Contra mi voluntad, mi mente empezó a imaginarse un par de gusanos de seda copulando, en el momento en que la mitad del cuerpo del macho es tragado por el de la hembra. Estaba allí tumbada medio excitada, medio asqueada.
El emperador rugió encima de mí, murmurando palabras que no alcanzaba a entender. No podía creer que no sintiera el dolor que esperaba sentir; mi cuerpo daba la bienvenida al intruso. El emperador Hsien Feng se esforzaba como si realizara una tarea difícil. Yo también estaba incómoda. Poner el trasero en pompa no era parte de la danza del abanico. Éramos como dos monos explorando las maneras de aparearse. Al final, agotada, me tumbé boca arriba. Su cara apareció ante mí y gotas de sudor cayeron en mi boca. Arqueé la espalda y saqué pecho.
– Sigue -gritó mientras dejaba de jadear.
Podía oír mi propio pensamiento: «aplica lo que has aprendido en la casa del Loto», pero no podía mover el trasero. A tientas me tumbé boca abajo. Hsien Feng cayó sobre mí cuan largo era como una manta. Me sentí tan sorprendentemente cómoda que lloré. Sus movimientos eran rítmicos y me vinieron a la mente los versos de una ópera: «Cese el futuro, amor mío, pues el sol no será más brillante ni el día más feliz…». El placer iba siendo cada vez mayor y pronto fui presa de él. El hijo del cielo susurró entre jadeos. No estaba segura de haber oído la palabra «semilla».
Antes del alba el emperador quiso más. Fue entonces cuando tuve la oportunidad de probar mi danza del abanico. Tuvo un efecto curioso; funcionó y su majestad me dijo que era mágica. Sobre todo apreció que le llamara «amor» en mitad de la pasión y no «majestad».
Durante las noches siguientes, siguió mandándome llamar. Mi amante estaba sorprendido de poder plantar repetidamente sus semillas. Complaciéndose, me suplicó que explorase. Yo estaba preocupada por la gran emperatriz; podía acusarme de acaparar a su hijo para mí sola, de robarle los nietos «que se contaban por centenares». El placer del amor nos hacía permanecer despiertos toda la noche. Su majestad me abrazaba, mi energía parecía inagotable y dejaba que me transportase una y otra vez.
Por las mañanas nos mirábamos como si hubiéramos sido amantes durante muchos años.
– «El puente de la urraca» -empezó su majestad un día- es el cuento más hermoso que he oído jamás. Los tutores imperiales nunca me lo contaron. Me han llenado la cabeza de basura. Mis estudios se han limitado a cuadros de un imperio roto; este tipo de lecciones no tenían sentido para mí. ¿Cómo ha podido perderse todo aquello cuando cada emperador ha sido sabio? Los tutores nunca me explicaron cómo hemos llegado a tener tantas deudas con quienes nos han robado.
Yo escuchaba atentamente.
– Los tutores me dijeron que mi misión en la vida era la venganza -prosiguió-. Así que me educaron en el odio. Me amenazaban con que no tendría lugar en el templo de mis antepasados si no cumplía con mi obligación. Mi obligación es restaurar el mapa de China, pero ¿cómo voy a conseguirlo? ¡China está despedazada y me envían a combatir sin armas! Mi vida consiste en ser humillado por los bárbaros.
Me hizo sentir que era su amiga. Luego, una noche me preguntó:
– ¿Qué quieres que te conceda?
– No quiero decir «volver a veros», pero me temo que estoy empezando a desear eso.
Intenté contenerme, pero mis lágrimas me traicionaron.
– Orquídea, no te aflijas, tengo poder para darte cualquier cosa.
Mi corazón se consoló con su promesa, pero mi cabeza me advertía de que no confiara en sus palabras, pronunciadas en un momento de pasión. Me dije a mí misma que al día siguiente tendría otra concubina, otra concubina tan apasionada como yo estaba, otra concubina que también habría ofrecido los ahorros de su vida al eunuco jefe Shim.
