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– Los dragones, espíritus guardianes enviados por los dioses, viven en su interior.

Acudí a los vecinos y a los vendedores ambulantes del mercado de verduras con la esperanza de encontrar trabajo. Cargaba capazos de ñames y repollos y limpiaba los tenderetes cuando cerraba el mercado. Ganaba unos pocos centavos de cobre cada día. Algunos días nadie me contrataba y volvía a casa con las manos vacías. Un día, gracias a mi tío, encontré trabajo en una tienda especializada en zapatos para ricas damas manchúes. Mi jefa, una mujer de mediana edad llamada Hermana Mayor Fann, era una dama gruesa a quien le gustaba ponerse tantas capas de afeites como a una cantante de ópera. Su maquillaje se desprendía en pequeñas motas mientras caminaba. Llevaba el cabello engominado hacia atrás, pegado sobre el cráneo. Era famosa por tener lengua de escorpión pero corazón de tofu.

Hermana Mayor Fann se sentía orgullosa de haber servido a la gran emperatriz consorte del emperador Tao Kuang. Había estado a cargo del guardarropa de su majestad y se consideraba una experta en etiqueta cortesana. Vestía con magnificencia pero no tenía dinero para lavar su ropa. En la estación de los piojos, me pedía que se los quitase de alrededor del cuello. Se rascaba ferozmente bajo los sobacos, y cuando cazaba una de esas criaturas, la aplastaba entre los dientes.

En su tienda yo trabajaba con la aguja, enceraba hilo, torcedores, tenazas y martillos. Primero guarnecí un zapato con ristras de perlas y piedras incrustadas, luego elevé la suela sobre una plataforma central, como un zueco aerodinámico, lo cual añadía un sobrepeso a la dama que lo calzase. Cuando salía de trabajar, tenía el pelo cubierto de polvo y me dolía la nuca.

Sin embargo, me gustaba ir a trabajar. No solo por el dinero sino porque también disfrutaba de la sabiduría de la vida que poseía Hermana Mayor Fann.

– El sol no se arrima solamente al árbol de una familia -decía.

Creía que todo el mundo tenía una oportunidad. Me gustaban también sus chismorreos sobre la familia real. Se quejaba de que la gran emperatriz había arruinado su vida, al entregarla a un eunuco como premio y esposa decorativa, condenándola así a una vida sin hijos.

– ¿Sabes cuántos dragones hay esculpidos en el salón de la Armonía Celestial de la Ciudad Prohibida? -Pese a su desdicha, se vanagloriaba del esplendor de su época palaciega-. ¡Trece mil ochocientos cuarenta y cuatro dragones! -Siempre respondía ella misma a su pregunta-. ¡La obra de generaciones enteras de los mejores artesanos!

Gracias a Hermana Mayor Fann supe cosas sobre el lugar donde pronto viviría durante el resto de mi vida. Me contó que solo el techo del salón albergaba dos mil seiscientos cuatro dragones y cada uno tenía diferente significado e importancia.

Tardó un mes en acabar de describir el salón de la Armonía Celestial. No pude seguirla y perdí la cuenta del número de dragones, pero me hizo comprender el poder que simbolizaban. Años más tarde, cuando me senté en el trono y yo fui el dragón, temía que la gente descubriera que no había nada en las imágenes. Al igual que mis predecesores, ocultaba el rostro tras las soberbias tallas de dragones y rezaba para que mis vestimentas y accesorios me ayudaran a representar bien mi papel.

– ¡Cuatro mil trescientos siete dragones solo en el salón de la Armonía Celestial! -Hermana Mayor Fann se volvía hacia mí y me preguntaba-: Orquídea, ¿te imaginas el resto de la gloria imperial? Recuerda mis palabras: un vistazo a toda esa belleza te hace sentir que tu vida vale la pena. Un solo vistazo, Orquídea, y nunca volverás a ser una persona corriente.

