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– ¡An-te-hai!

An-te-hai acudió corriendo.

– Sí, mi señora.

– Llama enseguida al eunuco jefe Shim y dile que mis criados no me obedecen.

– No servirá de nada, mi señora. -An-te-hai ahuecó las manos como si formara un tubo y me susurró al oído-: Me temo que el eunuco jefe Shim no puede hacer nada en esto.

– ¿Por qué?

– Es una norma que las esposas del emperador sean atendidas así.

– El que estableció esta norma debe de ser idiota.

– ¡Oh, no, mi señora, no digáis eso jamás! -An-te-hai estaba horrorizado-. ¡Las reglas las ha establecido su majestad la gran emperatriz!

Imaginé a la gran emperatriz sentada en su orinal en medio de una habitación llena de doncellas.

– Debe de creer que caga diamantes y sus pedos perfuman. ¿Tiene su majestad normas sobre el tamaño, la forma, la longitud, el color y el olor de las deposiciones?

– Por favor, mi señora. -An-te-hai se estaba poniendo nervioso-. No querréis que vos y yo nos metamos en problemas.

– ¿Problemas? ¡Lo único que quiero es cagar sola!

– No se trata de defecar, mi señora -murmuró An-te-hai como si tuviera la boca llena de comida.

– ¿Entonces de qué se trata?

– Se trata de la gracia, mi señora.

– ¿Gracia? ¿Puede alguien cagar con gracia?

Que me maquillaran, me pusieran aceite en el cabello y me lo peinaran, me vistieran y me ciñeran el vestido solo para salir por la tarde no solamente era aburrido sino también fatigoso. Los eunucos y damas de honor sostenían bandejas y desfilaban de un lado a otro con vestidos, ropa interior, accesorios, ornamentos, cinturones y pasadores para el cabello. Deseaba fervientemente que acabara el ritual. Habría preferido que me dijeran dónde estaban aquellas cosas y cogerlas yo misma, pero no tenía autoridad para cambiar las reglas. Empecé a comprobar que la vida imperial no era más que una serie de minuciosos pormenores. Mi mayor problema era la paciencia.

An-te-hai me hacía compañía mientras me peinaban. Me divertía con relatos y chistes. Se quedaba de pie detrás de mí, frente al espejo.

Primero el peluquero me suavizaba el pelo con agua perfumada. Luego le aplicaba aceite de un extracto de girasoles de montaña. Después de peinarlo, me lo recogía en una cola. Aquella mañana intentaba darle la forma de un cisne. El proceso me fastidiaba y estaba empezando a sacarme de quicio. Para aliviar la tensión, An-te-hai me preguntó si me apetecía conocer detalles del cinturón del emperador Hsien Feng. Le contesté que no me interesaba.

– El cinturón es del color imperial, amarillo, por supuesto -empezó An-te-hai, ignorándome-. Es una obra de auténtica artesanía manchú, funcional, pero exquisita. -Al ver que yo no protestaba, continuó-: Está reforzado con crin de caballo y decorado con cintas de seda blanca plegadas. El cinturón lo ha heredado de los antecesores de su majestad y lo ciñe durante las ceremonias importantes. El astrólogo de la corte especifica exactamente cuándo debe su majestad ponerse semejantes prendas. Por lo general, el emperador Hsien Feng también lleva un cilindro de marfil con mondadientes, un cuchillo con funda de cuerno de rinoceronte y dos bolsitas de perfume con bordados de minúsculas perlas. En su origen estaban hechos de lino rígido y se utilizaban para sustituir una brida rota.

Sonreí, agradeciendo las intenciones del eunuco. An-te-hai siempre sabía cómo satisfacer mis ansias de conocimiento.

– ¿Sabe Nuharoo lo que tú sabes? -le pregunté a Ante-hai.

– Sí, mi señora, lo sabe.

– ¿Fue eso parte de la razón por la cual la eligieron?

An-te-hai se quedó callado. Estaba segura de que no quería ofenderme. Cambié de tema y le anuncié:

– An-te-hai, a partir de ahora serás el responsable de renovar mi conocimiento acerca de la vida regia.

