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– Cuatro mil nuevas muertes desde el invierno. -Su majestad iba y venía desde el lavamanos hasta el trono-. ¡Cuatro mil! ¿Qué otra cosa puedo hacer además de ordenar decapitar a los gobernadores? Los campesinos han empezado a saquear y robar; pronto se levantará toda la nación.

Nuharoo se quitó el collar, las pulseras y sus pasadores del cabello.

– Majestad, son vuestros de ahora en adelante. Subastadlos para que los campesinos puedan comer.

Mientras hablaba, una rutilante nobleza le iluminaba el rostro.

Sé que Hsien Feng no quería herir sus sentimientos, pero le pidió a Nuharoo que recogiera sus pertenencias y luego se dirigió a mí:

– ¿Tú qué harías si estuvieras en mi lugar?

Recordé una idea que había oído a mi padre debatir con sus amigos.

– Elevaría los impuestos a los ricos terratenientes, mercaderes y funcionarios gubernamentales. Les diría que es una emergencia y que el país necesita su apoyo.

Aunque el emperador Hsien Feng no alabó mi sugerencia delante de Nuharoo, me recompensó más tarde. Aquella noche mantuvimos una larga conversación. Dijo que se sentía bendecido por sus antepasados por haberle concedido una concubina no solo hermosa sino inteligente. Yo estaba encantada, aunque me sentía algo tímida. Decidí que debía trabajar para estar a la altura de los halagos de su majestad.

Aquella noche fue la primera que no tuve que realizar la danza del abanico. Nos sentamos en la cama y conversamos. Su majestad me habló de su madre y yo le hablé de mi padre. Lloramos juntos. Me preguntó qué recordaba de mi vida cuando era niña en el campo. Le conté una experiencia que cambió mi visión de los campesinos. Era el año 1846 y yo tenía once años; participaba en un evento organizado por mi padre, el taotai, para salvar las cosechas de una plaga de langostas.

– El verano era tórrido y húmedo -recordé-. El verdor se extendía hasta donde alcanzaba mi vista y las cosechas estaban altas hasta la cintura. El arroz, el trigo y el mijo engordaban cada día. La siega se avecinaba. Mi padre estaba feliz porque sabía que si todo iba bien hasta la recolección, los campesinos de casi quinientos poblados tendrían suficiente como para sobrevivir todo el año; para ellos se acabaría el vivir en la pobreza.

»Luego llegó el zumbido de los enjambres de langostas. Descendieron cuando las cosechas empezaban a madurar y, de la noche a la mañana, toda la región estuvo plagada, como si salieran de las nubes o del interior de la tierra. Aquellas primas pardas de los grillos tenían cerca de las alas dos minúsculos tambores parecidos a conchas. Cuando las alas golpeaban los tambores, sonaba como unos dedos tamborileando sobre hojalata. La plaga se acercaba en nubes negras que tapaban el sol. Asediaban las cosechas y se comían las hojas con dientes como sierras. En pocos días el verdor de los campos había desaparecido.

»Mi padre reunió a todos sus hombres para ayudar a los campesinos a luchar contra las langostas. La gente se quitaba los zapatos y golpeaba a las langostas con ellos. Mi padre se percató de lo inútil de ese gesto y cambió de táctica.

»Declaró el estado de emergencia y dijo a los campesinos que excavaran trincheras. Apostó a algunas personas para detener el avance de las langostas a través de las cosechas. Cuando la trinchera estuvo preparada, mi padre ordenó a un grupo de campesinos perseguir a las langostas. “Agitad vuestras ropas en el aire”, ordenó. La idea era empujar a las langostas hacia la trinchera, mientras otro grupo se alineaba detrás de esta, que estaba llena de paja seca.

»Miles de personas agitaban sus ropas y gritaban a pleno pulmón, y yo era una de ellas. Atrapamos las langostas en la trinchera y, una vez estuvieron dentro, mi padre ordenó prender fuego a la paja. Las langostas se asaron. Yo las golpeaba tan rápido como podía para evitar que escaparan. Luchamos durante cinco días y cinco noches y pudimos salvar la mitad de las cosechas. Cuando mi padre cantó victoria, estaba cubierto de langostas y de sus conchas rotas, incluso se sacaba langostas de los bolsillos.

