Yo estaba en mitad de la calle, incapaz de tomar una decisión.
– ¿En qué estás pensando, Orquídea?
– En conquistar el corazón de su majestad. -Las palabras saltaron de mi boca.
– Entonces ven, Orquídea. Contrataremos los servicios de la casa solo por lo que nos pueden enseñar: las maneras de complacer a los hombres.
Alquilamos una carreta de burros y al cabo de media hora llegamos al confín occidental de Pekín, donde las calles se estrechaban y el aire olía a agrio. Descendimos hasta el final de una calle bulliciosa en la que los mercaderes apilaban su fruta podrida y cestas de verduras. Con el rostro oculto tras un pañuelo, caminé apresuradamente con Hermana Mayor Fann y An-te-hai, hasta que nos detuvimos delante de un viejo edificio. Del segundo piso, iluminado por un farol, colgaba un cartel en el que se leía: CASA DEL LOTO.
Los tres entramos en un zaguán tenuemente iluminado. El interior estaba cubierto de murales en los que aparecían elaborados dormitorios donde personas ricamente vestidas se solazaban de todas las maneras imaginables. Los personajes estaban dibujados de modo estilizado. Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, pude comprobar el estado de deterioro en el que se hallaba: pintura desconchada y yeso caído por todas partes. El lugar desprendía un extraño olor, una mezcla de perfume y tabaco rancio.
Detrás del mostrador apareció una mujer con cara de rana fumando una pipa y saludó a Hermana Mayor Fann con una amplia sonrisa.
– ¿Qué vientos te traen por aquí, amiga mía?
– El viento del sur, madame -respondió Fann-. Vengo a pedirte un favor.
– No seas recatada acerca de tus intenciones. -La madame dio un golpecito en el hombro a Hermana Mayor Fann-. Sé que vienes con el espíritu del dios del dinero o no estarías aquí. Mi templo es demasiado pequeño para grandes fieles como tú.
– No seas modesta tú tampoco, madame -replicó Hermana Mayor Fann-. Resulta que tu pequeño templo tiene al dios con el que necesito hablar. Venid.
Y diciendo esto, me empujó hacia delante y me presentó como su sobrina del campo y a An-te-hai como a mi hermana.
La madame me miró de arriba abajo y se volvió hacia Hermana Mayor Fann.
– Me temo que no puedo ofrecer mucho. Esta chica está demasiado flaca; ¿cómo quieres que una araña teja si no tiene culo? Me costaría demasiado dinero engordarla.
– ¡Oh, no te preocupes! -Hermana Mayor Fann se inclinó hacia la madame y le dijo al oído-: Mi sobrina está aquí solo para hacer una consulta.
– Ya no me dedico a asuntos menores, lo siento. -La madame sacó un mondadientes de un estante de detrás del mostrador y empezó a hurgarse los dientes con él-. El mercado anda mal, ya sabes.
Hermana Mayor Fann me hizo un guiño, yo me aclaré la garganta y An-te-hai se acercó para darme una bolsa. Me aproximé al mostrador, saqué lo que había en el fondo de la bolsa -mi pasador de cabello en forma de libélula, con incrustaciones de jadeíta, rubíes, zafiros y perlas que brillaban a la luz- y lo puse encima del mostrador.
– ¡Oh, cielos! -La madame respiró hondo e intentó no mostrar su sorpresa. Tapándose la boca con ambas manos, estudió el pasador, lo levantó hasta la barbilla y me miró con suspicacia-. Lo has robado.
– No, no lo he robado -negué con serenidad-. Es una herencia.
– Es cierto -repitió Hermana Mayor Fann-. En su familia han sido joyeros desde hace… siglos.
– No dudo de que sea cierto -dijo la madame mientras continuaba escrutándome-. Solo me pregunto por qué tan preciado tesoro ha salido de la Ciudad Prohibida.
Para evitar la mirada de la madame, me giré y miré los murales.
– ¿Es suficiente para pagar tu consulta? -preguntó Hermana Mayor Fann.
– Eres muy amable. -La madame cogió su pipa y la llenó de hojas secas-. Mi única duda es que no sé si será seguro para mí conservarlo. Si es una pieza robada…
Se calló y trazó con la mano una soga de ahorcado en el aire.
– Vamos a otra casa, tía.
