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– Pero… ¿el príncipe Kung no se sintió ni siquiera un poco celoso?

– No dio muestras de ello. Sin embargo, la dama Jin sí estaba celosa. Le amargaba la sumisión del príncipe Kung, pero se las arregló para ocultar sus sentimientos.

Fue un invierno terrible. En las calles de Pekín se encontraron cuerpos congelados después de una tormenta de hielo. Yo le entregaba a mi madre todo lo que ganaba, pero no era suficiente para pagar las facturas. Los acreedores hacían cola ante nuestra puerta. La puerta se cayó de su marco en numerosas ocasiones. Tío Undécimo estaba intranquilo y su cara expresaba sus pensamientos: quería que nos fuéramos. Mi madre encontró un trabajo como empleada de la limpieza, pero la despidieron al día siguiente por caer enferma. Tenía que apoyarse en la cama para mantenerse en pie y le costaba respirar. Mi hermana Rong le preparó unas hierbas medicinales. Además de las hojas amargas, el doctor le prescribió crisálidas de gusanos de seda. El olor apestoso me impregnaba la ropa y el cabello. Mi hermano Kuei Hsiang fue a pedirles dinero a los vecinos. Al cabo de un rato, nadie le abría la puerta. Mi madre compró ropa de entierro barata, una túnica negra que llevaba todo el día puesta. «Así no tendréis que cambiarme si muero en la cama», decía.

Una tarde nuestro tío llegó con su hijo, al que nunca me habían presentado. Se llamaba Ping, que quiere decir «botella». Yo sabía que nuestro tío había tenido un hijo con una prostituta local y lo ocultaba porque le avergonzaba, pero no sabía que Botella era retrasado.

– Orquídea sería una buena esposa para él -le dijo mi tío a mi madre, empujando a Botella hacia mí-. ¿Qué te parecería si te diera suficientes taels como para pagar vuestras deudas?

Mi primo Botella era un tipo de hombros estrechos. La forma de su cara hacía honor a su nombre. Parecía que tuviera sesenta años, aunque solo tenía veintidós. Además de ser retrasado era adicto al opio. Plantado en medio de la habitación, me dirigía una sonrisa de oreja a oreja y se subía constantemente los pantalones, que de inmediato volvían a caérsele por debajo de las caderas.

– Orquídea necesita ropa decente -dijo mi tío ignorando la reacción de mi madre, que fue la de cerrar los ojos y golpearse la frente contra el cabezal de la cama.

Mi tío levantó su sucio bolso de algodón y sacó una chaqueta rosada con dibujos de orquídeas azules.

Salí corriendo de la casa y me interné en la nieve. Pronto tuve los zapatos empapados y ya no sentía los dedos de los pies.

Una semana más tarde, mi madre me dijo que me había prometido a Botella.

– ¿Qué voy a hacer con él? -le grité.

– No es adecuado para Orquídea -dijo Rong en voz baja.

– Nuestro tío quiere que dejemos sus habitaciones libres -dijo Kuei Hsiang-. Alguien le ha ofrecido más dinero por ellas. Cásate con Botella, Orquídea, así nuestro tío no nos echará a la calle.

Me habría gustado tener valor para oponerme a mi madre, pero no tenía elección. Rong y Kuei Hsiang eran demasiado jóvenes para ayudar a mantener a la familia. Rong tenía horribles pesadillas. Verla dormir era como verla entrar en una cámara de tortura. Rasgaba la sábana como poseída por los demonios. Estaba siempre asustada, nerviosa y susceptible. Caminaba como un pajarillo atemorizado: con los ojos muy abiertos, paralizándose en mitad de sus movimientos. Hacía ruidos irritantes cuando se sentaba. Durante las comidas, no cesaba de repiquetear con los dedos en la mesa. Mi hermano, lo contrario; andaba desorientado, era descuidado y perezoso. Dejó los libros y no colaboraba en nada.

En el trabajo, todo el tiempo escuchaba las historias de Hermana Mayor Fann sobre hombres encantadores e inteligentes que se pasaban la vida cabalgando, derrotando a sus enemigos y convirtiéndose en emperadores. Volvía a casa y me topaba con la cruda realidad de que iba a casarme con Botella antes de la primavera.