Evité pronunciar la palabra «enseñarme»; notaba que Ante-hai se sentiría más cómodo y me informaría mejor si me comportaba como su ama en lugar de como su alumna.

– Quiero que me sugieras qué debería vestir durante la inminente celebración del Año Nuevo chino.

– Bueno, primero tenéis que aseguraros de que nunca vestiréis por encima de vuestro rango, pero no querréis parecer poco imaginativa. Eso equivale a decir que tendréis que prever qué vestirá la gran emperatriz y la emperatriz Nuharoo.

– Parece juicioso.

– Supongo que se acicalarán con colgantes de jadeíta en forma de hojas de loto y demás ornamentos de perla y turmalina rosada. Se cuidarán de no pisar al emperador Hsien Feng. Su colgante es la figurita de una triple cabra, un signo auspicioso que lleva solo la víspera del Año Nuevo chino.

– ¿Cuál debería ser mi colgante?

– Cualquier signo o símbolo que sea de vuestro agrado, mientras no eclipse a las dos damas. Como he dicho, tampoco querréis vestir mal, porque no deseáis perder la atención del emperador. Deberéis hacer todo lo que esté en vuestra mano para descollar entre los millares de concubinas. Puede que no veáis a vuestro marido más que en estas ocasiones.

Me habría gustado poder invitar a An-te-hai a desayunar conmigo y que no hubiera tenido que servirme, mirarme comer y luego ir a sus dependencias a comer un ñame frío.

An-te-hai agradecía mis sentimientos y era feliz de servirme como un esclavo. Yo sabía que estaba tejiendo su futuro en torno a mí. Si me convertía en favorita de Hsien Feng, su posición se elevaría, pero su majestad no me hacía ni caso. ¿Cuánto tendría que aguardar? ¿Disfrutaría alguna vez de una oportunidad? ¿Por qué no tenía noticias del eunuco jefe Shim?

Habían pasado siete semanas desde que entrara en el palacio de la Belleza Concentrada. Ya no miraba los tejados vidriados amarillos. Su esplendor se había apagado para mis ojos. La tarea de elegir vestidos por la mañana me aburría hasta las lágrimas. En aquel momento caí en la cuenta de que iba a vestirme para que nadie más lo viera. Ni siquiera mis eunucos y damas de honor estarían allí para contemplar la perfección de mi belleza. Tenían instrucciones de retirarse cuando no se les llamaba. Solía acabar sola una vez estaba completamente vestida.

Cada día me encontraba en medio de un palacio majestuoso pero vacío, con la nuca rígida y dolorida desde la mañana hasta el mediodía. En innumerables ocasiones soñaba la visita del emperador Hsien Feng. En mis fantasías venía, me tomaba de la mano y me abrazaba con pasión.

Últimamente me sentaba junto al estanque, vestida como una loca, y observaba las tortugas y las ranas. Por la mañana, el sol se demoraba en el jardín y dos tortugas nadaban perezosamente. Flotaban en el agua un rato y luego se arrastraban hasta una roca plana para relajarse. Lentamente una se subía encima de la otra y yacían inmóviles en aquella posición durante horas, y yo me sentaba junto a ellas.

«Los hermosos ojos abiertos parecen muertos, aunque su postura es erguida y su traje magnífico»; versos de viejas óperas se repetían dentro de mi cabeza.

An-te-hai apareció entre los arbustos con una taza de té en una bandeja.

– ¿Estáis pasando un buen día, mi señora?

An-te-hai colocó el té delante de mí.

Suspiré y le dije que no me apetecía. An-te-hai sonrió, se inclinó y apartó con delicadeza las tortugas, que volvieron al agua.

– Estáis demasiado ansiosa, mi señora. No deberíais estar así.

– La vida es demasiado larga en la Ciudad Prohibida, Ante-hai. Incluso los segundos tardan en pasar.

– Llegará el día -anunció An-te-hai, con una expresión que demostraba su sinceridad- en que su majestad el emperador os mande llamar, mi señora.

– ¿Me llamará a su lado?

– Debéis creer que así lo hará.

– ¿Por qué habría de llamarme?

– ¿Y por qué no habría de hacerlo?

An-te-hai, que estaba arrodillado, se levantó.

– ¡No me des falsas esperanzas, An-te-hai!