– El eunuco encargado del templo tomará nota de vuestro nombre. Tiene la obligación de informar a su majestad cada vez que alguien presenta respetos a sus antepasados en su nombre.
No sabía cómo se honraba a los antepasados imperiales. Según An-te-hai, todo lo que tenía que hacer era arrojarme al suelo y reverenciar a los diversos retratos y estatuas de piedra. No parecía duro.
Al alba siguiente viajé en el palanquín con An-te-hai caminando a mi lado. Atravesamos la logia de la Fresca Fragancia y luego la puerta del Valor Espiritual. En una hora llegamos al templo de la Paz Eterna. Delante de mí se levantaba un espacioso edificio con cientos de pájaros anidando bajo sus aleros.
Me recibió un joven monje que también era eunuco, con mejillas sonrosadas y un lunar entre las cejas. An-te-hai anunció mi nombre y título y el monje sacó un gran libro de registro y un pincel, lo mojó en tinta y apuntó mi nombre en mayúsculas en el libro.
Me condujeron hasta el interior del templo. Después de pasar por unas cuantas arcadas, el monje dijo que tenía que atender unos asuntos y desapareció detrás de una hilera de columnas. An-te-hai le siguió.
Miré a mi alrededor; la sala gigante, de varios pisos de altura, estaba llena de estatuas doradas. Todo estaba pintado en tonos dorados. Había templos dentro del templo. Los pequeños templos hacían juego con el diseño del principal.
Por un arco lateral apareció un monje anciano. Tenía una barba blanca que le llegaba casi hasta las rodillas. Sin hablar, me dio una botella llena de varillas de incienso. Le seguí hasta una serie de altares.
Encendí el incienso, me puse de rodillas y reverencié las diversas estatuas. No tenía ni idea de a qué antepasado estaba adorando. Moviéndome a través del templo, repetí el acto una y otra vez. Después de rendir homenaje a una docena de antepasados, estaba cansada. El monje se sentaba en un rincón con los ojos cerrados. Salmodiaba, tapando con una mano el instrumento de canto, un mooyu, o pez de madera. La otra mano jugueteaba con una ristra de cuentas de oración. Su canto átono me recordaba a las plañideras profesionales que contratábamos en el pueblo para los funerales.
Me encontraba muy a gusto en el templo. Como nadie miraba, mis reverencias eran cada vez menos pronunciadas. Gradualmente las reverencias fueron sustituidas por simples inclinaciones de cabeza. Mis ojos se aseguraron de que el monje no descubría mi artimaña. Seguí mirándole hasta que el sonido de su mooyu se extinguió en el silencio. Debió de quedarse dormido. Me enjugué el sudor pero permanecí en posición reverencial por si acaso. Mis ojos iban de un rincón a otro. El templo estaba lleno de dioses de todo tipo. Además del dios oficial manchú, que se llamaba Shaman, había dioses taoístas, budistas y Kuan Kong, un dios popular chino.
– Hubo un príncipe que durante su culto descubrió que el caballo de arcilla del dios chino estaba sudando -me dijo el monje de repente como si me hubiera estado mirando todo el rato-. El príncipe llegó a la conclusión de que el dios debía de haber estado trabajando duro a lomos de su caballo, patrullando los palacios. A partir de entonces, Kuan Kong se convirtió en una figura clave para los fieles de la Ciudad Prohibida.
– ¿Por qué cada dios se sienta en su propio altar? -le pregunté.
– Porque merecen atención por quienes son -respondió el monje-. Por ejemplo, el venerable Tsongkapa fue el padre fundador de la secta amarilla del budismo. Es el que se sienta en una silla dorada junto a esa pared llena de cientos de pequeñas reproducciones de sí mismo. A sus pies hay un sutra budista escrito en manchú.
Mis ojos se dirigieron al fondo del pasillo, donde se exhibía una gran pintura de seda vertical. Era un retrato del emperador Chien Lung con una túnica budista. Le pregunté al monje si Chien Lung, mi abuelo político, era creyente. El monje me informó de que no solo era un devoto budista sino también un adepto de la religión Mee Tsung, que en su origen era una rama del budismo.