Alargué la mano para coger el pasador de cabello.
– ¡Espera! -La madame puso su mano encima de la mía; con cuidado pero con energía cogió el pasador. Su rostro se convirtió en una rosa sonriente-. ¡Oh, mi querida niña, no te atrevas a dejar en ridículo a tu tía! ¿No he dicho que no lo quiera, verdad? Está bien que hayáis acudido a mí porque soy la única señora en la ciudad que puede ofreceros lo que andáis buscando. Mi niña, voy a darte la lección de tu vida, voy a ser digna de tu preciado pasador.
Nos sentamos en la habitación principal. En ella había una gran cama con columnas decorativas que llegaban hasta el techo. Era de madera de secoya labrada con peonías, berenjenas, tomates, plátanos y cerezas que evocaban los órganos sexuales masculinos y femeninos. Las cortinas, de una blancura inmaculada, estaban perfumadas. En los estantes de obra de las paredes laterales descansaban esculturas en miniatura, la mayoría de los dioses budistas hábilmente representados en poses elegantes mientras practicaban el acto sexuaclass="underline" las mujeres montaban a los hombres en posiciones de meditación, los amantes entornaban los ojos y, entre pareja y pareja, aparecían ilustraciones de peonías rosas y berenjenas; peonías con pistilos oscuros como el vello y berenjenas con el extremo pintado de un morado más claro.
– Se trata de estimular la imaginación -comentó la madame mientras servía el té-. Cuando las chicas llegan por primera vez a mi casa, les enseño una técnica que llamamos la danza de los abanicos.
La madame abrió un armario y sacó un conjunto de objetos: una pequeña almohada redonda, un fajo de billetes y una docena de huevos en una bandeja de bambú.
– Pongo los objetos uno sobre el otro; el dinero debajo, la almohada en el medio y los huevos encima. La chica se sienta encima y en un minuto tiene que darle al fajo de billetes la forma de un abanico. La condición es que los huevos no se pueden romper.
¿Cómo era eso posible?, pensé.
La madame chasqueó los dedos. Entraron dos chicas por una puerta lateral, adolescentes vestidas con finas túnicas de brocado. Aunque sus rasgos eran agradables, no daban muestras de hospitalidad. Escupieron unas pipas de girasol, se quitaron las zapatillas de un puntapié y se subieron a la cama. Luego se abrieron de piernas y se pusieron a horcajadas sobre los huevos como dos gallinas. La madame volvió a chasquear los dedos y las muchachas empezaron a contonear el trasero. La visión era insoportablemente cómica y no pude reprimir una risita. Hermana Mayor Fann me dio un codazo y me disculpé, pero apenas podía controlarme.
– No te reirás cuando lo practiques tú, créeme -me amonestó la madame-. Se necesita mucho esfuerzo para dominar la técnica.
Pregunté para qué era aquel movimiento.
– Es para ayudarte a ganar potencia y control sobre tu cuerpo -respondió la madame-. Añade sensibilidad a tus labios inferiores.
¿Labios inferiores?, me pregunté a mí misma.
– Sigue mi consejo y practica y ya verás para qué es. Cuando domines esta técnica, provocarás tal placer al hombre que esté debajo de ti que recordará tu nombre.
Las palabras me cautivaron. Sí, me gustaría que el emperador Hsien Feng recordase mi nombre. Me gustaría que su majestad recordase el placer y a la provocadora de ese placer.
Miré el balanceo de los traseros ebúrneos e intenté imaginarme a las chicas en la cama con hombres. Se me encendieron las mejillas, no de vergüenza sino de pensar que yo iba a probar aquello.
– Llevamos mucho tiempo en el negocio -se jactó la madame, intentando despejar mis dudas-. Vienen hombres que pagan cualquier precio y les devolvemos la vida. Desatamos la bestia de los más jóvenes y retornamos la juventud a los más viejos.
Miraba a las muchachas que ahora se mecían apoyándose en sus piernas.
– Esta es una posición infalible. -La madame esbozó una misteriosa sonrisa-. Ya ves, a las muchachas de buena familia se les enseña a despreciar mi casa, las pobres ignoran que gracias a ellas tengo mi negocio. Las chicas buenas nunca sabrán lo que mis chicas saben; por tanto, ellas conservarán su casa y mis chicas se quedarán con sus maridos y su dinero.