras de la izquierda y la derecha y colocaron mesas para los incensarios. Delante de las mesas había esterillas en las que yo me arrodillaría cuando recibiera el decreto matrimonial. Flanqueando las esterillas aguardaban eunucos vestidos con brillantes túnicas amarillas. Estaba agotada, pero el jefe eunuco dijo que aún faltaba mucho para que empezara la ceremonia.

Pasó el tiempo de dos velas y por fin oí ruido de cascos de caballos. Las ocho damas de honor se apresuraron a retocarme el maquillaje. Me rociaron un perfume de fuerte fragancia y repasaron mi vestido y mi tocado antes de ayudarme a levantarme de la silla.

Al levantarme, me sentí como un enorme carruaje herrumbroso. Mis ceñidores cargados de joyas tintinearon al arrastrarse sobre la silla y cayeron al suelo.

Guardias imperiales y eunucos llenaban la calle. Kuei Hsiang, que había estado esperando en la puerta principal, recibió al embajador de su majestad. Arrodillado, Kuei Hsiang recitó el nombre de mi padre y pronunció un breve discurso de bienvenida. Mientras hablaba, golpeó el suelo con la frente tres veces e hizo nueve reverencias. Al cabo de un momento, oí que el embajador pronunciaba mi nombre. Las damas de honor formaron rápidamente un pasillo en torno a mí. Salí por la puerta y avancé lentamente hacia la chieh-an.

Delante de mí había un eunuco muy maquillado con cara de conejo. Era el embajador, vestido con una túnica amarilla resplandeciente. En el sombrero llevaba una pluma de pavo real y un diamante rojo. Evitaba mirarme. Después de hacerme tres intensas reverencias, «invitó a entrar» a tres objetos: una cajita amarilla de la que sacó un rollo de seda amarilla: el decreto; el Libro de registro de los matrimonios imperiales y, por último, un sello de piedra con mi nombre y mi título grabado en la superficie.