Siguiendo al eunuco, cumplí el ceremonial delante de las mesas. Hice una reverencia y golpeé el suelo con la frente tantas veces que me mareé. Me preocupaba que se me empezaran a caer los adornos del pelo. Después de eso, recibí las bendiciones de mi familia.
Primero entró mi madre, seguida de Rong, de mi tío y de mi primo Ping. Se arrodillaron y le hicieron una reverencia al embajador y luego me la hicieron a mí. Mi madre temblaba tanto que uno de sus casquetes empezó a ladearse.
– Levantaos -dije rápidamente, en un intento de frenar su caída.
Los eunucos trasladaron el libro de registro y el sello de piedra hasta las mesas de los quemadores de incienso. Parecían esforzarse debido a su peso.
Me quité la capa de satén, tal como indicaba la etiqueta e hice una reverencia al libro y al sello. Después me quedé arrodillada hacia el norte.
El embajador desplegó el rollo y empezó a leer el decreto. Tenía una voz profunda, resonante, pero yo no entendía una palabra de lo que decía. Tardé un rato en comprender que estaba leyendo el decreto en dos idiomas, en manchú y en mandarín, ambos con un estilizado tono arcaizante. Mi padre me dijo una vez que, cuando trabajaba en su despacho, solía saltarse las partes manchúes de los informes y pasarse a las partes chinas para ahorrar tiempo. Intenté hacer lo mismo.
El peso de mi cabeza me hacía sentir como un caracol arrastrando su casa. Mientras proseguía la lectura, miré hacia la entrada. Estaba llena de guardias. En la terraza central habían aparcado dos palanquines. ¿Por qué dos?, me pregunté. ¿No iba a ser la única que saldría de aquella casa?
Cuando el embajador acabó su lectura, descubrí la razón del segundo palanquín. Los eunucos volvieron a guardar el libro de registro y el sello de piedra en sus cajas. Luego aquellos objetos fueron «invitados a sentarse» en el segundo palanquín. El embajador me explicó que aquellas cosas se consideraban parte de mí.
– ¡Andando, fénix imperial!
Ante la llamada del embajador, mi familia se arrodilló por última vez. Llegado ese punto, el maquillaje de mi madre estaba hecho un desastre y ella se enjugaba las lágrimas con las manos, sin importarle su aspecto.
Una banda empezó a tocar. El sonido de las trompetas chinas era tan fuerte que me dolían los oídos. Un grupo de eunucos corría delante de mí tirando petardos. Caminé sobre pedacitos de papel rojo, pajitas amarillas, cuentas verdes y fruta seca de muchos colores. Intenté mantener la barbilla alta para que mi tocado no se moviera.
Me escoltaron amablemente hasta mi palanquín. Ahora sí era un auténtico caracol. Con un movimiento que casi me tira del asiento, los porteadores levantaron la silla.
Al otro lado de la verja, los caballos habían empezado a moverse. Los portaestandartes llevaban banderas en forma de dragón y sombrillas amarillas. Entre ellos se encontraban unas amazonas vestidas como guerreras manchúes del siglo XVI. De los costados de sus monturas colgaban cintas amarillas atadas a cacharros de cocina.
Detrás de estas damas caminaba un rebaño de animales teñidos de rojo. Parecía un río de sangre andante. Al mirar por segunda vez, vi ovejas y gansos. Se decía que estos animales simbolizaban la suerte bien guardada y el color rojo, la pasión por la vida.
Solté la cortina para ocultar mis lágrimas. Estaba empezando a aceptar que no vería a mi familia durante mucho tiempo. Me convencí de que aquello era lo que mi madre quería. Recordé un poema que ella me leía cuando era pequeña:
En verdad mis recuerdos eran plenos y dulces; eran todo lo que tenía y me los llevaba conmigo. En cuanto noté que el palanquín avanzaba a paso firme, descorrí un poco la cortina trasera y miré. Mi familia ya no se divisaba. El polvo y los guardias ceremoniales me tapaban la visión. De repente vi a Kuei Hsiang; aún estaba a cuatro patas con la cabeza pegada al suelo. Mi corazón me traicionó y me quebré como un laúd chino en mitad de su feliz canto.
