– ¡Que paséis una noche excelente, majestad! -dije, y luego me precipité hacia la puerta.
Me habría arrepentido de haber sido más vieja o más experimentada, pero tenía dieciocho años y me bullía la sangre. La situación me había exasperado. Consciente de que sería decapitada por mi comportamiento, quería representar el acto final a mi modo.
– ¡Alto! -gritó el emperador Hsien Feng a mi espalda-. Has ofendido al hijo del cielo.
Me di media vuelta y vi una sonrisa en su cara.
– Si vais a ordenar mi castigo -dije, permaneciendo de pie y erguida-, solo os pido que tengáis la misericordia de hacerlo pronto.
Mientras hablaba, me até los lazos del camisón. ¿Qué más podía conseguir? Desde que me trasladara a la Ciudad Prohibida, había dejado de ser una persona corriente. ¿Cuál sería la reacción de Hermana Mayor Fann cuando supiera que me había dirigido al hijo del cielo como a un espíritu semejante? Sonreí solo de pensar en la cara que pondría Hermana Mayor Fann. Divulgaría la historia de la «legendaria Orquídea» hasta que le salieran pupas en los labios.
Casi con júbilo le dije a su majestad que estaba dispuesta a que se me llevaran los eunucos, pero Hsien Feng no hizo ningún movimiento. Parecía sorprendido por la situación, pero lo que sintiera ya no me importaba. Toda mi espera por la suerte que pudiera correr al día siguiente se había desvanecido; había liberado mi alma.
– Me interesas -dijo el emperador, y una sonrisa viajó por sus labios sellados.
Debía de ser el estilo imperial de tortura, pensé.
– Dime que te arrepientes de lo que has hecho. -Se acercó a mí hasta que nuestros rostros estuvieron a pocos milímetros. Había dulzura en su mirada-. Es demasiado tarde, incluso aunque te arrepientas. No te valdrá de nada suplicar. No estoy de humor para ser clemente, ni una pizca. No me queda nada de clemencia.
«Solo por esa razón te compadezco», le dije con la mirada. Me alegraba de no estar en su lugar. Podía ordenar mi muerte, pero no podía ordenar la suya. ¿Qué clase de poder era el suyo? Era un cautivo de sí mismo.
El emperador insistió en conocer mis pensamientos. Al cabo de un momento de vacilación, decidí revelárselos. Le dije que lo compadecía, aun cuando pareciera tan poderoso. Le dije que no me impresionaba que me eligiera a mí, no a un igual, sino a una esclava indefensa, para castigarme. Le dije que no le guardaría rencor por castigarme, porque podía ver que había encontrado a alguien en quien descargar su frustración y no había nada más fácil que decapitar a una concubina.
Mientras le decía esto, esperaba que se enfureciera, que llamara a los eunucos, para que me sacaran de allí y a los guardias para que me atravesaran con sus espadas, pero su majestad hizo todo lo contrario. En lugar de encolerizarse, se calmó. Parecía realmente afectado por mis palabras. Su expresión se convirtió en la obra de un escultor de arcilla poco hábil que intentaba representar una cara alegre pero le salía una amarga.
Su majestad se sentó despacio en el borde de la cama y me hizo señas para que me sentara a su lado. Le obedecí. El sonido del yoo-hoo-loo procedente del otro lado de la ventana era fuerte pero no desagradable. La luz de la luna proyectaba la sombra de una magnolia en el suelo. Me sentía extrañamente en paz.
– ¿Y si tenemos una simple conversación? -me preguntó.
No tenía ganas de responder, así que me quedé callada.
– ¿No tienes nada más que decir?
– Ya lo he dicho todo, su majestad.
– ¡Estás… sonriendo!
– ¿Estáis ofendido?
– No, me gusta. Sigue sonriendo… ¿has oído lo que he dicho?
Noté que mi expresión se congelaba ante su orden.
– ¿Qué pasa? Tu sonrisa ha desaparecido ¡Haz que vuelva! Quiero volver a ver esa sonrisa en tu rostro. ¡Ponla otra vez, ahora!
– Lo estoy intentando, majestad.
– ¡No es esa! ¡Te has llevado mi sonrisa! Cómo te atreves…
– ¿Y esta, majestad?
