– El hombre que me lo cortó colecciona penes. Los guarda en tarros de conserva y los oculta. Espera que triunfemos para volver a vendernos los penes por una fortuna. Me gustaría ser enterrado entero cuando muera, mi señora. Todos los eunucos lo hacen. Si no consigo que me entierren entero, en la próxima vida seré un tullido.
– ¿De veras crees eso?
– Sí, majestad.
– ¿Y tu otro sueño?
– Mi otro sueño es honrar a mis padres. Quiero demostrarles que he triunfado. Mis padres tienen catorce hijos. Ocho de ellos murieron de hambre. Mi abuela, que me crió, nunca comió una comida entera en su vida. No sé si volveré a verla alguna vez… Está muy enferma y la extraño terriblemente. -An-te-hai hizo un esfuerzo por sonreír mientras intentaba contener las lágrimas-. Lo veis, mi señora, soy una ardilla con la ambición de un dragón.
– Eso es lo que me gusta de ti, An-te-hai. Me gustaría que mi hermano Kuei Hsiang tuviera tu ambición.
– Me halagáis, mi señora.
– Supongo que tú también conoces ya mi sueño.
– Un poco, mi señora. Me atrevo a admitirlo.
– Parece tan inalcanzable como el tuyo, ¿verdad?
– Paciencia y fe, mi señora.
– Pero el emperador Hsien Feng no me ha llamado a su lecho. No puedo más de dolor y vergüenza. -No me atreví a enjugarme las lágrimas que corrían por mis mejillas-. He entrado en la Ciudad Prohibida, pero parece que nunca ha existido mayor distancia entre mi cama y la de su majestad. No sé qué hacer.
– Cada día estáis más delgada, mi señora. Me duele ver que apartáis vuestra comida.
– An-te-hai, dime, ¿en qué me estoy convirtiendo?
– En una peonía en flor, mi señora.
– Lo era, pero ahora me estoy agostando y pronto la primavera se esfumará y la peonía morirá.
– Hay otra manera de verlo, mi señora.
– Muéstramela.
– Bien, para mí vos no sois una flor muerta, sino un camello.
– ¿Un camello?
– ¿Habéis oído el refrán «Un camello muerto es mayor que un caballo»?
– ¿Qué significa?
– Significa que seguís teniendo más oportunidades que la gente humilde.
– Pero lo cierto es que no tengo nada.
– Me tenéis a mí.
Se acercó de rodillas, levantó los ojos y me miró.
– ¿Y qué puedes hacer tú?
– Puedo descubrir qué concubinas han compartido lecho con su majestad y cuál fue su suerte.
Capítulo 8
Lo primero que atrajo mi atención en el Gran Teatro Changyi del Sonido Magnífico no fue el emperador Hsien Feng, ni sus invitados, ni el fabuloso decorado operístico, ni los actores con sus atuendos. Fue la diadema de la cabeza de Nuharoo, hecha de perlas, coral y plumas de martín pescador en forma de la letra shou, longevidad. Tuve que apartar la mirada para mantener la sonrisa en mi rostro.
Me condujeron a través de una puerta férreamente custodiada y un pasillo; luego entré en el teatro al aire libre, que estaba en un patio. Los asientos ya estaban ocupados. El público vestía con fastuosidad. Eunucos y damas de honor recorrían los pasillos con bandejas llenas de teteras, tazas y comida. La ópera había empezado, sonaban gongs y campanas, pero la multitud no se callaba. Más tarde supe que era costumbre que el público siguiera hablando durante la representación. Me pareció una molestia, pero era la tradición imperial.
Miré a mi alrededor. El emperador Hsien Feng estaba sentado junto a Nuharoo en el centro de la primera fila. Ambos vestían túnicas amarillas de seda bordadas con los motivos del dragón y el fénix. La diadema del emperador estaba coronada por una gran perla manchú y tenía incrustaciones de plata con cintas y borlas. La cinta de su barbilla era de marta cibelina.
