Contemplaba a mi marido día tras día mientras él estudiaba los tratados. Cada frase le causaba angustia; los músculos faciales se le contraían, al igual que los dedos, y se apretaba el estómago con las manos como si deseara sacarse las tripas. Me pidió que le calentara el té hasta el punto de ebullición y se lo bebió hirviendo.
– ¡Te estás escaldando! -grité.
– Esto ayuda -me dijo con una mirada cansada.
Me escondía en el excusado y lloraba cada vez que hervía el agua del té de Hsien Feng. Veía retornar su dolor en el momento en que volvía al trabajo.
– ¿Qué voy a hacer con esta piltrafa en que me he convertido? -me decía cada noche antes de irse a la cama.
– Mañana por la mañana el gallo cantará y la luz del sol lo cambiará todo -le respondía mientras le ayudaba a meterse en la cama.
– Ya no soporto el canto del gallo. En realidad no lo oigo desde hace tiempo; en cambio oigo el sonido de mi cuerpo apagándose. Oigo crujir mi nuca cuando me giro. Me duelen los dedos de las manos y de los pies como si fueran de madera. Los agujeros de mis pulmones deben estar agrandándose, como si tuviera babosas apostadas en ellos.
Sin embargo teníamos que mantener la apariencia de nobleza. Mientras el emperador Hsien Feng estuviera vivo, tenía que asistir a las audiencias. Yo me saltaba comidas y horas de sueño para leer documentos y hacerle un resumen. Quería ser su nuca, su corazón y sus pulmones, quería que volviera a oír el canto del gallo y sintiera la calidez de la luz del sol. Cuando estaba con su majestad y él se sentía descansado, le hacía preguntas.
Le pregunté por el origen del opio. Me parecía que el declive de la dinastía Qing había empezado con su importación. Conocía muy bien unas partes de la historia y otras las desconocía por completo.
Su majestad me explicó que la plaga empezó en el decimosexto año del reinado de su padre, Tao Kuang.
– Aunque mi padre prohibió el opio, los ministros corruptos y los mercaderes se las arreglaron para fomentar un negocio secreto. Hacia 1840, la situación estaba tan descontrolada que la mitad de los cortesanos eran adictos o partidarios de una política de legalización del opio, o ambas cosas. En un ataque de ira, mi padre ordenó acabar con el opio de una vez para siempre. Llamó a su ministro de confianza para que se ocupara del asunto… -Su majestad se quedó en silencio un instante y me miró-. ¿Sabes su nombre?
– ¿El comisionado Lin?
Su majestad me miró con adoración cuando le dije que mi parte favorita de la historia de Lin Tse-shu era cuando arrestó a centenares de comerciantes de opio y confiscó más de cuarenta y cinco mil kilos de contrabando. No era que su majestad ignorase aquellos detalles, pero yo notaba que le agradaba recordar aquel momento otra vez.
– En nombre del emperador, Lin estableció un plazo y ordenó a todos los mercaderes extranjeros que entregaran el opio. -Mi voz era tan nítida como la de un narrador de historias profesional-. Pero lo ignoraron, así que sin ceder un ápice, el comisionado Lin confiscó el opio por la fuerza. El 22 de abril de 1840, Lin prendió fuego a veinte mil cajas de opio y anunció que China dejaría de comerciar con Gran Bretaña.
El emperador Hsien Feng asintió.
– Según mi padre, el hoyo donde lo quemaron era más grande que un lago. ¡Qué gran héroe fue Lin!
De repente le faltó el aliento; su majestad se golpeó el pecho, tosió y se desplomó sobre la almohada. Cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir, preguntó:
– ¿Le ha pasado algo al gallo? Shim me dijo que ayer los guardias habían visto comadrejas.
Llamé a An-te-hai y me chocó enterarme de que el gallo había desaparecido.
– Lo cogió una comadreja, mi señora. Yo mismo lo vi esta mañana, una comadreja tan gorda como un cochinillo.
Le conté a su majestad lo del gallo y su expresión se tornó sombría.
– Los signos celestes están aquí. El tacto de un dedo acabará con la existencia de la dinastía.
Se mordió tan fuertemente el labio superior que empezó a sangrar. Al respirar, sus pulmones emitían un sonido silbante.
