– Así que eres un espía nato.
– Por vos, mi señora, estoy dispuesto a ser cualquier cosa.
– ¿Cuántos años tienes exactamente?
– Cumpliré los dieciséis dentro de pocos meses.
– ¿Qué se oculta detrás de esta propuesta, An-te-hai?
Se levantó y retrocedió en silencio hacia la puerta. Noté que cojeaba un poco y recordé que era el eunuco al que el jefe Shim le había propinado una patada en el patio.
– Aguarda -le detuve-. De ahora en adelante, An-te-hai, serás mi primer asistente.
Me cambié y me puse una túnica ocre antes de que me acompañaran hasta la silla donde me sentaría para cenar. La mesa era tan grande como la puerta y los trabajos labrados del tablero y las patas, excepcionales. Mientras esperaba que me sirvieran, aprendí los nombres de mis eunucos y damas de honor. Mis eunucos tenían nombres únicos: Ho-tung, «Río del Este»; Ho-nan, «Río del Sur»; Ho-tsu, «Río del Oeste»; Hopei, «Río del Norte»; Ho-yuan, «Nacimiento de Río» y Ho-wei, «Desembocadura de Río». Aunque todos sus nombres empezaban por la misma letra, ho, que significa «río», no tenían ninguna relación entre ellos. Los nombres de mis damas de honor empezaban por la letra chun, que significa «primavera». Eran Chun-cheng, «Amanecer de Primavera»; Chun-hsia, «Atardecer de Primavera»; Chun-yueh, «Luna de Primavera»; Chun-meng, «Sueño de Primavera». Todos eran razonablemente guapos y pulcros. Respondían a mis llamadas con prontitud y no mostraban características particulares. Su cabello estaba peinado en un estilo similar. Mientras los eunucos llevaban coletas, las damas, moños recogidos en la nuca. En mi presencia mantenían las manos pegadas a los muslos y los ojos fijos en el suelo.
Rodeada de eunucos y damas de honor, me senté a la mesa gigante tanto rato que me empezaron a rugir las tripas. La cena no se veía por ninguna parte. Me fijé en la estancia. Era muy grande y carente de calidez salvo en la pared opuesta, donde colgaba una pintura que representaba a una familia campesina. En el rincón superior derecho, estaba escrito un precioso poema.
¿Quién habrá vivido aquí antes que yo?, me preguntaba. Debió de ser una de las concubinas imperiales del difunto emperador Tao Kuang. Le debía de encantar el arte. El estilo era sencillo, reconfortante. Me maravillaba el contraste entre el entorno grandioso y la imagen humilde.
La pintura me recordaba la calidez de mi propia familia. Recordaba cuando mi hermana, mi hermano y yo nos reuníamos en la mesa a la hora de cenar esperando la llegada de mi padre. Recordé una ocasión en que mi padre contó un chiste. Todos estallamos en carcajadas y el arroz salió disparado de nuestras bocas. Rong se atragantó con la sopa de tofu y mi hermano se cayó debajo de la mesa y su cuenco de cerámica se quebró. Mi madre no podía mantener la compostura. También ella estalló en risas y calificó a su esposo de «viga podrida que hacía caer toda la casa».
– Vuestra cena está aquí, mi señora.
La voz de An-te-hai me despertó de mi ensoñación.
Como si viviera una fantasía, vi un desfile procedente de la cocina. Una hilera de eunucos, cada uno con un plato humeante, avanzaba graciosamente hacia mí. Las vasijas y tarrinas estaban cubiertas con tapaderas de plata. Pronto la mesa estuvo llena de platos. Los conté; había noventa y nueve. ¡Noventa y nueve platos solo para mí! An-te-hai anunció lo que iban a servirme.
– Garras de oso estofadas, verdura mezclada con hígado de ciervo, langosta frita con salsa de soja, caracoles con pepinos y ajo, codorniz marinada y asada con salsa agridulce, empanadas rellenas de tiras de carne de tigre, sangre de ciervo con ginseng y hierbas aromáticas, piel de pato crujiente bañada en una especiada salsa de cebolla, cerdo, buey, pollo, marisco…
Me sirvieron platos de los que nunca había oído hablar. El desfile continuaba. Las expresiones de mis criados me decían que aquello era lo corriente. Intenté ocultar mi asombro. Cuando los platos estuvieron servidos, hice un gesto con la mano. Los criados se retiraron y se quedaron de pie en silencio, junto a la pared. Yo me sentía incómoda ante aquella mesa monstruosa.
– ¡Deseamos que disfrute de una magnífica cena! -cantaron mis criados al unísono.
Levanté los palillos.
– Aún no, mi señora.
An-te-hai corrió a mi lado.
El eunuco caminó alrededor de la mesa con un par de palillos y un plato pequeño. Tomaba trocitos de cada plato y se los llevaba a la boca.
Mientras miraba comer a An-te-hai, recordé la historia que Hermana Mayor Fann me había contado sobre la madre del emperador Hsien Feng, Chu An, que intentó envenenar al príncipe Kung. La idea me quitó el apetito.
– Ahora podéis cenar a salvo.
An-te-hai se limpió la boca y se retiró unos pasos de la mesa.
– ¿Se supone que voy a comer todo esto yo sola? -le pregunté.
– No se espera que lo hagáis, mi señora. La etiqueta de la corte ordena que se os sirvan noventa y nueve platos en cada comida.
– ¡Qué gran desperdicio!
– No, no desperdiciaréis nada, mi señora. Siempre podéis recompensar a vuestros ayudantes con algún plato. Los esclavos están hambrientos, nunca les dan suficiente comida.
– ¿No les importará?
– No, se sentirán honrados.
– ¿En la cocina no se prepara comida para vosotros?
– Nosotros comemos lo que los caballos, solo que la cantidad es escasa en comparación. Mi ración diaria son tres ñames.
Terminé con todo lo que pude. Oía el ruido de mi mandíbula engullendo pepinos, masticando tendones de oso y chupando costillas de cerdo. Los criados seguían de pie, mirando. Volví a preguntarme qué se cocía dentro de sus cabezas. Cuando estuve saciada, dejé los palillos y me tomé el postre, un bollito dulce de judías rojas y sésamo negro. An-te-hai se acercó, como si supiera que tenía algo que decirle.
– No me gusta tener gente a mi alrededor mirándome mientras como -le comenté-. ¿Hay alguna manera de despedirlos?
– No, mi señora, me temo que no.
– ¿A las damas de los otros palacios también les sirven así?
– Sí, mi señora.
– ¿Lo hace la misma cocina?
– No, tienen sus propias cocinas. Cada palacio tiene su propia cocina y sus propios cocineros.
– Por favor, coge un taburete y ven a hacerme compañía mientras como.
An-te-hai obedeció. Cuando cogí una taza, An-te-hai me acercó la tetera desde la otra esquina de la mesa y me la llenó de té de crisantemo.
No tardé en descubrir que An-te-hai tenía un don para anticiparse a mis deseos. ¿Quién era?, me preguntaba. ¿Qué había llevado a un muchacho dulce e inteligente como él a convertirse en eunuco? ¿Cómo era su familia? ¿Cómo había crecido?
– Mi señora. -Mientras terminaba el último bocado del bollo, An-te-hai se inclinó, con voz dulce-. Sería buena idea que enviarais un mensaje al emperador Hsien Feng y a la emperatriz Nuharoo para desearles una buena cena.
– ¿No preferirá Nuharoo que no les moleste en los ratos que pasa con el emperador Hsien Feng?
Ante la silenciosa respuesta de An-te-hai, supe que era mejor seguir su consejo.