En un mundo de orden y estabilidad, que en sus grandes perfiles no había cambiado por mil millones de años, no era quizás sorprendente el hallar un absorbente interés en los juegos del azar. La Humanidad siempre estuvo fascinada por el misterio del resultado de unos dados tirados al aire, la vuelta de una carta de baraja, el giro de una ruleta. En su más bajo nivel, el interés estaba basado sobre la mera concupiscencia, siendo una emoción que no podía tener lugar ni sitio en un mundo donde todo el mundo poseía todo cuanto podía necesitar razonablemente. Incluso cuando esta cuestión fue dispuesta y estatuida, no obstante, la pura fascinación de la suerte permanecía para seducir las mentes más sofisticadas. Máquinas que se comportaban en una forma puramente azarosa, acontecimientos cuya aparición nadie podía predecir, sin importar qué información pudiesen implicar, de todo ello el filósofo y el jugador podían obtener una distracción y un gozo parecido.
Y allí seguían permaneciendo, para compartirlo entre todos los hombres, los mundos eslabonados del Amor y el Arte. Unidos por un eslabón y encadenados, porque el Amor sin el Arte es simplemente el desahogo del deseo y el Arte no puede ser gozado a menos que no se tenga una aproximación con el sentimiento del Amor.
Los hombres habían buscado la belleza de mil maneras distintas, en secuencias de sonido, en líneas escritas sobre el papel, en los movimientos del cuerpo humano, en la superficie de la piedra, en los colores esparcidos por el espacio. Todos esos medios seguían sobreviviendo en Diaspar y en el curso de las edades, se habían ido añadiendo otros más. Nadie estaba cierto de que todas las posibilidades del Arte hubieran sido descubiertas, o de sí tenía algún significado fuera de la mente del Hombre.
Y lo mismo era respecto al Amor.
CAPÍTULO VI
Jeserac estaba sentado inmóvil en medio de un torbellino de números. El primer millar de números primos, expresados en la escala binaria que había sido utilizada para todas las operaciones aritméticas desde que fueron inventados los computadores electrónicos, marchaban en perfecto orden ante él. Filas sin fin de unos y ceros pasaban en constante desfile, trayendo a los ojos de Jeserac las secuencias completas de todos aquellos números que no poseían factores, excepto ellos mismos y la unidad. Había un misterio en los números primos que siempre había fascinado al Hombre y continuaba sosteniéndose en su Imaginación.
Jeserac no era un matemático, aunque a veces le gustaba creerlo así. Todo lo que podía hacer era investigar entre el infinito agrupamiento de primos en busca de las relaciones y reglas que muchos hombres de talento podían incorporar en leyes generales. Él podía hallar cómo se comportaban los números; pero sin poder explicar el por qué. Para él constituía un placer sumergirse en la intrincada jungla de la aritmética y a veces descubría maravillas que otros investigadores más diestros, habían errado.
Dispuso la matriz de todos los posibles números enteros y puso en marcha su computador esparciendo los números primos por su extensión en la forma en que se disponen las cuentas en las intersecciones de una malla. Jeserac había hecho aquello cien veces antes, sin que le hubiera enseñado nada. Pero estaba realmente fascinado en la forma en que los números que estudiaba se hallaban esparcidos, sin ninguna ley aparente, a través y a lo ancho del espectro de los números enteros. Conocía las leyes de distribución que ya habían sido descubiertas; pero siempre esperaba descubrir algo más.
Apenas si tuvo tiempo de quejarse de la interrupción sufrida. De haber deseado permanecer aislado sin que nadie le molestase habría dispuesto su anunciador adecuadamente. Mientras que el suave zumbido sonaba en sus oídos, los dígitos se disiparon conjuntamente y Jeserac volvió al mundo de la simple realidad.
Reconoció al instante a Khedrom, lo que no le gustó mucho. Jeserac no se preocupaba habitualmente por ser interrumpido de su ordenada forma de vivir, pero Khedrom representaba lo imprevisible. Sin embargo, saludó a su visitante bastante cortésmente ocultando cualquier traza de disgusto.
Cuando dos personas se saludaban en Diaspar por primera vez e incluso por la centésima, era cosa de costumbre educada el emplear una hora más o menos en el intercambio de cortesías, antes de entrar de lleno en el objeto de su conversación o sus negocios, de haberlos. Khedrom ofendió de cierta forma a Jeserac, al saltarse a la torera aquellas formalidades en sólo quince minutos, para después y a renglón seguido, decirle sin otro preámbulo.
— Me gustaría hablarle sobre Alvin. Usted es su tutor, según creo, ¿no es cierto?
— Es verdad — replicó Jeserac —. Aún le veo varias veces en la semana… tan frecuentemente como él lo desea.
— Y… ¿diría usted que ha sido un discípulo apto?
Jeserac meditó sobre aquello, era una pregunta difícil de contestar. La relación tutor — discípulo era extremadamente importante y constituía, ciertamente, uno de los fundamentos de la vida de Diaspar. Por término medio, diez mil nuevas mentes surgían a la vida en la ciudad cada año. Sus antiguas memorias, permanecían aún en estado latente y durante los primeros veinte años de su existencia, todo lo que les rodeaba resultaba nuevo y extraño. Tenían que ser enseñados a utilizar las miríadas de máquinas y dispositivos que formaban la base y el fondo de la vida diaria, teniendo que aprender a conducirse por sí mismos a través de la más compleja sociedad que el Hombre jamás hubiera construido.
Parte de aquella instrucción, procedía de la pareja escogida para ser los padres de los nuevos ciudadanos. La selección se confiaba a la suerte y los deberes no resultaban onerosos. Eriston y Etania habían dedicado devotamente no más de una tercera parte de su tiempo en la educación de Alvin y habían hecho en ello todo cuanto se podía esperar de tales personas.
Los deberes de Jeserac se confinaban a los aspectos más formales de la educación de Alvin, se asumía que sus padres le enseñarían cómo conducirse en sociedad y de presentarle en un círculo creciente de amistades. Eran los responsables del carácter de Alvin y Jeserac, de su mente.
— Encuentro más bien difícil responder a esa pregunta — replicó Jeserac —. Ciertamente no hay nada equivocado o que vaya mal en la inteligencia de Alvin; pero la mayor parte de las cosas que deberían importarle, parecen ser una cuestión de completa indiferencia. Por otra parte, muestra una morbosa curiosidad respecto a cuestiones que nosotros no discutimos generalmente.
— ¿El mundo que hay al exterior de Diaspar, por ejemplo?
— Si… pero ¿cómo lo sabe usted?
Khedrom vaciló unos instantes, queriendo estar seguro de hasta qué límite podría conceder su confianza a Jeserac. Sabía que Jeserac era amable y bien intencionado; pero a su vez también sabía que Jeserac estaba ligado y esclavo de los mismos tabúes que controlaban a todo el mundo de Diaspar; a todos, excepto a Alvin.
— Lo había imaginado, simplemente.
Jeserac se hundió más confortablemente en el sillón que ocupaba y que acababa de materializar bajo él. Aquella resultaba una situación interesante y deseó analizarla tan completamente como le fuese posible. No había mucho que tuviese que aprender, por supuesto, a menos que Khedrom estuviese dispuesto a cooperar.