El rostro de la persona era una guía más segura. Algunos de los recién nacidos eran más altos que Alvin, pero tenían un aspecto de falta de madurez y una expresión de maravillada sorpresa ante el mundo en que se encontraban, que lo revelaba inmediatamente. Resultaba extraño pensar, que aletargadas y sin desvelar todavía en sus mentes, existían infinitas vivencias que pronto podrían ir comenzando a recordar. Alvin les tuvo envidia en este aspecto, aunque no estuvo muy seguro de sí debería hacerlo así. La primera existencia de un ser es un precioso regalo que jamás puede repetirse. Resultaba maravilloso ver la vida por primera vez, como en la frescura de una aurora, al amanecer. Si hubiera otros como él, con quienes poder compartir sus pensamientos y sensaciones…
Con todo, Alvin estaba fundido en el mismo molde como aquellos muchachos que jugueteaban en el agua del Río. El cuerpo humano no había cambiado en absoluto en los mil millones de años desde la construcción y fundación de Diaspar, puesto que el diseño básico había sido archivado inalterado en los bancos de memoria de la ciudad. Había cambiado, no obstante, en comparación con su original y primitiva forma, aunque la mayor parte de las alteraciones eran internas y no visibles a la vista. El Hombre se había reconstruido muchas veces en su larga historia, en el esfuerzo de abolir los defectos y males de la carne que constituían su herencia.
Detalles tales como los dientes y uñas se habían desvanecido.
El cabello se había quedado confinado a la cabeza; ya no quedaba traza alguna del pelo en el resto del cuerpo. La característica que más habría podido sorprender a cualquier hombre de las remotas edades pasadas, sería sin duda, la desaparición del ombligo. Su inexplicable ausencia le habría dado mucho en que pensar, por lo mismo que a primera vista, se hubiera encontrado chasqueado ante el problema de distinguir al macho de la hembra. Hubiera incluso llegado a la conclusión de que apenas existía diferencia, lo que en realidad, hubiera constituido un grave error. En las apropiadas circunstancias propias de la época, no había duda alguna respecto a la masculinidad de cualquier varón de Diaspar. Era sencillamente que su disposición externa respecto a los órganos diferenciales se hallaba más perfectamente oculta cuando no era precisa, y su conservación interna enormemente mejorada respecto a la original dispuesta por la Naturaleza, inelegante y desde luego debida en gran parte a disposiciones desarrolladas un tanto al azar en sus primeras edades sobre la Tierra.
Era cosa cierta que la reproducción había dejado ya tiempo ha de ser algo concerniente a una función corporal, en que tal función reproductiva consistía en mucho dejar que el azar influyese en la génesis de un cuerpo como una partida de dados tirados al aire. Con todo, aunque la concepción y el nacimiento ya no eran ni incluso recuerdos, el sexo permanecía. Incluso en los antiguos tiempos, ni una centésima parte de la actividad sexual había tenido que ver con la reproducción. La desaparición de ese sencillo uno por ciento había cambiado la pauta de la sociedad humana, y las palabras tales como «padre» y «madre»; pero el deseo persistía, aunque entonces su satisfacción no tuviese un objetivo más profundo que cualquiera de los placeres propios de los demás sentidos.
Alvin dejó a sus juguetones contemporáneos y continuó hacia el centro del Parque. Allí existía un incontable número de senderos cruzándose y volviéndose a cruzar a través de la baja espesura y ocasionales descensos por suaves hondonadas entre grandes rocas recubiertas de líquenes. Se encontró con una máquina poliédrica flotando entre las ramas de un árbol, no más grande que la cabeza de un hombre. Nadie sabía con certeza cuantas variedades de robots había en Diaspar, en general solían apartarse de las personas y llevar a cabo sus cometidos con tal perfección que resultaba bastante raro encontrarse con alguno.
En aquel momento, el terreno comenzó a elevarse de nuevo. Alvin se aproximaba a la pequeña colina que se hallaba en el mismo centro exacto del Parque, y en consecuencia, de la propia ciudad de Diaspar. Para llegar había muy pocos obstáculos en el camino, teniendo así una clara visión de la cima de la colina y del sencillo edificio que la coronaba. Llegó un tanto fatigado al final de la meta propuesta y le encantó quedarse descansando con la espalda apoyada contra una de las columnas de color rosado y mirar el camino que le había llevado hasta allá.
Existen ciertas formas arquitectónicas que nunca pueden cambiar por haber alcanzado la perfección. La Tumba de Yarlan Zey pudo haber sido diseñada por los constructores de templos de las primeras civilizaciones que el hombre hubo conocido, aunque resultaba imposible imaginar de qué clase de materiales estaba construida. El techo estaba abierto a pleno cielo y la simple cámara estaba pavimentada con grandes losas que a primera vista daban la impresión de ser piedra natural. Pero durante edades geológicas enteras, los pies humanos habían cruzado, y vuelto a cruzar aquel piso sin dejar la menor traza ni desgaste en aquel material inconcebiblemente sólido y perfecto.
El creador del gran Parque, esto es, el mismo constructor de la propia Diaspar, aparecía sentado con unos ojos literalmente inclinados hacia abajo, como examinando los planos extendidos sobre sus rodillas. Su rostro aparecía con una tal curiosa ausencia de cuanto parecía rodearle, que había sorprendido y dejado confuso al mundo durante incontables generaciones de seres humanos. Algunos habían opinado que sólo se trataba de un gesto producto de la imaginación del artista; pero a otros les parecía que Yarlan Zey sonreía a algún secreto indescifrable.
La totalidad de la construcción en sí, era un enigma, ya que nada de cuanto concernía a aquella construcción arquitectónica podía ser investigado, ni existía traza alguna en los archivos y registros de la ciudad. Alvin, ni siquiera estaba seguro de lo que significaba la palabra «tumba»; Jeserac pudo probablemente habérselo dicho, ya que era tan aficionado a coleccionar palabras antiguas y salpicar su conversación con ellas, para la confusión de quienes le escuchaban.
Desde aquel punto central ventajoso, Alvin pudo mirar claramente por todo el Parque, por encima de las barreras de árboles y a las lejanías de la gran ciudad. Los edificios más próximos, se hallaban casi a dos millas de distancia, formando como un cinturón de baja altura circundando el Parque. Más allá, fila tras fila de otros edificios cada vez más altos, se encontraban las torres y las terrazas que constituían el núcleo central de Diaspar. Aquello se extendía milla tras milla, como escalando poco a poco el propio cielo, haciéndose cada vez más completo y más impresionante. Diaspar había sido concebida como una entidad; en realidad era una sola y gigantesca máquina, poderosísima y misteriosa. A pesar de todo su aspecto exterior casi sobrepasaba su extraordinaria complejidad, pero sólo chocaba con las escondidas maravillas de la tecnología sin las cuales, todos aquellos grandes y fabulosos edificios hubieran sido sólo unos sepulcros sin vida.
Alvin se quedó mirando fijamente los límites de aquel, su propio mundo. Diez, veinte millas, con sus detalles ya perdidos en la distancia, eran los límites exteriores de la ciudad, sobre los cuales parecía descansar el techo del firmamento. No existía nada más allá de aquellos límites, nada excepto la dolorosa soledad del desierto en donde un hombre cualquiera se habría vuelto loco.