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El emperador Hsien Feng había caído enfermo a causa de la tensión que le producía reinar. Después de las audiencias venía a mí con cara sombría y humor terriblemente negro. Odiaba levantarse por la mañana y quería eludir su obligación de celebrar audiencias; su reticencia aumentaba sobre todo cuando se requería su firma en decretos y edictos.

Cuando los melocotoneros empezaron a florecer, el deseo de su majestad de mantener relaciones íntimas empezó a apagarse. Me informó de que los campesinos habían empezado a rebelarse abiertamente. Le avergonzaba su incapacidad para enmendar la situación. Su peor pesadilla se convertía en realidad: los campesinos habían empezado a unirse a los levantamientos Taiping. De todos los confines llegaban informes de saqueos y destrucción. Además de esto, y quizá era lo más preocupante de todo, las potencias extranjeras seguían exigiéndole que abriera más puertos al comercio. China se había atrasado en sus pagos en concepto de indemnización por la guerra del Opio y la amenazaban nuevas invasiones.

Pronto el emperador Hsien Feng estuvo demasiado deprimido para salir de su habitación. Solo acudía a mí para pedirme que le acompañara a los lugares de culto imperial. Los días despejados viajábamos fuera de Pekín. Me pasaba horas dentro del palanquín y podía estar mucho tiempo sin comer nada salvo una dieta de hojas amargas, pues las ceremonias requerían «un cuerpo no contaminado». Cuando llegábamos a los lugares, pedíamos ayuda a los antepasados imperiales. Yo seguía a mi marido, me arrojaba al suelo y hacía reverencias hasta que se me amorataban las rodillas.

Su majestad siempre se sentía mejor en el camino de regreso al palacio. Creía que sus oraciones serían escuchadas y que pronto recibiría buenas noticias, pero sus antepasados no le ayudaron: nos informaron de que se habían avistado buques de los bárbaros aproximándose a los puertos de China, con armas capaces de borrar a nuestro ejército en el tiempo en que se tarda en comer.

Temiendo por la salud de su hijo, la gran emperatriz ordenó a Hsien Feng que se tomara las cosas con más calma.

– Deja tu despacho, hijo mío. Las raíces enfermas de tu ser necesitan rejuvenecer.

– ¿Vienes a la cama conmigo, Orquídea?

Su majestad dejó caer la pesada túnica de dragón y me llevó a la cama, pero ya no quedaba nada de su antiguo ser. El sentido del placer le había abandonado y yo ya no conseguía excitarle.

– Ya no queda elemento yang en mí -suspiró-. Soy solo un pellejo, mira cómo me cuelga la piel del cuello.

Lo intenté todo, hice la danza del abanico y convertí nuestra cama en un escenario erótico. Cada noche inventaba una diosa diferente, me desnudaba y hacía acrobacias de dormitorio. Copié las posturas de un libro de cabecera imperial que An-te-hai encontró para mí.

Nada surtía efecto y su majestad se rindió. La expresión de su rostro me rompía el corazón.

– Soy un eunuco -decía, y sus sonrisas eran peores que sus lágrimas.

Cuando se dormía, yo iba a trabajar con los cocineros. Quería que su majestad tuviera la dieta más saludable y nutritiva. Insistía en que comiera verdura fresca al estilo campesino y carne en lugar de frituras y conservas. Convencí a su majestad de que la mejor manera de complacerme era coger sus palillos, pero no tenía apetito. Se quejaba de que le dolía todo. Los médicos le dijeron: «Vuestro fuego interno quema tan mal que tenéis llagas a lo largo de vuestras tragaderas».

El emperador se quedaba en cama todo el día.

– No duraré mucho, Orquídea, estoy seguro -se lamentó con los ojos fijos en el techo-. Tal vez sea lo mejor.

Recordé que mi padre había hecho lo mismo cuando lo relevaron de su cargo. Me hubiera gustado poder decirle al emperador Hsien Feng lo egoísta y despiadado que era con su pueblo.

– Morir es vulgar y vivir es noble -gruñía yo como una dama ebria.

