Cuando no podía dormir por la noche, visitaba el jardín. Iba a escuchar los sonidos de mi niñez. Podía oír la charla de los peces en el agua. Paseaba entre los matorrales rozando con las manos hojas y flores. Me encantaba notar el rocío en las yemas de los dedos.
Muchos años más tarde, se contaba la historia de un eunuco que vio un hada en mi jardín a medianoche. Probablemente el «hada» era yo. Hubo un tiempo en que me sentía incapaz de seguir viviendo. Debió de ser una de esas noches en las que planeaba acabar con mi vida.
La tercera parte de mi palacio la formaban las dependencias que se hallaban a cada lado de las cámaras principales. Aquella era la zona de mis eunucos, damas de honor y doncellas. Sus ventanas daban al patio, lo que significaba que si yo caminaba hacia la puerta, ellos lo advertirían de inmediato y también verían a cualquiera que intentara entrar. Los eunucos patrullaban mi palacio por turnos, así que siempre había alguien despierto.
An-te-hai estaba profundamente dormido en el suelo. El eunuco jefe Shim me mintió cuando me dijo que me daba criados que no roncaban. An-te-hai roncaba como una tetera borboteante. Sin embargo, las cosas cambiarían pronto; después de años de aislamiento, agonía y temor, el ronquido de An-tehai era para mí como una canción celestial. No podía conciliar el sueño si no lo oía.
Mientras estaba despierta en la cama, pensaba en el emperador Hsien Feng. Me preguntaba si él y Nuharoo disfrutarían el uno del otro. Me preguntaba cuándo se reuniría conmigo. Sentía un poco de frío y recordé que An-te-hai me había dicho que le había costado calentarme la cama. El brasero de debajo de mi kang no funcionaba bien. Creía que era obra de Shim, que el eunuco jefe me enviaba un mensaje: o vivía una vida cómoda dándole propinas regulares o pasaría frío en invierno y calor en verano. Fácil o difícil, me decía Shim: yo elegía.
– Mientras seáis una de las tres mil concubinas, no podéis libraros de él -había dicho An-te-hai.
No me importaba dormir en una cama que no estuviera todo lo caliente que mandaban los cánones imperiales. Sin embargo me esforzaba hacia la meta de convertirme en la favorita del emperador Hsien Feng; era el único modo de ganar respetabilidad. No había tiempo que perder, estaba a punto de cumplir dieciocho años y en el jardín de las bellezas imperiales, a los dieciocho te consideraban una flor a punto de marchitarse.
Intenté no pensar en lo que realmente deseaba de la vida. Me levanté y copié un verso de un libro de poesía.
Capítulo 7
El primer mes pasó rápidamente. Cada mañana, cuando los rayos del sol acariciaban las cortinas, me levantaba para encontrar a mi gata, Nieve, junto a mí. Me había encariñado de aquella dulce criatura. Ya sabía cómo iba a ser el día; otro día más esperando y anhelando la visita del emperador.
An-te-hai decía que debía encontrar cosas que hacer para mantenerme ocupada. Me sugirió bordar, pescar o jugar al ajedrez. Elegí el ajedrez, pero perdí el interés después de un par de partidas. Los eunucos me dejaban ganar siempre. Me parecía un insulto a mi inteligencia, pero ellos temían jugar conmigo como iguales.
Me fascinaban los relojes imperiales, que formaban parte del mobiliario y de los adornos de la Ciudad Prohibida. Mi favorito era el del pájaro carpintero, que vivía dentro de un tronco de cerámica y salía para picotear cada hora. Me encantaban sus repiques. A An-te-hai le gustaba el movimiento de picoteo porque le recordaba una cabeza haciendo una reverencia. Cuando podía, intentaba estar allí para recibir sus «reverencias».
Mi otro reloj favorito tenía una forma extraña. Parecía una familia de ruedas abrazándose. Se asentaba en una campana de cristal transparente, que permitía ver sus mecanismos interiores. Como una familia armoniosa, cada rueda cumplía su obligación y aportaba su energía a la tarea de dar la hora.
Yo estudiaba los relojes y me interrogaba sobre sus lugares de origen. La mayoría procedía de tierras lejanas. Eran regalos de reyes y príncipes extranjeros a los emperadores de China de anteriores dinastías. Los diseños demostraban el amor por la vida de sus creadores, lo cual me hacía plantearme si todas las historias que se contaban sobre los salvajes bárbaros eran ciertas.
Mi entusiasmo por los relojes se acabó pronto. Empecé a tener problemas al mirar sus manecillas, semejantes a agujas. La manera tan lenta de arrastrarse me daba ganas de moverlas hacia delante. Le ordené a An-te-hai que cubriese sus caras con una tela.
– Se acabaron las reverencias -oí que le decía al pájaro carpintero.
Aquel día estaba aburrida incluso antes de salir de la cama.
– ¿Habéis dormido bien, mi señora? -La voz de An-tehai procedía del patio.
Sentada en la cama, ni me molesté en contestarle.
– ¡Buenos días! -El eunuco entró con una amable sonrisa-. Sus esclavas están listas para ayudarnos a bañarnos, mi señora.
Mi baño matinal era un acontecimiento. Antes de que me levantara de la cama, los eunucos y doncellas preparaban un desfile de vestidos. Tenía que elegir uno entre tres docenas. ¡Tantos vestidos preciosos!, aunque la mitad de ellos no eran de mi agrado.
Luego tenía que elegir zapatos, sombreros y joyas. Tras levantarme de la cama, fui al retrete para usar el orinal. Me siguieron seis doncellas. Era inútil exigir que me dejaran sola. Aquellas personas habían sido entrenadas por el eunuco jefe Shim para actuar como si fueran sordas y mudas en situaciones como aquella.
Se trataba de una gran habitación sin muebles. En el centro habían dispuesto un orinal amarillo finamente labrado y pintado, que parecía una gran calabaza. Unos farolillos colgaban en las esquinas de la habitación. Las paredes estaban cubiertas de cortinajes bordados con flores azules y blancas.
Tenía una urgencia, pero no podía relajarme. No había ninguna ventana que dejara escapar el olor. Las doncellas estaban de pie a mi alrededor, mirando. Volví a decirles que me dejaran sola, pero se negaron. Me suplicaron que les permitiera servirme. Una de ellas sujetaba una toalla húmeda para limpiarme cuando acabara, otra llevaba una pastilla de jabón; la tercera, un puñado de papel de seda en una bandeja; la cuarta, una almofía de plata. Las dos últimas llevaban un cubo lleno de agua cada una, uno caliente y otro frío.
– Dejad las cosas en el suelo -ordené-. Estáis despedidas.
Todas murmuraron:
– Sí, señora. -Pero ninguna se movió.
Levanté la voz:
– Voy a apestar.
– No, vos no apestáis -respondieron al unísono.
– ¡Por favor! -grité-. ¡Fuera!
– No nos importa, nos encanta vuestro hedor.