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Pero tuvimos suerte, Malpapeada, quita tus dientes, sarnosa. En la fila comenzó a arderme el cuerpo y ¡un cansancio!, qué ganas de echarme ahí mismo sobre la cancha de fútbol a descansar. Y nadie hablaba, parecía mentira que hubiera ese silencio, los pechos subiendo y bajando, quién iba a pensar en la salida, juro que lo único que querían era meterse a la cama y dormir una siesta. Ahora sí nos fregamos, el ministro nos hará consignar hasta fin de año, lo más gracioso era la cara de los perros, si no habían hecho nada ¿por qué tenían ese susto?, váyanse a sus casas y no se olviden de lo que han visto, y más miedo tenían los tenientes, Huarina estás amarillo, mírate en un espejo y te dará pena tu cara y el Rulos dijo a mi lado: "¿será el general Mendoza ese gordo que está junto a la mujer de azul? Yo creía que era de infantería, pero el cabrón tiene insignias rojas, había sido artillero». Y el coronel que se comía el micro y no sabía por dónde empezar, y chillaba «cadetes» y se paraba y volvía a decir «cadetes» y se le quebraba la voz, ya me vino la risa, perrita, y todos tiesos y mudos, temblando. ¿ Qué fue lo que dijo, Malpapeada?, digo además de repetir «cadetes, cadetes, cadetes», ya arreglaremos en familia lo ocurrido, sólo unas palabras para pedir disculpas en nombre de todos, de ustedes, de los oficiales, en nombre mío, nuestras más humildes excusas y la mujer que se ganó un aplauso de cinco minutos, dicen que se puso a llorar de la emoción al ver que nos rompíamos las manos aplaudiéndola y comenzó a lanzar besos a todo el mundo, lástima que estaba tan lejos, no se podía saber si era fea o bonita, joven o vieja. ¿ No se te escarapeló el cuero, Malpapeada, cuando dijo los de tercero a ponerse los uniformes, los de cuarto y quinto se quedan adentro»? ¿Sabes por qué no se movió nadie, perra, ni los oficiales, ni los brigadieres, ni los invitados, ni los perros?, porque el diablo existe. Y entonces ella saltó, «coronel’, excelentísima se ñora», todos se movían, pero qué es lo que está pasando, le ruego, coronel», «ilustrísima señora embajadora, no tengo palabras», «cierren el micro», «le suplico, coronel», ¿cuánto tiempo, Malpapeada? Ningún tiempo, todos miraban al gordo y al micro y a la mujer, hablaban a la vez y nos dimos cuenta que era una gringa, "¿lo hará usted por mí, coronel?», el muerto flotando sobre la cancha y todos firmes. «Cadetes, cadetes, olvidemos este bochorno, que nunca se repita, la infinita bondad de la señora embajadora», dicen que Gamboa dijo después «qué vergüenza, ni que esto fuera un colegio de monjas, las mujeres dando órdenes en los cuarteles», y agradezcan a la dignísima, quién inventaría el aplauso del colegio, una locomotora que parte despacito, pam, uno dos tres cuatro cinco, pam, uno dos tres cuatro, pam, uno dos tres, pam, uno dos, pam, uno, pam, pam, parninmin, y de nuevo y después, pam–pam–pam, y de nuevo, los del Guadalupe se jalaban las mechas de cólera con nuestra barra en el campeonato de atletismo y nosotros pam–pam–pam, a la embajadora debimos hacerle también el chajuí, chajuá, hasta los perros se pusieron a aplaudir y los suboficiales y los tenientes, no paren, sigan, pam–pam–pam, y no le quiten los ojos al coronel, la embajadora y el ministro se largan y a él se le torcerá de nuevo la cara y dirá se creían muy vivos pero voy a barrer el suelo con ustedes, pero se comenzó a reír, y el general Mendoza, y los embajadores y los oficiales y los invitados, pampam–pam, uy qué buenos somos todos, uy papacito, uy mamacita, pam–pam–pam, todos somos leonciopradinos ciento por ciento, viva el Perú cadetes, algún día la Patria nos llamará y ahí estaremos, alto el pensamiento, firme el corazón, " ¿dónde esta Gambarina para darle un beso en la boca?», decía el Jaguar, «quiero decir si quedó vivo después de tanto contrasuelazo que le di», la mujer está llorando con los aplausos, Malpapeada, la vida M colegio es dura y sacrificada pero tiene sus compensaciones, lástima que el Círculo no volviera a ser lo que era, el corazón me aumentaba en el pecho cuando nos reuníamos los treinta en el baño, el diablo se mete siempre en todo con sus cachos peludos, qué sería que todos nos fregáramos por el serrano Cava, que le dieran de baja, que nos dieran de baja por un cocino vidrio, por tu santa madre no me metas los dientes, Malpapeada, perra.

