También por influencia de mi madre me enloquecían las óperas de Pekín. Era tan aficionada que ahorraba todo el año con el fin de contratar a una compañía de cómicos del lugar para que actuaran en casa durante el Año Nuevo chino. Cada año la troupe representaba una ópera diferente. Mi madre invitaba a todos los vecinos y a sus hijos. Cuando cumplí los doce años, la compañía representó Hua Mulan.
Me enamoré de la mujer guerrera, Hua Mulan. Después del espectáculo volví al improvisado escenario y vacié mi monedero para darle una propina a la actriz, que me dejó ponerme su disfraz e incluso me enseñó el aria «Adiós, mi vestido». Durante el resto del mes, la gente que pasaba por el lago podía oírme cantarla a un kilómetro de distancia.
A mi padre le complacía contarnos la historia de las óperas; le encantaba demostrar su conocimiento. Nos recordaba que éramos manchúes, la clase dominante de China.
– Los manchúes son quienes aprecian y promocionan el arte y la cultura chinos.
A medida que el alcohol se adueñaba del humor de mi padre, se iba animando más. Ponía a los niños en fila y nos preguntaba sobre detalles del antiguo sistema de portaestandartes. No nos dejaba hasta que todos los niños nos sabíamos de memoria que cada portaestandarte se identificaba por su rango, como cuartelado, liso, blanco, azul, rojo y azul.
Un día mi padre nos mostró un mapa de China. China era como la copa de un sombrero rodeado de países ansiosos y acostumbrados a prometer fidelidad al hijo del cielo, el emperador. Entre estos países figuraban Laos, Siam y Burma al sur, Nepal al oeste, Corea y las islas Ryukyu y Sulo al este y sureste, Mongolia y Turquestán al norte y noroeste.
Años más tarde, cuando recordaba la escena, comprendí por qué mi padre nos enseñó el mapa; el contorno de China estaba a punto de cambiar. Cuando mi padre falleció en los años cuarenta del siglo XIX, durante los últimos años del reinado del emperador Tao Kuang, se agravaron las revueltas campesinas. En medio de una sequía estival, mi padre tardó meses en volver a casa. A mi madre le preocupaba su seguridad, pues había oído decir que en una provincia vecina los campesinos descontentos habían incendiado la mansión del gobernador. Mi padre estuvo viviendo en su despacho intentando controlar a los rebeldes. Un día llegó un edicto; para conmoción de todos, el emperador destituyó a mi padre.
Mi padre llegó a casa profundamente avergonzado. Se encerró en su estudio y se negó a recibir visitas. En un año su salud se quebrantó y no tardó en morir. Las facturas del médico se apilaban incluso después de su muerte. Mi madre vendió todas las pertenencias de la familia, pero aun así no pudimos liquidar las deudas. Ayer mi madre vendió su último artículo: un recuerdo de boda de mi padre, un pasador para el pelo de jade verde en forma de mariposa.
Antes de abandonarnos, los criados dejaron el ataúd en la orilla del Gran Canal desde donde se divisaban los barcos que pasaban y que tal vez pudieran echarnos una mano. El calor arreciaba y el aire cesó. El olor a descomposición que emanaba del ataúd era cada vez más intenso. Pasamos la noche a la intemperie, atormentados por el calor y los mosquitos. Mis hermanos y yo oíamos rugir los estómagos de los demás.
Me levanté al alba y oí el lejano repiqueteo de los cascos de un caballo; pensé que estaba soñando. En un instante un jinete apareció ante mí. Me sentía mareada de cansancio y hambre. El hombre desmontó y vino directamente hacia mí; sin pronunciar palabra me ofreció un paquete atado con una cinta. Me dijo que era de parte del taotai de la ciudad. Perpleja, corrí hasta mi madre, que abrió el paquete. Dentro había trescientos taels de plata.
– ¡El taotai debía de ser amigo de vuestro padre! -gritó mi madre.
Gracias al jinete volvimos a contratar a los criados, pero la buena suerte no duró. A pocos kilómetros, según descendíamos por la orilla del canal, nos detuvo un grupo de hombres a caballo encabezados por el propio taotai.
– Se ha cometido un error. Mi jinete ha entregado los taels a la familia equivocada.
Al oír esto mi madre cayó de rodillas. Los hombres del taotai recuperaron los taels. De repente me venció el cansancio y me caí sobre el ataúd de mi padre.
