Así y todo pudo ver bastante. A miles de pies bajo él, la luz del sol estaba a punto de esconderse por el lejano horizonte de aquel desierto sin límites. Los rayos de luz casi horizontales chocaron contra la rejilla y formaron una fantástica exhibición de sombras y luz dorada por el túnel. Alvin cerró los ojos contra el resplandor y miró hacia el terreno yacente bajo sus pies y que ningún hombre había hollado durante edades y milenios.
Es como si hubiera estado contemplando un mar eternamente helado. Milla tras milla, las dunas de arena se ondulaban hacia el oeste, con sus contornos exagerados por la inclinación y el efecto de la luz solar en el crepúsculo. Aquí y allá, el capricho del viento había tallado curiosos remolinos y barrancos en la arena, de tal forma, que a veces resultaba difícil creer que algunos de ellos no fuesen el resultado de alguna inteligencia humana. A una grandísima distancia, tan lejos que era poco menos que imposible juzgar su remoto emplazamiento, se apreciaba una larga hilera de colinas suavemente redondeadas. Aquello produjo en Alvin una especie de decepción; ya que le habría gustado ver surgir del suelo las imponentes montañas que había contemplado en los antiguos registros y en sus propios sueños.
El sol descansaba sobre el filo de las colinas con su luz rojiza por los cientos de millas de atmósfera que atravesaba hasta llegar a su retina. En su disco se apreciaban dos manchas negras; Alvin había aprendido en sus estudios que tales cosas existían, pero se encontró sorprendido al comprobar lo fácil que era verlo con sus propios ojos. Eran como un par de ojos escudriñándole, mientras permanecía en aquel agujero como un espía con el viento soplándole incesantemente en los oídos.
En realidad, no había crepúsculo. Con la puesta del sol, las grandes lagunas de sombra yacentes junto a las dunas se unieron inmediatamente para formar un vasto mar de sombras. El color del cielo fue apagándose; los cálidos rojos y dorados barridos de la vista, dejando un azul que se hacía más y más profundo en la noche. Alvin esperó hasta aquel momento maravilloso en que él solo entre todo el género humano hubo conocido… el momento en que comenzaron a brillar las primeras estrellas en el firmamento.
Hablan transcurrido muchas semanas desde que estuvo la última vez en aquel lugar y sabía que la disposición del cielo nocturno tuvo que haber cambiado mientras tanto. Aun así, no estaba preparado para su primera contemplación de los Siete Soles.
No podían tener otro nombre, la frase surgió espontánea de sus labios. Formaban un diminuto, muy compacto y sorprendente grupo simétrico contra el último resplandor del crepúsculo. Seis de aquellas estrellas aparecían dispuestas en una elipse aplastada pero que Alvin estaba seguro de que en realidad era un círculo perfecto, ligeramente inclinado hacia la línea de visión. Cada estrella era de un color diferente, y distinguió fácilmente el rojo, azul, oro y verde, aunque otros matices escaparon a sus ojos. En el mismo centro de aquella formación se hallaba una simple estrella gigante, la estrella más brillante de todo el cielo visible. La totalidad de la constelación tenía el aspecto de una pieza maestra de joyería, parecía como algo increíble y más allá de todas las leyes del azar, que la Naturaleza pudiese haber contribuido a una disposición tan perfecta.
Conforme sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, Alvin pudo descubrir el grandioso y neblinoso velo que una vez fue llamado la Vía Láctea. Se extendía desde el cenit hasta el horizonte y los Siete Soles aparecían inmersos en sus encajes. Las otras estrellas que fueron apareciendo después y su disposición al azar sólo resaltaban el enigma de tan perfecta simetría. Era casi como si algún poder hubiese opuesto deliberadamente al desorden del universo natural, aquel signo sobre las estrellas.
La Galaxia había dado unas diez veces un giro completo sobre su eje desde que el Hombre hizo su primera aparición sobre la Tierra. A escala cósmica, aquello sólo representaba un momento. Y con todo, en tan corto tiempo, había cambiado completamente. Los grandes soles que una vez brillaron llenos de luz y calor en el orgullo de su juventud, se hallaban entonces caminando hacia su extinción. Pero Alvin no había visto los cielos en el esplendor de su antigua gloria y por tanto no pudo apreciar lo que de ellos se había perdido.
