– Una fea herida que nunca sanará, eso es lo que yo heredé de mi padre, una fea herida. No puedo recordar cuántas batallas he librado ni cuántos generales he decapitado por su incapacidad para conseguirme una victoria.
Mi marido pasó la noche muy inquieto, gritando:
– ¡Cielos, ayudadme!
Yo dormía poco y temía que me separaran de él. Llevaba meses viviendo con su majestad como su única compañía. El emperador había convertido nuestro dormitorio en su despacho y escribía cartas y edictos a todas horas. Yo le molía la piedra de la tinta y me aseguraba de que su té estuviera caliente. Se encontraba tan débil que se quedaba dormido mientras escribía. Cuando veía que se le caía la barbilla, yo le quitaba el pincel de la mano para que no estropease el documento. A veces el rescate llegaba demasiado tarde y la mancha de tinta se esparcía sobre el papel de arroz. Para salvar el trabajo perdido, cogía una hoja limpia y volvía a copiar sus palabras. Imitaba su estilo y su caligrafía y con el tiempo llegué a hacerlo muy bien. Cuando se despertaba, no se percataba de que la página de su escritorio no era la original y no me creía hasta que le enseñaba el documento que había estropeado.
Teníamos relaciones satisfactorias en las que él se mostraba galante y comprometido, pero cuando dejamos de hacer el amor, volvió a sentirse frustrado. En todo un año no me comentó ni una sola buena noticia procedente de la corte. Su amargura crecía y, por muy duro que trabajara, creía que China no tenía salvación.
– Condenada por el destino -decía.
Empezó a cancelar audiencias. Se replegaba sobre sí mismo y pasaba cada vez más tiempo imaginando que era un emperador de otra época. Cuando me describía sus ensoñaciones, una nostálgica y embelesada expresión enturbiaba sus ojos.
Yo me ponía nerviosa cuando veía amontonarse documentos urgentes. No podía disfrutar de sus atenciones sabiendo que ministros y generales aguardaban sus instrucciones. Temía que me responsabilizaran a mí, la concubina que había seducido al emperador. Supliqué a Hsien Feng que retomara sus obligaciones.
Cuando mis esfuerzos fracasaron, cogí los documentos y empecé a leérselos. Leía las preguntas de las cartas en voz alta. Hsien Feng tenía que pensar una respuesta, y cuando lo hacía, yo la escribía en el decreto con un puñal rojo imitando su estilo. Lan, en el tercer tono, significaba «Revisado». Chitao-le significaba «Me queda claro». Kai-pu-chih-tao significaba «Estoy decidido en este sentido». Y Yi-yi significaba «Tenéis mi permiso para proceder». Él revisaba lo que yo había escrito y lo firmaba.
Al emperador le encantaba, alababa mi capacidad y rapidez de ingenio. En pocas semanas me convertí en la secretaria no oficial del emperador Hsien Feng. Revisaba todo lo que pasaba por su escritorio. Me familiaricé con su modo de pensar y su manera de debatir. Con el tiempo conseguí escribir cartas tan parecidas a las suyas que ni siquiera él notaba la diferencia.
En los días de verano, me resultaba difícil evitar a los ministros que entraban, pues dejábamos la puerta abierta para que entrase aire fresco. Para evitar suspicacias, Hsien Feng me aconsejó que me disfrazase de muchacho de la tinta.
Escondía mi largo cabello bajo un sombrero y me vestía con una túnica sencilla, simulando ser el eunuco que molía la tinta. Nadie me prestaba atención; las mentes de los ministros estaban preocupadas, así que no era difícil que me ignorasen.
Antes de que acabara el verano, abandonamos Yuan Ming Yuan y regresamos a la Ciudad Prohibida. Ante mi insistencia, el emperador Hsien Feng consiguió volver a levantarse al alba. Después de asearse y vestirse, tomaba una taza de té y un cuenco de gachas de judía roja, sésamo y semillas de loto. Luego íbamos en palanquines separados hasta el salón de la Nutrición Espiritual. La corte se había percatado de la gravedad de la enfermedad de Hsien Feng; todos sabían que tenía el corazón y los pulmones débiles y que su humor deprimido le dejaba sin fuerzas, así que aceptaron su propuesta de que yo le acompañara a trabajar.
