Las danzarinas se alejaron de un salto y fueron a rodear el mástil. Daban vueltas como pollos sin cabeza con los brazos hacia el cielo. Gritaron:
– ¡Cerdo! ¡Cerdo!
Cuatro eunucos trajeron un cerdo atado. El animal gemía. Las bailarinas saltaban por encima de él sin cesar. Se llevaron el cerdo. Trajeron una bandeja dorada con un pez moviéndose en ella. El monje me contó que habían cogido el pez en el estanque vecino. El monje joven regresó y ató el pez hábilmente con una cinta roja.
– ¡De pie!
El monje anciano me levantó y me cogió de la mano derecha. Antes de que me percatara de lo que sucedía, me pusieron un cuchillo en la mano y me obligaron a abrir el pez.
An-te-hai y el monje joven me sujetaban con sus rodillas y brazos para que no me cayese.
Trajeron la cabeza blanqueada del cerdo en una gran bandeja. El monje anciano me dijo que era el cerdo lastimero que acababa de ver hacía un momento.
– Solo un cerdo recién muerto y hervido garantiza la magia.
Cerré los ojos y respiré hondo. Alguien me cogió la mano derecha e intentó aflojar mis agarrotados dedos. Abrí los ojos y vi a las bailarinas, que me ofrecían un cuenco dorado.
– ¡Sujetadlo! -ordenó el monje anciano.
Me sentía demasiado débil para protestar.
Trajeron un gallo y lo colocaron ante mí. Una vez más me dieron un cuchillo. El cuchillo se me seguía cayendo de los dedos. El monje cogió el cuenco en sus manos y me dijo que sujetara el gallo.
– ¡Cortadle la cabeza y derramad su sangre en el cuenco!
– No puedo. -Sentí que estaba a punto de desmayarme.
Lo último que recuerdo es que derramaba vino sobre los adoquines donde estaban el pez, el cerdo y el gallo bañados en su sangre.
De regreso al palanquín, vomité. An-te-hai me dijo que cada día se pasaba un cerdo por la puerta del Trueno y la Tormenta y se sacrificaba a mediodía. Se suponía que los cerdos decapitados se desechaban después de la ceremonia, pero no era así. Los eunucos del templo los escondían, los troceaban y los vendían a buen precio.
– Durante más de doscientos años, el caldo del gran caldero donde se cuecen los cerdos no se ha cambiado -me explicó An-te-hai-. Nunca se deja apagar el fuego del fogón. Los eunucos venden la carne del cerdo: «No es una carne corriente. ¡Ha sido sumergida en la sopa celestial! ¡Te dará suerte y fortuna a ti y a tu familia!».
Nada cambió después de mi visita al templo. Al final del otoño, la esperanza de atraer la atención del emperador Hsien Feng se desvaneció. Toda la noche escuchaba cantar a los grillos. Los grillos del jardín imperial no suenan igual que los de Wuhu. Los grillos de Wuhu cantaban cortas melodías, de tres compases cada intervalo. Los grillos imperiales cantaban sin descanso.
An-te-hai me contó que las concubinas mayores, que vivían en el palacio de la Tranquilidad Benevolente, criaban grillos. Cuando el tiempo era cálido, los grillos empezaban a cantar justo después de anochecer. Miles de grillos vivían en yoo-hoo-loos, vasijas en forma de botella que las concubinas hacían con calabazas secas.
Aquel año la estación de las lluvias empezó pronto y las flores se troncharon. Pétalos blancos alfombraban el suelo y su fragancia era tan intensa que llenaba mi habitación. Las raíces de mis peonías estaban empapadas por las lluvias, que duraban todo el día, y empezaban a pudrirse. Los arbustos estaban enfermos y tenían manchas parduscas. Había charcos por todas partes. Dejé de salir al exterior después de que Ante-hai pisara un escorpión de agua y se le hinchara el tobillo como una cebolla.
Cada día emprendía la misma rutina. Me maquillaba y me vestía por la mañana y me quitaba todo aquello por la noche. Esperaba a su majestad sin hacer nada más. El sonido de los grillos se hacía cada vez más triste a mis oídos. Intenté no pensar en mi familia.