Capítulo 6
El día en que me convertí en concubina imperial, apenas pude ver la celebración. Sentada dentro del palanquín, oía tocar las campanas de las torres de la puerta del Cenit.
Nuharoo fue la única que cruzó por la puerta de la Pureza Celestial, la entrada principal al jardín imperial. A las demás nos condujeron por patios a través de puertas laterales. Mi palanquín vadeó el río del Agua Dorada por uno de los cinco puentes que lo cruzaban. El río señalaba el límite del paisaje prohibido; cada uno de los puentes representaba una de las cinco virtudes del confucianismo: la lealtad, la tenacidad, la honestidad, el pudor y la piedad. Luego atravesé la puerta de la Conducta Correcta y entré en otro patio, el más grande de la Ciudad Prohibida. Mi palanquín bordeó el salón del Trono, cuyas enormes columnas esculpidas y magníficos tejados en voladizo se alzaban sobre la pura extensión de mármol blanco del pavimento de la terraza del dragón.
Me dejaron en la puerta del Movimiento Celestial. Para entonces ya era media tarde y habían llegado otros palanquines. Eran las sillas de las damas Yun, Li, Soo, Mei y Hui, que descendieron en silencio. Nos saludamos y luego aguardamos.
Llegaron unos eunucos para comunicarnos que el emperador Hsien Feng y la emperatriz Nuharoo habían empezado la ceremonia nupcial. Me sentí extraña. Aunque me había quedado más que claro que yo solo era una de las tres mil damas del emperador Hsien Feng, no podía evitar querer ocupar el lugar de Nuharoo.
Pronto reapareció el jefe eunuco y nos informó de que era hora de ir a nuestras viviendas. La mía era el palacio de la Belleza Concentrada, donde residiría muchos años. Allí fue donde aprendí que el emperador Hsien Feng nunca distribuiría su esencia por igual entre sus esposas.
El palacio de la Belleza Concentrada estaba rodeado de árboles antiquísimos. Cuando soplaba el viento, las hojas rugían. El sonido me recordaba mi verso favorito: «El viento muestra su cuerpo a través de las hojas temblorosas». Intenté localizar la puerta por la que había entrado. Se encontraba en el lado oeste y parecía ser la única entrada. El edificio que tenía delante era como un templo, con un tejado alado y altas paredes. Bajo las tejas amarillas vidriadas, las vigas y las columnas estaban pintadas de colores vivos. Las puertas y los paneles de las ventanas tenían tallados los símbolos de la fertilidad: frutas redondas, verduras, la mano de Buda, capullos en flor, olas oceánicas y nubes.
Un grupo de hombres y mujeres bien vestidos aparecieron sin hacer ruido, se aproximaron y se arrodillaron. Los miré sin saber qué esperaban de mí.
– Ha llegado el feliz momento, dama Yehonala -anunció por fin uno de ellos-. Por favor, permite que te ayudemos en tu cámara.
Me di cuenta de que eran mis criados. Me levanté la túnica y estaba a punto de dar un paso cuando oí un ruido tremendo procedente de afuera. Casi me fallaron las piernas y los criados se apresuraron a sujetarme. Me dijeron que era el sonido de un gong chino. Era el momento en que el emperador Hsien Feng y la emperatriz Nuharoo entraban en la gran cámara nupcial.
Hermana Mayor Fann me había hablado de los ritos nupciales imperiales. Yo estaba familiarizada con el lecho nupcial y su cortina de gasa solar llena de dibujos de la fertilidad. Recordaba la descripción que Fann había hecho de la colcha de satén amarillo fuerte, con bordados de cientos de niños jugando.