Mi madre me llamó desde su lecho y me senté junto a ella. No podía soportar mirarla a la cara; estaba en los huesos.

– Tu padre solía decir: «Un tigre enfermo que se pierde en un llano es más débil que un cordero. No puede luchar contra los perros salvajes que acuden al festín». Por desgracia, ese es nuestro destino, Orquídea.

Una mañana, mientras me cepillaba el cabello, oí a un mendigo cantando en la calle:

Renunciar es aceptar tu destino. Renunciar es alcanzar la paz. Renunciar es tomar la iniciativa, y renunciar es tenerlo todo.

Contemplé al mendigo pasar ante mi ventana; levantaba hacia mí su cuenco vacío, con los dedos secos como ramas.

– Gachas de avena -pidió.

– Nos hemos quedado sin arroz. He estado sacando arcilla blanca del patio y mezclándola con harina de trigo para hacer bollos. ¿Quiere uno?

– ¿No sabes que la arcilla blanca atasca los intestinos?

– Lo sé, pero no hay nada para comer.

Cogió el panecillo que le di y desapareció por el fondo del callejón.

Triste y deprimida, caminé por la nieve hasta casa de Hermana Mayor Fann. Al llegar cogí mis herramientas, me senté en el banco y empecé a trabajar. Fann entró con el desayuno aún en la boca. Estaba emocionada y decía que había visto un decreto pegado en un muro de la ciudad.

– Su majestad el emperador Hsien Feng está buscando futuras parejas. ¡Me pregunto quiénes serán las afortunadas! Y describió el acontecimiento, que se conocía como «elección de las consortes imperiales».

Después del trabajo decidí ir a echar una ojeada al decreto. El camino más corto estaba impracticable, así que anduve por senderos y callejuelas y llegué cuando el sol se estaba poniendo. El cartel estaba escrito en tinta negra y la nieve húmeda había emborronado las letras. Mientras leía, mis pensamientos se aceleraban. Las candidatas debían ser manchúes, para conservar la pureza de la sangre imperial. Recordé que mi padre me había dicho una vez que de los cuatrocientos millones de habitantes de China cinco millones eran manchúes. El cartel también decía que los padres de las muchachas no debían ser inferiores al rango del Portaestandarte Azul. Eso era para asegurar la inteligencia genética de las muchachas. El cartel indicaba además que todas las muchachas manchúes entre trece y diecisiete años debían inscribirse en su Estado para la selección. Ninguna joven manchú podía casarse antes de haber sido examinada por el emperador.

– ¿Crees que tengo alguna oportunidad? -le grité a Hermana Mayor Fann-. Soy manchú y tengo diecisiete años; mi padre era un Portaestandarte Azul.

Fann meneó la cabeza.

– Orquídea, tú eres un ratón horrible comparada con las concubinas y damas de la corte que yo he visto.

Bebí de un cubo de agua y me senté a pensar. Las palabras de Hermana Mayor Fann me desalentaron, pero mi deseo no mermó. Supe por Hermana Mayor Fann que la corte imperial examinaría a las candidatas en octubre. Los gobernadores de toda la nación enviarían cazatalentos para convocar a las muchachas hermosas. Los cazatalentos tenían orden de hacer listas de nombres.

– ¡Se han olvidado de mí! -le dije a Hermana Mayor Fann.

Me enteré de que la casa imperial era la encargada de la selección de aquel año y que las bellezas de cada Estado estaban siendo enviadas a Pekín para que el comité imperial las examinara. Se esperaba que el eunuco jefe, que representaba al emperador, inspeccionara a más de cinco mil chicas y eligiera a doscientas. Aquellas muchachas se presentarían ante la gran emperatriz, la dama Jin, y el emperador Hsien Feng para su observación.

Hermana Mayor Fann me contó que Hsien Feng elegiría a siete esposas oficiales y sería libre de «dispensar felicidad» a cualquier dama o doncella de la Ciudad Prohibida. Una vez elegidas las esposas oficiales, el resto de las finalistas se quedarían a vivir en la Ciudad Prohibida. No tendrían ni la más mínima posibilidad de acostarse con su majestad, pero se les concedería una renta vitalicia, cuya cantidad oscilaría en función de su título y rango. En total el emperador tendría tres mil concubinas.