An-te-hai fue al palacio de la Tranquilidad Benevolente y regresó con una cesta llena de yoo-hoo-loos hermosamente tallados. Quería enseñarme a criarlos y a tallar las calabazas. Me prometió que eso me ayudaría a sobrellevar mi soledad, como tantas otras concubinas. La calabaza, según me explicó, era un símbolo auspicioso; implicaba un deseo de «descendencia numerosa».
– Aquí están las semillas del año pasado. -An-te-hai me ofreció un puñado; parecían semillas de sésamo negro-. Se plantan en la primavera. Cuando florecen, las calabazas empiezan a tomar forma. Se diseña una jaula que obligue a la calabaza a crecer en la forma deseada: redonda, rectangular, cuadrada o asimétrica. Cuando está madura, la cáscara se endurece. Se saca la calabaza de la trama, se vacían las semillas y se labra una obra de arte.
Estudié las calabazas que An-te-hai había traído. Los dibujos y colores eran intrincados y vivos. Un motivo de primavera se repetía continuamente. Me impresionó una pieza en la que figuraban unos bebés jugando en un árbol.
Después de cenar An-te-hai me llevó a visitar el palacio de la Tranquilidad Benevolente. Llevábamos cada uno calabazas secas. En lugar de pedir el palanquín, fui caminando. Atravesamos tres patios. Al acercarnos al palacio, se hizo más intenso el olor a incienso. Cruzamos nubes de humo. Oí sonidos plañideros e imaginé que eran monjes entonando sus salmodias.
An-te-hai sugirió que nos detuviéramos primero en el pabellón del Arroyo para devolver las calabazas secas. Al pasar por la puerta y entrar en el jardín, me sorprendieron los grandiosos templos que cubrían las colinas. Por todas partes había estatuas de Buda. Las pequeñas eran del tamaño de un huevo y podía sentarme a los pies de las grandes. Los nombres de los templos estaban esculpidos en tableros dorados: palacio de la Excelente Salud, palacio de la Paz Eterna, salón de la Misericordia, mansión de la Nube Afortunada, mansión de la Calma Eterna. Algunos estaban construidos a partir de pabellones ya existentes; otros, a partir de habitaciones y jardines. Todo el espacio estaba lleno de pagodas y altares.
– Las concubinas más ancianas han convertido sus viviendas en templos -susurró An-te-hai-. Se pasan la vida sin hacer nada más que cantar. Cada una tiene un pequeño lecho detrás de la estatua de un Buda.
Quería saber cómo eran las concubinas, así que seguí el sonido de su cantinela. Descendí por un sendero que conducía al salón de la Abundante Juventud. An-te-hai me dijo que era el mayor de aquellos templos. Al entrar vi que el suelo estaba cubierto de figuras orantes envueltas en un humo denso. Los fieles se levantaban y se arrodillaban como la ola de un océano. Su canto era átono y en las manos movían rosarios de cuentas enceradas.
Me di cuenta de que An-te-hai no estaba conmigo; había olvidado que a los eunucos no se les permitía la entrada en ciertas zonas religiosas.
El sonido del canto se hacía más fuerte. El inmenso Buda, en mitad de la sala, sonreía con una sonrisa ambigua. Por un momento perdí el sentido de la realidad y me convertí en una de las concubinas del suelo. Me vi a mí misma tallando calabazas secas, con la piel arrugada y luego con las arrugas creciendo hasta hacerse pliegues, el cabello volviéndoseme blanco y cayéndoseme los dientes.
– ¡No! -grité.
Los yoo-hoo-loos se me cayeron de las manos. Dejaron de cantar y cientos de cabezas se volvieron hacia mí. Yo era incapaz de moverme. Las concubinas me observaban con las bocas desdentadas abiertas y el cabello tan fino que parecían calvas. Nunca había visto unas damas con semblantes tan graves. Tenían las espaldas curvadas y los miembros me recordaban los troncos retorcidos de los árboles de las cimas de las montañas. En aquellos rostros no quedaban vestigios de su pasada belleza. No imaginaba a ninguna de ellas siendo objeto del deseo del emperador. Las mujeres levantaron sus brazos delgados como palillos hacia el cielo, sus manos como garras se movían como si arañaran algo. Sentí una piedad sobrecogedora por ellas.