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IV Bajó del autobús en el paradero de Alcanfores y recorrió a trancos largos las tres cuadras que había hasta su casa. Al cruzar una calle vio a un grupo de chiquillos. Una voz irónica dijo, a su espalda: "¿vendes chocolates?». Los otros se rieron. Años atrás, él y los muchachos del barrio gritaban también 11 chocolateros» a los cadetes del Colegio Militar. El cielo estaba plomizo, pero no hacía frío. La Quinta de Alcanfores parecía deshabitada. Su madre le abrió la puerta. Lo besó.

Llegas tarde — le dijo -. ¿Por qué, Alberto?

Los tranvías del Callao siempre están repletos, mamá. Y pasan cada media hora.

Su madre se había apoderado del maletín y del quepí y lo seguía a su cuarto. La casa era pequeña, de un piso, y brillaba. Alberto se quitó la guerrera y la corbata; las arrojó sobre una silla. Su madre las levantó y dobló cuidadosamente. — ¿Quieres almorzar de una vez?

Me bañaré antes. — ¿Me has extrañado?

Mucho, mamá.

Alberto se sacó la camisa. Antes de quitarse el pantalón se puso la bata: su madre no lo había visto desnudo desde que era cadete.

Te plancharé el uniforme. Está lleno de tierra.

Sí — dijo Alberto. Se puso las zapatillas. Abrió el cajón de la cómoda, sacó una camisa de cuello, ropa interior, medias. Luego, del velador, unos zapatos ' negros que relucían.

Los lustré esta mañana — dijo su madre.

Te vas a malograr las manos. No debiste hacerlo, mamá.

— ¿A quién le importan mis manos? — dijo ella, suspirando–Soy una pobre mujer abandonada.

Esta mañana di un examen muy difícil — la interrumpió Alberto–Me fue mal.

Ah — repuso la madre -. ¿Quieres que te llene la tina? — No. Me ducharé, mejor.

Bueno. Voy a preparar el almuerzo.

Dio media vuelta y avanzó hasta la puerta.

— Mamá.

Se detuvo, en medio del vano. Era menuda, de piel muy blanca, de ojos hundidos y lánguidos. Estaba sin maquillar y con los cabellos en desorden. Tenía sobre la f4lda un delantal ajado. Alberto recordó una época relativamente próxima: su madre pasaba horas ante el espejo, borrando sus arrugas con afeites, agrandándose los ojos, empolvándose; iba todas las tardes a la peluquería y cuando se disponía a salir, la elección del vestido precipitaba crisis de nervios. Desde que su padre se marchó, se había transformado. — ¿No has visto a mi papá? Ella volvió a suspirar y sus mejillas se sonrojaron.

Figúrate que vino el martes–dijo–Le abrí la puerta sin saber quién era. Ha perdido todo escrúpulo, Alberto, no tienes idea cómo está. Quería que fueras a verlo. Me ofreció plata otra vez. Se ha propuesto matarme de dolor. — Entornó los párpados y bajó la voz: — Tienes que resignarte, hijo.

Voy a darme un duchazo — dijo él–Estoy inmundo.

Pasó ante su madre y le acarició los cabellos, pensando: «no volveremos a tener un centavo». Estuvo un buen rato bajo la ducha; después de jabonarse minuciosamente se frotó el cuerpo con ambas manos y alternó varias veces el agua caliente y fría. «Como para quitarme la borrachera», pensó. Se vistió. Al igual que otros sábados, las ropas de civil le parecieron extrañas, demasiado suaves; tenía la impresión de estar desnudo: la piel añoraba el áspero contacto del dril. Su madre lo esperaba en el comedor. Almorzó en silencio. Cada vez que terminaba un pedazo de pan, su madre le alcanzaba la panera con ansiedad. — ¿Vas a salir?

Sí, mamá. Para hacer un encargo a un compañero que está consignado. Regresaré pronto. La madre abrió y cerró los ojos varias veces y Alberto temió que rompiera a llorar.

No te veo nunca — dijo ella–Cuando sales, pasas el día en la calle. ¿No compadeces a tu madre?

Sólo estaré una hora, mamá — dijo Alberto, incómodo. — Quizá menos.

Se había sentado a la mesa con hambre y ahora la comida le parecía interminable e insípida. Soñaba toda la semana con la salida, pero apenas entraba a su casa se sentía irritado: la abrumadora obsequiosidad de su madre era tan mortificante como el encierro. Además, se trataba de algo nuevo, le costaba trabajo acostumbrarse. Antes, ella lo enviaba a la calle con cualquier pretexto, para disfrutar a sus anchas con las amigas innumerables que venían a jugar canasta todas las tardes. Ahora, en cambio, se aferraba a él, exigía que Alberto le dedicara todo su tiempo libre y la escuchara lamentarse horas enteras de su destino trágico. Constantemente caía en trance: invocaba a Dios y rezaba en voz alta. Porque también en eso había cambiado. Antes, olvidaba la misa con frecuencia y Alberto la había sorprendido muchas veces cuchicheando con sus amigas contra los curas y las beatas. Ahora iba a la iglesia casi a diario, tenía, un guía espiritual, un jesuita a quien llamaba «hombre santo», asistía a toda clase de novenas y, un sábado, Alberto descubrió en su velador una biografía de Santa Rosa de Lima. La madre levantaba los platos y recogía con su mano unas migas de pan dispersas sobre la mesa.

Estaré de vuelta antes de las cinco — dijo él.

No te demores, hijito — repuso ella–Compraré bizcochos para el té.

La mujer era gorda, sebosa y. sucia; los pelos lacios caían a cada momento sobre su frente; ella los echaba atrás con la mano izquierda y aprovechaba para rascarse la cabeza. En la otra mano, tenía un cartón cuadrado con el que hacía aire a la llama vacilante; el carbón se humedecía en las noches y, al ser encendido, despedía humo: las paredes de la cocina estaban negras y la cara de la mujer manchada de ceniza. «Me voy a volver ciega», murmuró. El humo y las chispas le llenaban los Ojos de lágrimas; siempre estaba con los párpados hinchados. — ¿Qué cosa? — dijo Teresa, desde la otra habitación.