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El emperador Hsien Feng me miró.

– Te he mandado llamar porque no quiero arrepentirme como Yuan Ti. Eres tan hermosa como te describió el eunuco jefe Shim. Eres la reencarnación de Wang Chao-chun, pero Shim olvidó decirme que también eres una mujer de carácter. Eres mejor que el té de piel de naranja que me hacen beber. Es delicioso, pero no encuentro ningún placer en su sabor.

»Estos días me sucede lo mismo con todo; no podría disfrutar de Wang Chao-chun ni aunque existiese. Y me hago preguntas sobre ti. Me temo que solo puedo pensar en el encogido mapa de China; los enemigos vienen de todas las direcciones. Me tienen agarrado por el cuello y me escupen en la cara, me apalean y vapulean. ¿Por qué iba a dormir contigo o con alguna otra concubina? ¿Cómo podría? ¿Para pasar por la peor pesadilla que un hombre puede experimentar en vida? Soy incapaz de producir un heredero, no soy distinto a un eunuco.

Empezó a reírse; había una desgarradora tristeza en sus modales y en su voz acariciadora. Conocía el mapa del que estaba hablando; era el mismo que mi padre me había enseñado. El hombre que tenía ante mí me recordaba a mi padre. También él deseaba desesperadamente recuperar el honor de los manchúes y, sin embargo, acabó desertando de su puesto. La vergüenza de su majestad me aburría; era la misma que había matado a mi padre.

Miré a Hsien Feng y pensé que era un auténtico portaestandarte. Podría haberse sentado y disfrutado del jardín y de la fiesta de las concubinas, pero prefería preocuparse hasta la impotencia.

Una necesidad de consolarlo me hizo superar el miedo. Me senté sobre las rodillas, me desaté los lazos, abrí los brazos y lo acerqué a mi pecho como una madre haría con un niño pequeño. No ofreció resistencia y así lo abracé durante un largo rato. El emperador suspiró y se apartó para mirarme. Cogí la sábana para taparme los senos desnudos.

– Quítala -dijo, tirando de la sábana-. Disfruto de lo que veo.

– ¿Mi sentencia de muerte?

Sonrió.

– Tendrás la posibilidad de seguir con vida si me ayudas a dormir bien esta noche.

La luz del sol se filtraba a través de la cámara más oscura de mi corazón y sonreí.

– ¡La sonrisa ha vuelto! -gritó alborozado, como un niño que descubre una estrella fugaz.

– ¿Es hora de que su majestad duerma?

– No es trabajo fácil -suspiró.

– Os ayudará abandonar vuestros pensamientos.

– Imposible, Orquídea.

– ¿Le gustan los juegos a su majestad?

– Los juegos ya no me interesan.

– ¿Conoce su majestad «El gozo del encuentro»?

– ¿Es una vieja canción de Chu Tun-ju, de la dinastía Sung?

– ¡Su majestad tiene una memoria excelente!

– Deja que te advierta, Orquídea, que ningún médico ha conseguido ayudarme a conciliar el sueño.

– ¿Puedo usar vuestro qin?

Alcanzó el instrumento y me lo pasó. Toqué las cuerdas y empecé a cantar.

Me inclino sobre la barandilla occidental del muro de la ciudad de Ching-ling en el otoño. Derramando sus rayos sobre la tierra, el sol vuela bajo para ver fluir al gran río. La llanura central es una maraña, los oficiales se dispersan afligidos. ¿Cuándo recuperar nuestras fronteras? Los vientos de Yang-chou vienen a enjugarme las lágrimas.

El emperador Hsien Feng escuchaba en silencio y empezó a llorar. Me pidió que cantara otra canción.

– Si fueras un actor de la compañía real, te recompensaría con trescientos taels -dijo cogiéndome la mano.

Canté; ya no quería pensar en lo extrañas que se habían puesto las cosas.