– No, esto no es una sonrisa, es una mueca, una mueca horrible. ¿Necesitas ayuda?
– Sí.
– Entonces dime cómo.
– Su majestad podría decir mi nombre.
– ¿Tu nombre?
– ¿Sabéis mi nombre?
– ¡Qué pregunta tan malintencionada! No, claro que no.
– Soy vuestra esposa. Soy vuestra consorte del cuarto rango.
– ¿De veras?
– ¿Mi nombre, majestad?
– ¿Tendrías la amabilidad de recordármelo?
– ¿Debería? ¿Ha tenido alguien en este reino la suerte de oír al hijo del cielo decir «tendrías la amabilidad»?
– ¿Cómo te llamas? ¡Vamos!
– ¿Por qué habríais de molestaros?
– ¡Su majestad quiere molestarse!
– Será mejor que no; tendréis pesadillas.
– ¿Por qué?
– No sé si me convertiré en un fantasma bueno, y uno malo persigue a los vivos. Supongo que su majestad es consciente de ello.
– Ya veo. -Se levantó y caminó descalzo hasta una bandeja dorada que estaba encima de su escritorio. En la bandeja había un pedacito de bambú con mi nombre en él-. Dama Yehonala. -Levantó el trozo de bambú y lo apretó en su mano-. ¿Cómo te llama tu familia, Yehonala?
– Orquídea.
– Orquídea. -Asintió y murmuró el nombre varias veces mientras dejaba caer el pedazo de bambú otra vez en la bandeja-. Bueno, Orquídea, tal vez te gustaría que te concediera un último deseo.
– No, me gustaría acabar con mi vida lo antes posible.
– Será un honor concedértelo, ¿algo más?
– No.
– Bueno, entonces -dijo el emperador-, tal vez antes de morir quieras saber por qué estás aquí esta noche.
El esfuerzo del emperador por parecer severo no podía ocultar una débil sonrisa.
– No me importa -me las arreglé para decir.
– Bueno, todo empezó con una historia que me contó el eunuco jefe Shim… Vamos, Orquídea, acuéstate aquí conmigo, no te dolerá. Tal vez esto te convierta en un fantasma bueno.
Mientras subía a la cama, se me enredó el camisón.
– Quítatelo, quítate la ropa -dijo el emperador Hsien Feng señalando mi camisón con el dedo.
Mostré mi cuerpo con azoramiento. Qué extraña obra estaba representando, pensé.
– Era la historia del emperador Yuan Ti de la dinastía Han. -El tono de su majestad era cariñoso y vital-. Al igual que yo, poseía miles de concubinas a quienes no había visto jamás. Solo tenía tiempo para elegirlas a partir de sus retratos, que pintaba un artista de la corte llamado Mao Yen-shou. Las concubinas inundaban de regalos al pintor con la esperanza de que las representase lo más deseables posible. La más bella de todas las concubinas era una muchacha de dieciocho años llamada Wang Chao-chun. Wang tenía un carácter fuerte y no creía en el soborno, creía que el artista la pintaría tal como realmente era. Pero el pintor Mao Yen-shou hizo un terrible retrato de ella. El cuadro no hacía justicia a su belleza, y como resultado el emperador Yuan Ti nunca la conoció.
»En aquellos días se presentaron en la corte muchos dignatarios para rendirle homenaje, entre ellos Shang Yu, el Gran Khan, que reinaba sobre los turcomanos y los hunos. Con la intención de fortalecer los lazos de amistad con aquel poderoso vecino, el emperador Yuan Ti le ofreció como esposa a una de sus propias concubinas, a Wang Chao-chun, a quien nunca había visto.
»Cuando la novia, que había ido a despedirse apareció ante Yuan Ti, el emperador se quedó mudo ante su belleza. No sabía que su harén guardaba una doncella de tan formidable encanto. La deseó en aquel mismo instante, pero era demasiado tarde: Wang Chao-chun ya no le pertenecía.
»En cuanto la pareja partió, Yuan Ti ordenó la decapitación de Mao Yen-shou. Incluso así, el emperador se quedó para siempre hechizado por el recuerdo de la doncella y lamentó la felicidad que podía haber sido suya.