– Ven, Orquídea, quiero decirte algo.
Me senté junto a él en silencio.
– Debes recordar las cosas que te he contado. Si tenemos un hijo, espero que le transmitas mis palabras.
– Sí, lo haré. -Cogí los pies de su majestad y los besé-. Si tuviéramos un hijo.
– Dile esto. -Luchaba por sacar las frases de su pecho-. Después de la acción del comisionado Lin, los bárbaros declararon la guerra contra China. Cruzaron los océanos con dieciséis buques armados y cuatro mil soldados.
Yo no quería que prosiguiera; le dije que ya sabía todo aquello, y como no me creyó, decidí demostrárselo.
– Los buques extranjeros entraron por la boca del río Perla y dispararon contra nuestros guardias en Cantón -le interrumpí, recordando lo que mi padre me había explicado.
Los ojos de su majestad contemplaron la nada. Tenía las pupilas fijas en la cabeza de dragón que colgaba del techo.
– El veintisiete de julio… fue el día más triste de la vida de mi padre -dijo el emperador-. Fue el día… en que los bárbaros destruyeron nuestra armada y tomaron Kowloon.
El emperador se encogió de hombros y tosió descontroladamente.
– Por favor, descansad, majestad.
– Déjame terminar, Orquídea. Nuestro hijo debe saber esto… En los meses que siguieron, los bárbaros tomaron los puertos de Amoy, Chou San, Ningpo, y Tinghai… sin detenerse…
Yo terminé por él.
– Sin detenerse, los bárbaros se dirigieron hacia el norte hacia Tientsin y tomaron la ciudad.
El emperador Hsien Feng asintió.
– Has explicado los hechos muy bien, Orquídea, pero quiero contarte algo más sobre mi padre. Tenía sesenta y dos años y gozaba de buena salud, pero las malas noticias acabaron con él como no había conseguido hacerlo ninguna enfermedad. No dio tiempo a que se secaran sus lágrimas… mi padre no cerró los ojos al morir. Soy un hijo poco piadoso y no le he acarreado sino más vergüenza…
– Es tarde, majestad.
Me levanté de la cama con la intención de que se callara.
– Orquídea, me temo que tal vez no tengamos otra oportunidad. -Me cogió las manos y las colocó sobre su pecho-. Debes creerme cuando te digo que tengo un pie en la tumba. Últimamente veo a mi padre más que nunca; tiene los ojos rojos e hinchados, grandes como huesos de melocotón. Viene a recordarme mis obligaciones… Desde que era un niño, mi padre me llevaba consigo cuando celebraba audiencias. Recuerdo que los mensajeros entraban con las túnicas empapadas en sudor. Los caballos que montaban morían de cansancio. Demasiadas malas noticias. Recuerdo el sonido resonante de los mensajeros; gritaban la frase como si fuera la última que pronunciaban en su vida: ¡Pao Shan ha caído! ¡Shangai ha caído! ¡Chiang Nin ha caído! ¡Hangchow ha caído!
»De niño escribí un poema con versos que rimaban con “caído”. Mi padre se limitó a sonreír amargamente. Cuando no podía soportarlo más, se retiraba en mitad de una audiencia. Durante días interminables, se arrodillaba ante el retrato de mi abuelo. Nos reunió a todos, sus hijos, esposas y concubinas, en el salón de la Nutrición Espiritual y luego admitió su vergüenza. Fue después de firmar el tratado que plasmaba las primeras indemnizaciones de guerra que China debía pagar a Gran Bretaña y que ascendían a veintiún millones de taels. Además los ingleses exigían quedarse con Hong Kong durante cien años. A partir de ese momento, los mercaderes extranjeros entraron y salieron a voluntad. Mi padre murió la mañana del 5 de enero de 1850. A la dama Jin le costó cerrarle los ojos. Un monje me dijo que el alma de mi padre estaba atormentada y, a menos que me vengase de su enemigo, nunca descansaría en paz.
Medio dormido, mi marido continuó su triste historia. Habló de la sublevación Taiping, que empezó un mes después de su coronación. La describía como un fuego arrasador que saltaba de provincia en provincia, cruzaba el país y llegaba hasta Chihli.