Después de acabar «Adiós, río Negro» y «La concubina ebria», su majestad quería más. Supliqué su perdón y le expliqué que no estaba preparada.

– Una última canción. -Me abrazó-. Cualquier cosa que te venga a la mente.

Mis dedos paseaban por las cuerdas y al cabo de un momento se me ocurrió una canción.

– Se llama «Inmortal en el puente de la urraca», compuesta por Chin Kuan.

Me aclaré la garganta y empecé a cantar.

– Espera, Orquídea, ¿«Inmortal en el puente de la urraca»? ¿Por qué nunca la he oído? ¿Es popular?

– Lo era.

– No es justo, dama Yehonala. El emperador de China debe estar informado de todo.

– Bueno, por eso estoy aquí, majestad. Para mí, esta letra eclipsa todos los demás poemas de amor. Cuenta la vieja leyenda del vaquero y la doncella, o la tejedora, dos estrellas separadas por la Vía Láctea. Se encuentran en el puente de la urraca una vez al año, el séptimo día del séptimo mes lunar, cuando el viento de otoño abraza el rocío.

– El dolor de la separación es conocido por muchos -dijo con serenidad el emperador-. La historia me recuerda a mi madre. Se ahorcó cuando yo tenía seis años. Era una mujer hermosa y ahora nos separa la Vía Láctea.

Me sorprendió oír aquello, pero me las arreglé para no hacer ningún comentario. En lugar de eso, me puse a cantar.

Las nubes flotan como obras de arte, las estrellas surcan el cielo con pena en el corazón. A lo largo de la Vía Láctea el Vaquero se encuentra con la Doncella. Cuando el dorado viento otoñal abraza el rocío de jade, todas las escenas de amor sobre la tierra, por muchas que sean, se desvanecen. Su pasión fluye como un torrente. Esta feliz fecha parece un sueño. ¿Podrán soportar la separación de camino a casa? Si el amor mutuo puede durar, ¿por qué necesitan estar juntos noche y día?

Antes de acabar la última nota, el emperador Hsien Feng estaba dormido. Dejé el instrumento junto a la cama, deseando que aquel momento fuera eterno, pero era hora de marcharse. Según la costumbre, debía volver a mi propio palacio a medianoche. Los eunucos vendrían pronto y se me llevarían. ¿Me volvería a llamar? Lo más probable era que el emperador Hsien Feng me hubiera olvidado cuando despertase.

Me invadió una sensación de melancolía. La suerte no me había conducido hasta la intimidad. Intenté no pensar en mi ruyi ni en mi pasador de cabello perdidos ni en la energía y la esperanza que había puesto en mi preparación. No había tenido la oportunidad de realizar la danza del abanico. Si el emperador Hsien Feng me hubiera deseado, sabía que podía haberlo hecho feliz.

Tumbada a su lado, miraba morir las velas una tras otra dentro de los faroles rojos. Me esforcé por no sentirme derrotada; ¿qué bien me haría a mí misma derrumbándome? El emperador solamente se irritaría.

La pena me ahogaba en silencio. Mi corazón flotaba en un océano estrangulado por las algas. La vela del último farol parpadeó y se apagó. La habitación quedó en penumbra. No había notado hasta entonces que las nubes tapaban la luna por completo. El canto de los yoo-hoo-loos se había unido al de otros insectos. La sinfonía nocturna era maravillosa. Estaba tumbada en la oscuridad y miraba al emperador Hsien Feng respirar apaciblemente dormido. Como un lápiz, mis ojos trazaron el contorno de su cuerpo.

Un rayo de luna cortó el suelo, un rayo blanco con destellos amarillos. Me recordó la tez de mi madre mientras miraba morir a mi padre. Cada día las arrugas se la comían un poco, y más profundamente le comían la piel. De repente un día las arrugas cambiaron el paisaje entero de su cara. Le colgaba la piel como si la tierra tirase de ella. Mi madre ya no era una mujer joven.