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– No te apartes de tu camino, Orquídea. Todo el mundo sabe que la Ciudad Prohibida tiene reglas muy estrictas. Un movimiento en falso y podrían cortarte la cabeza.

Guardamos silencio el resto del camino. La muralla imperial parecía más alta y más gruesa. Aquella muralla nos separaría.

Capítulo 3

Desfilaba con los miles de muchachas elegidas de todo el país. Después de las primeras rondas de inspecciones, el número disminuyó a doscientas. Yo me encontraba entre las afortunadas y ahora competía para convertirme en una de las siete esposas del emperador Hsien Feng.

Un mes antes, la delegación de la casa imperial me había enviado a someterme a un reconocimiento médico. El proceso me habría afectado de no haber estado preparada. Tuvo lugar en el sur de Pekín, en un palacio rodeado de un gran jardín cuidado. En otro tiempo la casa y los terrenos se habían empleado como palacio de vacaciones de los emperadores. En mitad del patio había un pequeño estanque.

Conocí a muchas chicas cuya belleza no tengo palabras para describir. Cada doncella era única. Las muchachas de las provincias del sur eran delgadas, con cuellos de cisne, largos miembros y pequeños pechos. Las muchachas del norte eran como la fruta madura; tenían pechos como calabacines y nalgas del tamaño de una calabaza.

Los eunucos estudiaban los signos natales, las cartas astrales, la altura, el peso, la forma de las manos y los pies y el cabello de cada una. Contaban nuestros dientes. Todo tenía que encajar con la carta astral del emperador.

Nos dijeron que nos desnudáramos y nos pusiéramos en fila. Una tras otra fuimos examinadas por un jefe eunuco, cuyo asistente registraba todas sus palabras en un libro.

– Cejas irregulares -proclamaba el jefe eunuco mientras paseaba ante nosotras-, hombros caídos, manos de trabajadora, lóbulos de la oreja demasiado pequeños, mandíbula demasiado estrecha, labios demasiado finos, párpados hinchados, dedos de los pies cuadrados, piernas demasiado cortas, muslos demasiado gordos.

Aquellas chicas eran inmediatamente descartadas.

Horas más tarde nos guiaron hasta una sala con unas cortinas llenas de dibujos de flores de melocotón. Entró un grupo de eunucos sujetando unas cintas en la mano. Tres eunucos me midieron el cuerpo, me pincharon y me pellizcaron.

No había donde esconderse.

– Aunque encojas o alargues la cabeza no escaparás a la caída del hacha. -El jefe eunuco me empujó en los hombros y me gritó-: ¡Ponte derecha!

Cerré los ojos e intenté convencerme de que los eunucos no eran hombres. Cuando volví a abrirlos, descubrí que estaba en lo cierto. En el campo a los hombres se les cae la baba al ver a una muchacha atractiva, aunque esté completamente vestida. Allí los eunucos actuaban como si mi desnudez no importara. Me preguntaba si realmente eran insensibles o sencillamente simulaban serlo.

Después de medirme, me llevaron a una sala más grande y me ordenaron que caminara. Las chicas a quienes dijeron que carecían de gracia fueron descartadas. Las que pasaron aguardaban la próxima prueba. Por la tarde, aún quedaban muchachas afuera esperando ser examinadas.

Por fin me dijeron que me volviera a vestir y me enviaron a casa.

A la mañana siguiente, muy temprano, me volvieron a llevar a la mansión. La mayoría de las chicas que había conocido el día anterior se habían ido. A las supervivientes nos reagruparon. Nos ordenaron que recitáramos en voz alta nuestros nombres, edad, lugar de nacimiento y nombre de nuestro padre. Las muchachas que se pronunciaron demasiado alto o demasiado bajo fueron descartadas.