Una noche fui a cenar a casa de Hermana Mayor Fann. Encendí fuego en el hogar y le lavé la ropa mientras ella cocinaba. Comimos bolitas de pasta rellenas de verdura y soja. Después le serví el té y le preparé la pipa. Complacida, dijo que estaba lista para contarme más historias.

Nos sentamos hasta bien entrada la noche. Hermana Mayor Fann recordó la época en que estaba al servicio de su majestad, la emperatriz Chu An. Noté que cuando mencionaba el nombre de su majestad, su voz adquiría un tono de veneración.

– Chu An se perfumaba con pétalos de rosa, hierbas y esencias exquisitas desde que era una niña. Era mitad mujer, mitad diosa. Al andar desprendía aromas celestiales. ¿Sabes por qué no hubo proclamación ni ceremonia alguna cuando murió?

Negué con la cabeza.

– Tiene que ver con el hijo de su majestad, Hsien Feng, y su hermanastro, el príncipe Kung. -Hermana Mayor Fann respiró hondo y prosiguió-: Ocurrió diez años antes, durante el reinado del emperador Tao Kuang. Hsien Feng tenía once años y Kung, nueve. Yo pertenecía al grupo de criados que ayudaba a educar a los niños. De los nueve hijos del emperador Tao Kuang, Hsien Feng era el cuarto y Kung, el sexto. Los tres primeros príncipes murieron de una enfermedad, lo que dejó al emperador seis herederos sanos. Hsien Feng y Kung eran los más prometedores. La madre de Hsien Feng era mi señora, Chu An, y la madre de Kung era una concubina, la dama Jin, favorita del emperador.

La voz de Hermana Mayor Fann se convirtió en un susurro.

– Aunque Chu An era la emperatriz, y como tal disfrutaba de enorme poder, albergaba muchas dudas sobre las posibilidades sucesorias de su hijo Hsien Feng.

Según la tradición, el hijo mayor sería el heredero, pero la emperatriz Chu An tenía motivos para estar preocupada. A medida que el príncipe Kung empezó a demostrar más talento intelectual y físico, se fue haciendo cada vez más obvio para la corte que si el emperador Tao Kuang era juicioso, elegiría al príncipe Kung y no a Hsien Feng.

– La emperatriz urdió una trama para desembarazarse del príncipe Kung -continuó Hermana Mayor Fann-. Un día mi señora invitó a los dos hermanos a almorzar. El primer plato era pescado al vapor. La emperatriz hizo que su doncella Albaricoque envenenara el plato de Kung. Debo decir que el cielo quiso evitar aquel acto. Justo antes de que el príncipe Kung levantara los palillos, el gato de la emperatriz saltó sobre la mesa y, antes de que los criados pudieran hacer nada, el gato se comió el pescado del príncipe Kung. Inmediatamente el gato mostró síntomas de envenenamiento. Se tambaleó y en cuestión de minutos se desplomó en el suelo.

Más tarde me enteré de los detalles de la investigación que emprendió la casa imperial. Las primeras sospechas recayeron sobre el personal de cocina. En concreto el jefe de cocina fue puesto en entredicho. Sabedor de que tenía pocas posibilidades de seguir vivo, se suicidó. Los siguientes interrogados fueron los eunucos. Un eunuco confesó haber visto a Albaricoque hablando en secreto con el jefe de cocina la mañana del incidente. En aquel momento se descubrió la implicación de la emperatriz Chu An. El asunto fue llevado hasta la gran emperatriz.

– «¡Llevadme hasta el emperador!» -clamó Hermana Mayor Fann, imitando a la gran emperatriz-. Su voz resonó en todo el salón. Yo asistía a mi señora y por tanto fui testigo de cómo palidecía el rostro sonrosado de su majestad.

La emperatriz Chu An fue hallada culpable. Al principio el emperador Tao Kuang no tuvo fuerzas para ordenar su ejecución. Culpó a la doncella, pero la gran emperatriz permaneció inflexible y afirmó que Albaricoque no habría actuado sola ni «aunque hubiera tenido los redaños de un león». De modo que el emperador acabó cediendo.