– Su majestad hablaba tibetano y leía los sutras en ese idioma -dijo el monje, y siguió golpeando su mooyu.
Estaba agotada. Ahora entendía por qué las otras concubinas no querían ir.
El monje se levantó de su alfombra de oración y dijo que debíamos irnos. Le seguí hasta un altar situado en un patio abierto. Me guió hasta arrodillarse enfrente de un bloque de mármol y empezó su salmodia otra vez.
Era mediodía y el sol me daba directamente en la espalda. Recé por que acabara la ceremonia.
Según An-te-hai, aquel debía ser el último acto. El monje estaba a mi lado de rodillas, y su barba tocaba el suelo. Después de tres pronunciadas reverencias, se levantó. Abrió un manuscrito de acciones escritas y empezó a leer en mandarín los nombres de los antepasados seguidos de descripciones de sus vidas. Las descripciones eran muy similares; todo alabanzas y nada de críticas. Palabras como «virtud» y «honor» aparecían en cada párrafo. El monje me indicó que golpeara el suelo con la frente cinco veces por cada nuevo nombre. Seguí sus instrucciones.
Los nombres de la lista del monje parecían interminables y la frente empezaba a despellejárseme. Solo la idea de que la ceremonia estaba a punto de acabarse me daba fuerza para seguir, pero me equivocaba. El monje continuó su lectura. Tenía la nariz a pocos milímetros de sus pies y podía ver sus callos. Pensé que llegado este punto debía de sangrarme la frente. Me mordí el labio. Por fin acabó con la lista, pero entonces dijo que tenía que repetir la misma ceremonia en idioma manchú.
Recé por que An-te-hai viniera a rescatarme. ¿Dónde estaba? El monje había empezado en manchú. Canturreaba y yo no entendía nada salvo los nombres de los emperadores. Estaba a punto de perder la consciencia cuando vi a An-tehai, que corrió hacia mí y me ayudó a levantarme.
– Lo siento, mi señora. No sabía que este monje seguiría leyendo hasta que su víctima falleciera. Pensé que mis hermanos bromeaban cuando me lo dijeron.
– ¿Puedo irme ahora? -pregunté.
– Me temo que no, mi señora. Vuestra buena acción no será registrada hasta que se complete del todo.
– ¡No sobreviviré!
– No os preocupéis -susurró An-te-hai-. Le acabo de ofrecer una suculenta propina. Me ha asegurado que el resto de la ceremonia durará poco.
Dioses de piedra se alineaban en el extremo del lugar, un espacio abierto con una pared orientada hacia el oeste. En el sudeste se levantaba un mástil de bandera. Sobre el mástil había un comedero de pájaros. Se decía que los pájaros entregaban los mensajes del emperador a los espíritus. Había un extraño objeto colgando de la pared. Al acercarme pude observar que era una bolsa de algodón de color tierra.
– La bolsa perteneció al padre fundador de la dinastía, el rey Nurhachi -explicó el anciano monje-. Dentro están los huesos del padre y el abuelo del rey. Nurhachi los devolvió a la tribu para ser enterrados después de que los dos hombres fueran asesinados por el enemigo.
El monje dio unas palmadas. Aparecieron dos mujeres con los rostros cubiertos de barro.
– Las brujas de las tribus Shaman -dijo el monje a modo de presentación.
Las túnicas de las mujeres estaban llenas de dibujos de arañas negras. Escamas de cobre cubrían sus sombreros. En la cabeza, orejas y cuello, llevaban abalorios hechos con huesos de frutas, y campanas atadas a las extremidades. Tambores de diferentes tamaños colgaban de sus cuellos y cinturas. Una «cola» marrón de tiras de cuero trenzadas, de un metro de largo, les salía del trasero. Al empezar a bailar me rodearon. La boca les olía a ajo. Cantaban imitando sonidos de animales.
Nunca había visto una danza tan turbadora. Las mujeres permanecían en cuclillas la mayor parte del tiempo. Las «colas» parecían un excremento fibroso.
– ¡No os mováis! -gritó el monje al ver que intentaba estirar las piernas.