El taotai caminó hasta el ataúd y se puso en cuclillas como si examinase las vetas de la madera. Era un hombre corpulento de rasgos duros. Al cabo de un momento, se volvió hacia mí; esperé a que me hablara pero no lo hizo.
– ¿Tú no eres china, verdad? -preguntó por fin, con los ojos fijos en mis pies descalzos.
– No, señor -respondí-. Soy manchú.
– ¿Cuántos años tienes? ¿Quince?
– Diecisiete.
Asintió con la cabeza. Sus ojos continuaron examinándome de arriba abajo.
– El camino está lleno de bandidos. Una muchacha bonita como tú no debería caminar.
– Pero mi padre necesita volver a casa. -Se me escaparon las lágrimas.
El taotai me cogió la mano y depositó en ella los taels de plata.
– Mis respetos a tu padre.
Nunca olvidaré lo del taotai. Cuando fui emperatriz de China, le busqué e hice una excepción para promocionarle. No solo lo nombré gobernador de la provincia sino que también le concedí una suculenta pensión vitalicia.
Capítulo 2
Entramos en Pekín por la puerta del sur. Me fascinaron las enormes murallas rosadas; estaban por todas partes, una detrás de otra, devanándose alrededor de la ciudad entera. Tenían casi cinco metros de altura y seis de grosor. En el corazón oculto de la capital tentacular y baja, se asentaba la Ciudad Prohibida, el hogar del emperador.
Nunca había visto tanta gente junta. El olor a carne asada invadía el aire. La calle en la que nos encontrábamos tenía más de siete metros de ancho y se prolongaba un kilómetro y medio hasta la puerta del Cenit, flanqueada por apiñados puestos hechos con esteras y tiendas festoneadas de banderas que anunciaban sus mercancías. Había mucho que ver: funambulistas haciendo piruetas y florituras, adivinos interpretando el I Ching, acróbatas y malabaristas realizando números con osos y monos, cantantes populares recitando viejas leyendas, ataviados con extravagantes máscaras, pelucas y trajes; ebanistas de manos industriosas. Parecían escenas salidas de una ópera clásica china. Los herbolarios exponían grandes setas negras y secas. Un acupuntor clavaba agujas en la cabeza de un paciente y le hacía parecer un puercoespín. Los restauradores reparaban la porcelana con pequeños remaches; era un trabajo tan delicado como un bordado. Los barberos musitaban sus canciones favoritas mientras afeitaban a los clientes. Los niños gritaban felices al paso de camellos de ojos pícaros y andar elegante cargados con pesados fardos.
Clavé la mirada en las bayas recubiertas de azúcar pinchadas en palitos. Me habría sentido muy desgraciada de no haber visto un grupo de coolies acarreando sobre sus hombros desnudos pesados cubos en los extremos de una caña de bambú. Los hombres recogían las heces para los mercaderes de estiércol. Avanzaban despacio hacia los barcos que aguardaban en el canal.
Nos recibió un pariente lejano al que llamábamos Tío Undécimo, un hombre menudo y arisco de la familia de mi padre. Nuestra llegada no le agradó. Se quejó de los problemas por los que atravesaba su tienda de comida seca.
– No ha habido demasiada comida que secar estos últimos años -dijo-. Todo comido. No queda nada que vender.
Mi madre se disculpó por las molestias y dijo que nos iríamos en cuanto nos recuperáramos. Él asintió y luego advirtió a mi madre acerca de la puerta:
– Se sale del quicio.
Por fin enterramos a mi padre. No hubo ceremonia porque no podíamos pagarla. Nos instalamos en la casa de tres habitaciones de nuestro tío, en un recinto residencial de un familiar situado en el callejón del Peltre. En el dialecto local, este tipo de recintos se llamaba hootong. La ciudad de Pekín estaba tejida de hootongs como una telaraña. La Ciudad Prohibida constituía el centro y cientos de miles de hootongs formaban la red. El callejón de mi tío estaba en el lado este de una calle cercana al canal de la ciudad imperial. El canal corría paralelo a las altas murallas y servía de vía navegable privada del emperador. Yo miraba los barcos con las banderas amarillas descendiendo por el canal. Detrás de las murallas se alzaban árboles altos, tan espesos como flotantes nubes verdes. Los vecinos nos advirtieron de que no miráramos hacia la Ciudad Prohibida.