Cuando el sol salió, yo ya estaba de vuelta en el palacio de la Belleza Concentrada. Después de asearme, salí al jardín. El tiempo estaba despejado y brillaba el sol. Las rosas y las magnolias empezaban a florecer. En el patio docenas de jaulas de pájaros colgaban de las ramas de los árboles. A aquella hora los eunucos entrenaban a los pájaros imperiales, pájaros de todo el país. Después de un período de entrenamiento, enviaban los mejores al emperador Hsien Feng, quien los distribuiría como regalos a las concubinas de su difunto padre.
Los eunucos enseñaban a las aves a cantar, hablar y hacer monerías. La mayoría eran pájaros exóticos con nombres divertidos, como Sabio, Poeta, Doctor y Sacerdote Tang. A los que hacían bien las cosas les recompensaban con grillos y gusanos; los que no, se quedaban sin comer. También había palomas completamente blancas a las que se les permitía volar libremente. La afición favorita de An-te-hai era entrenar palomas. Ataba cascabeles y campanillas de viento a las patas de los pájaros y los soltaba. Sobrevolaban en círculo mi palacio profiriendo sonidos maravillosos. Cuando el viento era fuerte, los sonidos me hacían pensar en la música antigua.
Había un loro inteligente al que An-te-hai llamaba Confucio. El pájaro podía recitar frases de tres caracteres de San Tzu Ching. Por ejemplo, decía: «Los hombres nacen buenos». An-te-hai le ofreció Confucio al eunuco jefe Shim como regalo de cumpleaños, quien a su vez se lo obsequió al emperador Hsien Feng como regalo de cumpleaños, quien me lo regaló a mí. Para entonces el pájaro no sabía lo que decía, tergiversaba una palabra e invertía el significado. Ahora el loro Confucio decía: «Los hombres nacen malos». Me pregunté si fue obra de su majestad y le dije a An-te-hai que no corrigiera al loro.
También me gustaban los pavos reales que criaba An-tehai; vagaban por todas partes de mi palacio. An-te-hai los entrenaba para que me siguiesen; los llamaba «mis damas imperiales» y vivían y se criaban en mi jardín. Cuando An-te-hai me veía salir, silbaba y los pavos se reunían y me saludaban. Era maravilloso. Los pájaros proferían una especie de cacareo, como si estuviesen charlando. Si estaban de humor, abrían sus «vestidos» azules y verdes y competían en demostraciones de belleza.
– ¡Que la suerte os acompañe, mi señora! -me saludaba An-te-hai con profundas reverencias aquella mañana.
– ¡Que la suerte os acompañe! -repetían los demás eunucos, damas de honor, doncellas e incluso los cocineros desde los rincones de palacio.
Para entonces, todo el mundo sabía que yo me había convertido en la favorita de su majestad.
– ¿Ha zarpado ya el barco matinal? -pregunté a An-tehai-. Me gustaría visitar el templo de la colina del Panorama.
– Vos podéis ir a cualquier lugar a cualquier hora, mi señora -respondió An-te-hai-. Esta mañana el emperador Hsien Feng ha ordenado que se os lleve hasta él cada noche, mi señora. Si lo deseáis, la corte hará que una flor de árbol petrificado y una enredadera podrida crezcan.
Desde la cima de la colina del Panorama era desde donde mejor se contemplaba la secreta, tranquila y elegante capital imperial de Pekín. La colina era en realidad un montículo artificial levantado para impedir el descenso de los espíritus malignos y funestos del norte a la Ciudad Prohibida. Desde su cumbre la ciudad parecía un bosque mágico lleno de árboles y arbustos en flor, más verde que el mismo campo. A través del follaje aparecían viejos tilos relucientes y dorados, también los tejados brillantes y esmaltados del templo, las torretas de entrada y los palacios. Los pabellones escarlata y esmeralda exhibían sus aleros fantásticamente decorados y respingones.
En la cima de la colina, me sobrecogió la idea de que había sido bendecida por la energía celestial. Había estado haciendo el amor con el hijo del cielo y, lo que era más importante, no se había acabado.
Mientras respiraba hondo, me llamó la atención el tejado dorado del palacio de la Tranquilidad Benevolente. Recordé a las celosas concubinas ancianas, el modo en que me miraban como buitres hambrientos. Siempre tenía en mente una historia que An-te-hai me había contado; el destino de una concubina favorita de la dinastía Ming cuando el emperador murió: atrapada en una conspiración cortesana orquestada por otras concubinas, fue enterrada viva.