El emperador Hsien Feng me escuchaba fascinado. Me dijo que se imaginaba a mi padre y que le hubiera gustado conocerle.

Al día siguiente me ordenaron que me trasladara a vivir con su majestad. Me quedaría allí el resto del año. Me instaló en un recinto conectado a la sala de audiencia y venía a verme durante las pausas y entre las audiencias.

No me atrevía a desear que mi buena suerte durara siempre. Intentaba con todas mis fuerzas no crearme expectativas, pero en lo más profundo de mi ser deseaba conservar lo que había sembrado.

Cuando el emperador Hsien Feng me dejaba para ir a trabajar, le echaba inmediatamente de menos. Enseguida me aburría y aguardaba impaciente su regreso. Mientras paseaba alrededor del jardín, poco podía pensar o hacer salvo reflexionar sobre lo que había sucedido la noche anterior. Me alimentaba con los detalles del tiempo que pasábamos juntos.

Cada día comprobaba el calendario para recordarme a mí misma que había ganado otro día de suerte. Mayo de 1854 fue la mejor época de mi vida; yo tenía casi veinte años. La vida era demasiado buena para ser cierta tratándose de una chica de mi origen. Sin embargo nunca dejé que la adoración del emperador alterara mi sentido de la realidad. Siempre que me entusiasmaba, me recordaba a mí misma el momento en que vi a Nuharoo y a las demás concubinas. Me decía a mí misma que mi suerte podía acabarse en cualquier instante e intentaba sacarle el mejor partido a mi tiempo.

Con el cambio de estación, su majestad se trasladó a Yuan Ming Yuan, el Gran Jardín Circular, y me llevó con él. Era el más hermoso de sus palacios de verano. Generaciones de emperadores habían ido allí a alimentar su soledad. El lugar en sí era una fábula. Estaba situado al noroeste de la Ciudad Prohibida, a unos veintiocho kilómetros de Pekín. Había jardines dentro de jardines, lagos, prados, brumosas hondonadas, exquisitas pagodas, templos y, claro está, palacios. Uno podía vagar desde la salida del sol hasta el ocaso sin ver dos veces el mismo paisaje. Tardé un tiempo en darme cuenta de que Yuan Ming Yuan se extendía a lo largo de treinta y dos kilómetros.

Los jardines principales fueron construidos por el emperador Kang Hsi en 1709. Había una leyenda sobre cómo Kang Hsi descubrió el lugar. Un día, dando un paseo, encontró unas ruinas misteriosas. Encantado por su naturaleza e inmensidad, estaba seguro de que no se trataba de un lugar corriente. Y tenía razón, era un antiguo parque enterrado por una tormenta de arena del desierto de Gobi. Descubrió que había pertenecido a un príncipe de la dinastía Ming y que había sido su reserva de caza.

Emocionado con el descubrimiento, el emperador decidió construir un palacio-jardín sobre las ruinas. Más tarde se convirtió en su refugio favorito y vivió allí hasta su muerte. Desde entonces sus sucesores siguieron adornándolo y acrecentando sus maravillas, y añadieron más pabellones, palacios, templos y jardines.

Lo que más me sorprendía es que ningún palacio fuera similar a otro y sin embargo el conjunto no diera sensación de inarmónico. Contribuir a algo tan perfecto que pareciera accidental era el propósito del arte y la arquitectura china. Yuan Ming Yuan reflejaba el amor taoísta a la espontaneidad natural y la creencia confuciana en la capacidad del hombre para mejorar la naturaleza.

Cuanto más aprendía sobre arquitectura y artesanía, todavía me atraían más las obras de arte individuales. Pronto mi sala de estar se convirtió en una galería; yo estaba rodeada de bellos objetos, que iban desde jarrones hasta granos labrados, esculturas talladas en un grano de arroz. En mi habitación también había lavamanos de largos pies con diamantes incrustados. Las vitrinas se convirtieron en mis escaparates, que llenaba de mechones de pelo de la suerte, relojes preciosos, cajas de lápices y botellas de perfume decorativas. An-te-hai enmarcaba cada pieza para el placer de mis ojos. Mi favorita era la mesa de té con perlas como canicas.