Era un paseo de medio minuto desde nuestro dormitorio hasta la oficina, pero debíamos seguir la etiqueta: el emperador no podía caminar por su propio pie. Para mí era una pérdida de tiempo, pero pronto comprendí la importancia del ritual para los ministros y compatriotas; se basaba en la idea de que la distancia crea el mito y el mito evoca el poder; el efecto era separar a los nobles de las masas.
Al igual que su padre, Hsien Feng era estricto con respecto a la puntualidad de sus ministros, pero no con la suya. Desde que era niño, le habían recalcado la noción de que todo el mundo en la Ciudad Prohibida vivía para satisfacer sus necesidades. Esperaba devoción y mostraba poca sensibilidad hacia las necesidades de los demás. Programaba sus apariciones para el alba, olvidando, o no importándole, que los convocados tuvieran que viajar durante la noche. Nunca se aseguraba la hora exacta de las reuniones. Lo cierto es que no todas las citas se celebraban. Cuando las cosas se complicaban y los horarios se retrasaban o se cancelaban las reuniones los funcionarios se quedaban a oscuras y tenían que esperar interminablemente. Algunos esperaban durante semanas solo para que les dijeran que regresaran a casa.
Cuando su majestad caía en la cuenta de que estaba cancelando demasiadas citas, recompensaba a los defraudados con regalos y autógrafos. En una ocasión en que llovía y en que los convocados se calaron hasta los huesos después de noches de viaje para ver canceladas sus citas, Hsien Feng los recompensó regalándoles a cada uno una bobina de seda y satén con la que podrían hacerse ropas nuevas.
Mientras su majestad trabajaba, yo me sentaba a su lado. La habitación era una zona de descanso situada detrás del salón del Trono. Ahora le llamábamos «la biblioteca» porque las estanterías con libros se extendían de una pared a otra. Por encima de mi cabeza, había una tablilla negra con grandes caracteres chinos grabados en ella: Recto y Legítimo. Desde el exterior costaba apreciar el auténtico tamaño del edificio; era mucho más grande de lo que yo había imaginado. Construido en el siglo XV, estaba en el ala oeste del palacio de la Tranquilidad Benevolente, pero aún quedaba dentro de la puerta de la Justicia Imperial, la puerta de la Virtud Gloriosa y la puerta de la Fortuna Preservada. Esta última conducía hasta un grupo de grandes recintos y edificios anexos que albergaban a los funcionarios imperiales.
El lugar también estaba cerca de la oficina del Gran Consejo, cuya importancia había crecido en los últimos años. Desde allí el emperador podía convocar a sus consejeros para discutir asuntos a cualquier hora. En general su majestad prefería recibir a sus ministros en la habitación central de la sala de la Nutrición Espiritual. Para leer, escribir o recibir a los funcionarios de más edad o amigos de confianza, iba al ala oeste. El ala este había sido restaurada durante el verano y se había convertido en nuestra nueva alcoba.
Para muchos ser recibido por el emperador en una audiencia era un honor único en la vida. Hsien Feng tenía que estar a la altura de las expectativas. Había infinidad de detalles del ceremonial. La noche antes de una audiencia, los eunucos tenían que limpiar a conciencia el palacio. El zumbido de una mosca podía costarle a alguien la cabeza. El salón del Trono estaba perfumado con fragancias e incienso. Las esterillas para que se arrodillaran debían estar correctamente puestas. Antes de medianoche, entraban los guardias y comprobaban hasta el último rincón de la sala. Hacia las dos de la mañana, los ministros o los generales convocados eran escoltados a través de la puerta de la Pureza Celestial. Tenían que caminar una gran distancia hasta llegar a la sala de la Nutrición Espiritual. Antes de llevarlos al salón del Trono, eran recibidos en las habitaciones de invitados del ala oeste. El funcionario de registro de la corte los atendía, y solo se les servía té. Cuando el emperador subía a su palanquín, se le notificaba a los convocados y se les obligaba a permanecer de pie de cara hacia el este hasta que llegara su majestad.