– Será mejor que nos pague -dijo el criado a mi madre cuando la oyó quejarse de que su cartera estaba casi vacía- o tendrán que llevar ustedes mismos el ataúd.
Mi madre empezó a sollozar de nuevo y dijo que su marido no merecía ese trato, pero no consiguió conquistar su compasión. Al alba siguiente los criados abandonaron el ataúd.
Mi madre se sentó en una roca junto a la carretera. Alrededor de la boca le había salido un anillo de pupas. Rong y Kuei Hsiang hablaban de enterrar a nuestro padre allí mismo. Yo no tenía corazón para dejarlo en un lugar desde el que no se veía ni un árbol. Aunque al principio yo no era la favorita de mi padre -le contrarió que su primer hijo no fuera un varón-, se esforzó en educarme y fue él quien insistió en que aprendiera a leer. No recibí una educación formal, pero adquirí el vocabulario suficiente como para llegar a comprender los relatos de los clásicos de las dinastías Ming y Qing.
A los cinco años pensaba que haber nacido en el Año de la Cabra daba mala suerte. Le dije a mi padre que mis amigos del pueblo decían que mi signo natal era adverso; significaba que sería sacrificada.
Mi padre discrepaba.
– La cabra es una criatura de lo más adorable. Es el símbolo del pudor, la armonía y la lealtad. -Me explicó que en realidad mi signo era fuerte-. En los números tienes un diez doble. Naciste el décimo día de la décima luna, que caía en el 29 de noviembre de 1835. ¡No podrías ser más afortunada!
Como también albergaba dudas sobre mi signo, mi madre me llevó a consultar a una astróloga del lugar. La astróloga creía que el diez doble era demasiado fuerte.
– Demasiado pleno -dijo la vieja bruja-, lo que significa colmada con excesiva facilidad. Tu hija crecerá hasta ser una cabra obstinada, lo que significa un fin miserable.
La astróloga hablaba con acaloramiento mientras las comisuras de los labios se le llenaban de saliva blanca.
– Incluso un emperador evitaría el diez por temor a su plenitud.
Al final, a sugerencia de la astróloga, mis padres me pusieron un nombre que sugería que me «doblegaría».
Por eso me llamo Orquídea.
Mi madre me contó más tarde que las orquídeas eran también el tema favorito de mi padre en las pinturas a la tinta. Le gustaba el hecho de que la planta se mantuviera verde en todas las estaciones y que tuviera una flor de elegante colorido, de forma grácil y de olor dulce.
El nombre de mi padre era Hui Cheng Yehonala. Cuando cierro los ojos, puedo ver a mi padre de pie con su túnica de algodón gris. Era esbelto y tenía rasgos confucianos. Cuesta imaginar por su aspecto amable que sus antepasados Yehonala eran portaestandartes manchúes que vivían a lomos de un caballo. Mi padre me contó que procedían del pueblo nu cheng de la nación de Manchuria, situada al norte de China, entre Mongolia y Corea. El nombre «Yehonala» significa que nuestras raíces pueden remontarse a la tribu yeho del clan nala del siglo XVI. Mis antepasados lucharon codo a codo con el jefe portaestandarte Nurhachi, que conquistó China en 1644 y se convirtió en el primer emperador de la dinastía Qing. Los Qing se encuentran hoy en su séptima generación. Mi padre heredó el título de portaestandarte Manchú del Rango Azul, aunque el título no era más que honorífico. [1]
Cuando yo tenía diez años, nombraron a mi padre taotai, gobernador, de una pequeña ciudad llamada Wuhu, en la provincia de Anhwei. Conservo buenos recuerdos de aquella época, aunque Wuhu podía considerarse un lugar terrible. En los meses estivales, la temperatura superaba los cuarenta grados de día y de noche. Otros gobernadores contrataban coolies para abanicar a sus hijos, pero mis padres no podían permitírselo. Cada mañana mi esterilla de bambú amanecía empapada de sudor.
– ¡Has mojado la cama! -me importunaba mi hermano.
Sin embargo, de niña me encantaba Wuhu. El lago era parte del gran río Yangtsé, que recorre China esculpiendo gargantas, escarpados roquedales y valles tupidos de helechos y plantas herbáceas. Desciende hasta un llano radiante, amplio y ricamente irrigado, donde crecen las verduras, el arroz y los mosquitos. Fluye hasta alcanzar el mar del Este de China en Shangai. Wuhu significa «lago de exuberante crecimiento de plantas».
Nuestra casa, la mansión del gobernador, tenía un tejado de tejas de cerámica grises, y en las cuatro esquinas del alero, se alzaban figuras de los dioses. Cada mañana caminaba hasta el lago para lavarme la cara y cepillarme el cabello. Me reflejaba en el agua como en un espejo. Bebíamos y nos bañábamos en el río. Jugaba con mis hermanos y vecinos en los lustrosos lomos de los búfalos. Saltábamos como peces y como ranas. Los largos cañaverales eran nuestro escondrijo favorito. Comíamos los corazones de unas dulces plantas de agua llamadas chiao-pai.
Por la tarde, cuando el calor se hacía insoportable, organizaba a los niños para que me ayudaran a enfriar la casa. Mi hermana y mi hermano llenaban cubos de agua, yo los subía hasta el tejado y vertía el agua sobre las tejas. Al rato volvíamos al lago, por el que pasaban balsas de bambú P’ieh. Bajaban por el río como un gigantesco collar suelto. Mis amigos y yo saltábamos a las balsas para dar un paseo y cantábamos canciones con los balseros. Mi favorita era «Wuhu es un lugar maravilloso». Al ponerse el sol, mi madre nos llamaba para que regresáramos a casa. La cena estaba en la mesa del patio bajo un cenador de glicina malva.
Mi madre estaba educada a la manera china, aunque tenía sangre manchú. Según mi madre, cuando los manchúes conquistaron China, descubrieron que el sistema de gobierno chino era más benévolo y eficiente y lo adoptaron en su totalidad. Los emperadores manchúes aprendieron a hablar mandarín. El emperador Tao Luang comía con palillos, era un admirador de la ópera de Pekín y empleó a tutores chinos para educar a sus hijos. Los manchúes también adoptaron el modo de vestir chino; lo único que conservaron fue el peinado; el emperador lucía la frente afeitada y una trenza de cabello negro como una cuerda que le llegaba hasta la cintura, y la emperatriz llevaba una fina tabilla negra sobre la cabeza, de la que pendían adornos.
Mis abuelos por parte materna se educaron en la religión chan, o zen, una combinación de budismo y taoísmo. A mi madre la instruyeron en el concepto chan de la felicidad, que consistía en encontrar satisfacción en las pequeñas cosas. A mí me enseñaron a apreciar el aire puro de la mañana, el color de las hojas volviéndose rojas en otoño y la suavidad del agua cuando hundía las manos en el lavabo.
Mi madre no se consideraba una persona ilustrada, pero le encantaba Li Po, un poeta de la dinastía Tang. Cada vez que leía sus poemas descubría nuevos significados. Bajaba el libro y miraba por la ventana. Su rostro oval era asombrosamente hermoso.
El chino mandarín era el idioma que yo hablaba de niña, pero una vez al mes teníamos un tutor que nos enseñaba manchú. No recuerdo nada de las clases salvo que eran un aburrimiento y no habría soportado las lecciones de no ser porque complacían a mis padres. En el fondo sabía que mis padres no pretendían realmente que dominásemos el manchú; solo les interesaban las apariencias, así mi madre podría decir a sus invitados: «Oh, mis niños están aprendiendo manchú». En realidad el manchú carecía de utilidad; era como un río muerto del que nadie bebe.