Intentaba alegrarle; ordené representar sus óperas favoritas. Las compañías actuaban en nuestra sala de estar. Las espadas, palos y caballos imaginarios de los actores pasaban a pocos milímetros de las narices de su majestad. Aquello atrajo su atención; durante unos pocos días estuvo distraído y complacido, pero no duró. Un día se fue a mitad de la representación y se acabaron las óperas.

El emperador vivía de sopa de ginseng. Estaba decaído y a menudo se quedaba profundamente dormido en su silla. Se levantaba en mitad de la noche y se sentaba solo en la oscuridad. Ya no quería dormir por miedo a las pesadillas; le daba miedo cerrar los ojos. Cuando aquello se hacía insoportable, se refugiaba en las montañas de documentos de la corte que cada noche le llevaban sus eunucos y trabajaba hasta caer exhausto. Noche tras noche le oía llorar de profunda desesperación.

Llevaron un precioso gallo a su jardín para que le despertara al alba. Hsien Feng prefería el canto de un gallo a las campanas de los relojes. El gallo tenía una gran cresta roja, plumas negras y una larga cola esmeralda, aires de matón, ojos fieros, un pico ganchudo y garras grandes como las de un buitre. El gallo imperial nos despertaba con sus impetuosos cantos, a menudo antes del alba. Su canto me recordaba los gritos de una persona que estuviera animando a alguien. Aquello despertaba a su majestad, es cierto, pero su majestad carecía de energía para levantarse.

Una noche Hsien Feng arrojó una pila de documentos sobre la cama y me pidió que les echase una ojeada. Se golpeó el pecho y gritó:

– Cualquier árbol sujetará la cuerda, ¿por qué vacilo?

Empecé a leer. Aunque mi limitada educación no me permitía ir más allá de los significados de las palabras básicas, los problemas no eran difíciles de comprender; todo el mundo hablaba de ellos desde que entré en la Ciudad Prohibida.

No recuerdo exactamente cuándo el emperador Hsien Feng empezó a pedirme regularmente que leyera sus documentos. Estaba tan impelida por el deseo de ayudar que ignoraba la regla que prohíbe a una concubina saber de los asuntos de la corte. El emperador estaba demasiado cansado y enfermo como para preocuparse por las restricciones.

– Acabo de ordenar que decapiten a una docena de eunucos adictos al opio -me dijo una noche su majestad.

– ¿Qué habían hecho? -le pregunté.

– Necesitaban dinero para comprar droga, así que lo robaron del tesoro. No puedo creer que esa enfermedad haya infectado mi propia casa; ¡imagínate la nación!

Salió disparado de la cama y fue a su escritorio. Sacó las páginas de un grueso documento y me comentó:

– Estoy en mitad de la revisión de un tratado que nos imponen los ingleses y me distraen sin parar cosas que suceden de improviso.

Le pregunté amablemente si podía ayudarle y me lanzó el tratado.

– Tú también caerás mortalmente enferma si lees esto.

Leí el documento de un tirón. Siempre me había preguntado qué les confería a los extranjeros el poder para obligar a China a hacer lo que quisieran, como abrir los puertos o la venta de opio. Me pregunté a mí misma por qué no podíamos simplemente decir no y echarlos. Ahora empezaba a comprenderlo: no respetaban al emperador de China; daban por supuesto que Hsien Feng era débil e indefenso. Sin embargo lo que para mí no tenía sentido era el modo en que nuestra corte manejaba la situación. Los que se suponían genios del país se limitaban a insistir en que los cinco mil años de civilización de China eran un poder en sí mismo. Creían que China era inviolable; una y otra vez los oía clamar en sus escritos: «¡China no puede perder porque representa la moral y los principios celestes!».

La verdad era tan evidente que hasta yo podía verla: China había sido repetidamente asaltada y su emperador, humillado. Quería gritárselo a todos ellos. ¿Tenían los decretos del emperador Hsien Feng el poder para detener la invasión extranjera o para unir a los campesinos? ¿No había tenido su majestad tiempo suficiente para que funcionaran los planes mágicos de sus consejeros?