Hsien Feng observaba la representación con gran interés. Nuharoo se sentaba con elegancia, pero no centraba su atención en el escenario; miraba a su alrededor sin girar la cabeza. A su derecha se sentaba su suegra, la gran emperatriz. Vestía una túnica de seda bermellón con mariposas azules y púrpura bordadas. El maquillaje de la gran emperatriz era más dramático que el de los actores que estaban sobre el escenario. Se había pintado las cejas tan oscuras y gruesas que parecían dos trozos de carbón. Se le movía la mandíbula de un lado a otro como si mascara nueces. Su boca pintada parecía un caqui mustio. Sus ojos barrían al público de un lado a otro como una escoba. Detrás de ellas las nueras imperiales, las damas Yun, Li, Mei y Hui, todas suntuosamente vestidas, se sentaban con cara de palo. Detrás y a los lados, los príncipes de la realeza, sus familias y otros invitados.
El eunuco jefe Shim vino a saludarme. Me disculpé por llegar tarde; aun cuando no era culpa mía, el palanquín no había llegado puntual. Me dijo que mientras pudiera sentarme sin molestar a mi marido y a mi suegra, todo iría bien.
– Su majestad nunca exige realmente la presencia de sus concubinas -dijo Shim, haciéndome caer en la cuenta, para mi aplastante decepción, de que yo estaba allí solo por mera formalidad.
El eunuco jefe Shim me ayudó a sentarme entre la dama Li y la dama Mei. Me disculpé por distraerlas y ellas me devolvieron educadamente las reverencias sin decir nada.
Nos concentramos en la ópera. Se llamaba Las tres batallas entre el rey mono y la zorra blanca. Me sorprendió el talento de los actores, quienes, según me dijo la dama Mei, eran eunucos. Me gustó en especial la zorra blanca. Su voz era excepcional y hermosa y su danza tan sensual que olvidaba que era un actor y no una actriz. Para lograr aquel nivel de destreza y flexibilidad los actores empezaban su entrenamiento desde muy niños.
La representación llegó al momento de acción en que los monos desplegaron sus acrobacias. Dando volteretas y saltos mortales, el rey mono saltó sobre los hombros de los monos más pequeños, se propulsó en el aire y aterrizó suavemente en la rama de un árbol, un apoyo hecho de madera pintada.
La multitud aplaudió. El rey mono se encaramó de un salto a una nube, una tabla colgada del techo mediante cuerdas. Cayó una gran tela blanca que representaba la cascada celestial, izaron la nube y el actor salió.
– ¡Shang! ¡Dadle una propina! ¡Shang! -gritaba el emperador mientras aplaudía.
El público lo imitaba y gritaba:
– ¡Shang! ¡Shang! ¡Shang!
La cabeza de Hsien Feng se mecía como el tambor de un mercader. A cada golpe del gong, pataleaba y reía.
– ¡Excelente! -gritó, señalando a los actores-. ¡Tenéis pelotas! ¡Grandes pelotas!
Bandejas de nueces y platos de temporada pasaban junto a la gran emperatriz. Como no había comido nada desde la noche anterior, me serví panecillos de bayas, dátiles, judías dulces y nueces. Parecía ser la única que realmente disfrutaba de la ópera además de la gran emperatriz. El resto de las damas parecían aburridas; Nuharoo se esforzaba en parecer interesada, la dama Li bostezaba y la dama Mei charlaba con la dama Hui.
Para animar a sus nueras, la gran emperatriz nos ofreció abanicos de papel. Los cogimos e hicimos una reverencia en dirección a su majestad; luego nos sentamos y abrimos los abanicos.
Era el momento de la escena culminante. Los monos guiados por su rey, todos a cuatro patas, rodeaban al enemigo, la agonizante zorra blanca, que cantaba al público:
El público aplaudió al cantante y la dama Yun se levantó. Supuse que necesitaba ir al excusado, pero algo en su movimiento atrajo mi atención: contoneó el trasero y su vientre parecía hinchado.