El frío que acabó calándole los huesos le hizo volver a la ciudad. Se frotó los miembros vigorosamente para hacer volver la circulación de su sangre a su cuerpo entumecido. Ante él, la luz que surgía de Diaspar era tan brillante que tuvo que cerrar los ojos por unos instantes. Al exterior de la ciudad existía el día y la noche; pero en su interior sólo había un día eterno. Conforme el sol descendía por el cielo de Diaspar, se iba llenando en su lugar con otra luz igual de tal forma que nadie podía apercibirse de que la iluminación natural se hubiera desvanecido. Incluso antes de que el hombre hubiese perdido la necesidad de dormir, ya habían barrido la oscuridad de sus ciudades. La sola noche que alguna vez cayó sobre Diaspar, era un raro e imprevisible oscurecimiento que a veces se producía en el Parque transformándolo en un lugar de misterio.
Alvin volvió lentamente al salón de los espejos, con la mente todavía llena de noche y de estrellas. Le hacía sentirse inspirado y al propio tiempo deprimido. Parecía no haber forma de escapar hacia aquella enorme extensión vacía… sin ningún propósito racional para llevarla a cabo. Jeserac había dicho que un hombre moriría muy pronto solo en el desierto, y Alvin le había creído siempre. Tal vez podría algún día descubrir alguna manera de salir de Diaspar; pero de hacerlo, sabía que pronto tendría que volver. Llegar al desierto podía ser un juego divertido, arriesgado y apasionante; pero nada más. Era un juego que no podía compartir con nadie y podría no llevarle a ninguna parte. Pero al menos valdría la pena de hacerlo si con aquello mitigaba la vehemencia y el anhelo de su alma.
Como si no quisiera volver al mundo familiar en que había nacido, Alvin se entretuvo entre los reflejos procedentes del pasado. Permaneció de pie frente a uno de los grandes espejos y observó las escenas que iban y venían mezcladas en sus profundidades. Sea cual fuese el mecanismo que producían aquellas imágenes, estaba controlado por su presencia física y en cierta medida por sus pensamientos. Los espejos aparecían siempre en blanco al llegar a la habitación, pero llenos de acción y movimiento tan pronto como cualquiera se movía ante ellos.
Le pareció hallarse en un ancho patio al descubierto que nunca había visto en la realidad; pero que probablemente existiese en algún lugar de Diaspar. Aparecía apretujado de gente fuera de lo corriente como si celebrase alguna especie de reunión. Dos hombres se hallaban discutiendo cortésmente sobre una plataforma que se elevaba a cierta altura del suelo, mientras que los reunidos les rodeaban interpelándoles de tanto en tanto. El silencio completo añadía más encanto a aquella escena, ya que la imaginación comenzaba inmediatamente a trabajar supliendo los sonidos que faltaban. ¿Qué estarían debatiendo? Tal vez no fuese una escena real ocurrida en el pasado; sino un episodio creado por algún artista. El cuidadoso equilibrio de las figuras y los movimientos levemente formales de sus componentes, hacían que toda aquella escena pareciese muy próxima a la misma vida.
Estudió los rostros de aquella multitud, en busca de alguno que pudiera reconocer. No había nadie reconocible; pero podría muy bien estar mirando a amigos que aún no conocería durante siglos en el futuro. ¿Cuántos modelos de fisonomía humana había allí? El número era enorme, casi infinito, especialmente cuando todos los faltos de estética habían sido eliminados.
La gente que se movía en aquel mundo del espejo continuó su discusión largamente olvidada, ignorando la imagen de Alvin que permanecía inmóvil entre ella. A veces resultaba difícil creer que Alvin no formara parte de la escena por sí mismo, ya que la ilusión era tan perfecta. Cuando uno de los fantasmas del interior del espejo pareció moverse detrás de Alvin, se desvaneció como pudiera haberlo hecho un objeto real y cuando otro se movía frente a él, era él precisamente el que se desvanecía eclipsado. Se estaba disponiendo a salir de allí cuando se dio cuenta de la presencia de un hombre vestido de una forma singular, de pie y ligeramente aparte del grupo principal. Sus movimientos, sus ropas, todo lo que a él concernía, parecía hallarse desfasado de aquella asamblea. Estropeaba el conjunto de aquella perfecta disposición; como Alvin, constituía un anacronismo.