Los días siguientes, monótonos y humillantes, también los ha olvidado. Se levantaba temprano, el cuerpo adolorido por el desvelo, y vagaba por las habitaciones a medio amueblar de esa casa extranjera. En una especie de buhardilla, levantada en la azotea, encontró altos de periódicos y revistas, que hojeaba distraídamente mañanas y tardes íntegras. Eludía a sus padres y les hablaba sólo con monosílabos. "¿Qué te parece tu papá?», le preguntó un día su madre. «Nada», dijo él, «no me parece nada.» Y otro día: «estás contento, Richi?». — No. — Al día siguiente de llegar a Lima, su padre vino hasta su cama y, sonriendo, le presentó el rostro. «Buenos días», dijo Ricardo, sin moverse. Una sombra cruzó los ojos de su padre. Ese mismo día comenzó la guerra invisible. Ricardo no abandonaba el lecho hasta sentir que su padre cerraba tras él la puerta de calle. Al encontrarlo a la hora de almuerzo, decía rápidamente, «buenos días» y corría a la buhardilla. Algunas tardes, lo sacaban a pasear. Solo en el asiento trasero del automóvil, Ricardo simulaba un interés desmedido por los parques, avenidas y plazas. No abría la boca pero tenía los oídos pendientes de todo lo que sus padres decían. A veces, se te escapaba el significado de ciertas alusiones: esa noche su desvelo era febril. No se dejaba sorprender. Si se dirigían a él de improviso, respondía: "¿cómo?, ¿qué?». Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. «Tiene apenas ocho años, decía su madre; ya se acostumbrará». «Ha tenido tiempo de sobra», respondía su padre y la voz era distinta: seca y cortante. «No te había visto antes, insistía la madre; es cuestión de tiempo.» «Lo has educado mal, decía él; tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer. — Luego, las voces se perdieron en un murmullo. Unos días después su corazón dio un vuelco: sus padres adoptaban una actitud misteriosa, sus conversaciones eran enigmáticas. Acentuó su labor de espionaje; no dejaba pasar el menor gesto, acto o mirada. Sin embargo, no halló la clave por sí mismo. Una mañana, su madre le dijo a la vez que lo abrazaba: "¿y si tuvieras una hermanita?». Él pensó: «si me mato, será culpa de ellos y se irán al infierno». Eran los últimos días del verano. Su corazón se llenaba de impaciencia; en abril lo mandarían al colegio y estaría fuera de su casa buena parte del día. Una tarde, después de mucho meditar en la buhardilla, fue donde su madre y le dijo: "¿no pueden ponerme interno?». Había hablado con una voz que creía natural, pero su madre lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Él se metió las manos en los bolsillos y agregó: «a mí no me gusta estudiar mucho, acuérdate lo que decía la tía Adelina en Chiclayo. Y eso no le parecerá bien a mi papá. En los internados hacen estudiar a la fuerza». Su madre lo devoraba con los ojos y él se sentía confuso.» "¿Y quién acompañará a tu mamá?». «Ella, respondió Ricardo, sin vacilar; mi hermanita.» La angustia se desvaneció en el rostro de su madre, sus ojos revelaban ahora abatimiento. «No habrá ninguna hermanita, dijo; me había olvidado de decírtelo.» Estuvo pensando todo el día que había procedido mal; lo atormentaba haberse delatado. Esa noche, en el lecho, los ojos muy abiertos, estudiaba la manera de rectificar el error: reduciría al mínimo las palabras que cambiaba con ellos, pasaría más tiempo en la buhardilla, cuando en eso lo distrajo el rumor que crecía, y de pronto la habitación estaba llena de una voz tronante y de un vocabulario que nunca había oído. Tuvo miedo y dejó de pensar. Las injurias llegaban hasta él con pavorosa nitidez y, por instantes, perdida entre los gritos y los insultos masculinos, distinguía la voz de su madre, débil, suplicando. Después el ruido cesó unos segundos, hubo un chasquido silbante y cuando su madre gritó ”¡Richi!» él ya se había incorporado, corría hacia la puerta, la abría e irrumpía en la otra habitación gritando: «no le pegues a mi mamá». Alcanzó a ver a su madre, en camisa de noche, el rostro deformado por la luz indirecta de la lámpara y la escuchó balbucear algo, pero en eso surgió ante sus ojos una gran silueta blanca. Pensó: «está desnudo» y sintió terror. Su padre lo golpeó con la mano abierta y él se desplomó sin gritar. Pero se levantó de inmediato: todo se había puesto a girar suavemente. Iba a decir que a él no le habían pegado nunca, que no era posible, pero antes que lo hiciera, su padre lo volvió a golpear y él cayó al suelo de nuevo. Desde allí vio, en un lento remolino, a su madre que saltaba de la cama y vio a su padre detenerla a medio camino y empujarla fácilmente hasta el lecho, y luego lo vio dar media vuelta y venir hacia él, vociferando, y se sintió en el aire, y de pronto estaba en su cuarto, a oscuras, y el hombre cuyo cuerpo resaltaba en la negrura le volvió a pegar en la cara, y todavía alcanzó a ver que el hombre se interponía entre él y su madre que cruzaba la puerta, la cogía de un brazo y la arrastraba como si fuera de trapo y luego la puerta se cerró y él se hundió en una vertiginosa pesadilla.