Antes del desayuno nos volvieron a conducir al fondo del palacio, donde se habían plantado varias tiendas en la zona abierta del jardín. Dentro de cada tienda había mesas de bambú. Cuando entré, los eunucos me ordenaron que me tumbara en una de aquellas mesas. Entonces aparecieron cuatro viejas damas de la corte con los rostros maquillados y carentes de expresión. Alargaron la nariz y empezaron a olerme: desde el cabello hasta las orejas, desde la nariz hasta la boca, desde las axilas hasta mis partes íntimas. Me examinaron entre los dedos de las manos y de los pies. Una dama se mojó el dedo medio en un tarro de aceite y me lo metió por el ano. Me dolió, pero intenté no hacer ningún ruido. Cuando la dama sacó el dedo, las demás se apresuraron a olerlo.

El último mes pasó en un abrir y cerrar de ojos.

– Mañana su majestad decidirá mi destino -le conté a mi madre.

Sin decir una palabra, prendió unas barritas de incienso y se arrodilló ante una representación de Buda que había en la pared.

– ¿En qué piensas, Orquídea? -me preguntó Rong.

– Mi sueño de visitar la Ciudad Prohibida se hará realidad -respondí pensando en las palabras de Hermana Mayor Fann: «Un vistazo a toda esa belleza te hace sentir que tu vida vale la pena»-. Nunca volveré a ser una persona corriente.

Mi madre se pasó toda la noche en vela. Antes de irme a dormir, me explicó el significado de yuan en el taoísmo. Hacía referencia al modo en que yo seguiría mi destino y lo alteraría como un río avanzando a través de las rocas.

La escuchaba en silencio y le prometí que recordaría la importancia de ser obediente y de aprender a «tragarse los sapos de los demás cuando es necesario».

Me habían ordenado estar en la puerta del Cenit antes del alba. Mi madre había gastado sus últimos taels prestados y alquilado un palanquín para llevarme. Estaba cubierto por una preciosa tela de seda azul. También había contratado tres palanquines más sencillos para Kuei Hsiang, Rong y ella. Me acompañarían hasta la puerta. Los lacayos estarían en la puerta antes del primer canto del gallo. No me inquietó que mi madre dilapidara el dinero. Comprendí que deseaba entregarme de una manera honorable.

A las tres de la madrugada mi madre me despertó. Mi posible elección como consorte imperial le había llenado de esperanza y energía. Intentó contener las lágrimas mientras me maquillaba. Mantuve los ojos cerrados; sabía que si los abría se me escaparían las lágrimas y estropearía el esmerado maquillaje.

Cuando mi hermano y mi hermana se despertaron, yo ya vestía la hermosa túnica de Hermana Mayor Fann. Mi madre me ató los lazos. Hecho esto, comimos gachas de avena para desayunar. Rong me regaló dos nueces que había conservado desde el año anterior. Insistió en que yo me comiera las dos para que me dieran buena suerte y así lo hice.

Llegaron los lacayos. Rong me sujetó la túnica hasta que los criados me subieron al palanquín. Kuei Hsiang vestía las ropas de nuestro padre. Le dije que parecía un portaestandarte, pero que debía aprender a abrocharse bien los botones.

Las muchachas y sus familias se reunieron en la puerta del Cenit. Yo estaba sentada en el palanquín, tenía frío y se me estaban quedando los dedos tiesos. La puerta parecía imponente contra el cielo morado. Había noventa y nueve tazas cobrizas incrustadas en la puerta, como tortugas detenidas sobre un panel gigante. Estas tazas cubrían los grandes tornillos que mantenían unida la madera. Un criado le dijo a mi madre que la gruesa puerta había sido construida en 1420. Estaba hecha de la madera más dura. Por encima de la puerta, sobre el muro, se levantaba una torreta de piedra.

Rompió el alba y apareció por la puerta una compañía de guardias imperiales, seguida de un grupo de eunucos vestidos con túnicas. Uno de los eunucos sacó un libro y empezó a leer los nombres con voz aguda. Era un hombre alto de mediana edad con rasgos simiescos: ojos redondos, nariz plana, una boca de labios finos de oreja a oreja, un espacio muy amplio entre la nariz y el labio superior y la frente hundida. Cantaba las sílabas al pronunciar los nombres. La cantinela se alargaba en la última nota al menos tres compases. El lacayo nos dijo que era el eunuco jefe y se llamaba Shim.

Los eunucos repartieron una caja amarilla llena de monedas de plata a cada familia después de decir su nombre.