— Nada — refunfuñó la mujer, inclinándose sobre la olla: la sopa todavía no hervía.
— ¿Qué? — preguntó la muchacha.
— ¿Estás sorda? Digo que me voy a volver ciega.
— ¿Quieres que te ayude?
— No sabes — dijo la mujer, secamente; ahora removía la olla con una mano y con la otra se hurgaba la
nariz–No sabes hacer nada. Ni cocinar, ni coser, ni nada. Pobre de ti.
Teresa no respondió. Acababa de volver del trabajo y estaba arreglando la casa. Su tía se encargaba de hacerlo durante la semana, pero los sábados y los domingos le tocaba a ella. No era una tarea excesiva; la casa tenía sólo dos habitaciones, además de la cocina: un dormitorio y un cuarto que servía de comedor, sala y taller de costura. Era una casa vieja y raquítica, casi sin muebles.
— Esta tarde irás donde tus tíos — dijo la mujer–Ojalá no sean tan miserables como el mes pasado.
Unas burbujas comenzaron a agitar la superficie de la olla: en las pupilas de la mujer se encendieron dos lucecitas.
— Iré mañana — dijo Teresa -. Hoy no puedo.
— ¿No puedes?
La mujer agitaba frenéticamente el cartón que le servía de abanico.
— No. Tengo un compromiso.
El cartón quedó inmovilizado a medio camino y la mujer alzó la vista. Su distracción duró unos segundos; reaccionó y volvió a atender el fuego. — ¿Un compromiso?
— Sí. — La muchacha había dejado de barrer y tenía la escoba suspendida a unos centímetros del suelo -.
Me han invitado al cine.
— ¿Al cine? ¿Quién?
La sopa estaba hirviendo. La mujer parecía haberla olvidado. Vuelta hacia la habitación contigua, esperaba la respuesta de Teresa, los pelos cubriéndole la frente, inmóvil y ansiosa.
— ¿Quién te ha invitado? — repitió. Y comenzó a abanicarse el rostro a toda prisa.
Ese muchacho que vive en la esquina — dijo Teresa, posando la escoba en el suelo. — ¿Qué esquina?
La casa de ladrillos, de dos pisos. Se llama Arana. — ¿Así se llaman ésos? ¿Arana?
Sí.
— ¿Ese que anda con uniforme? — insistió la mujer.
Sí. Está en el Colegio Militar. Hoy tiene salida. Vendrá a buscarme a las seis. La mujer se acercó a Teresa. Sus ojos abultados estaban muy abiertos.
Ésa es buena gente — le dijo -. Bien vestida. Tienen auto.
Sí – dijo Teresa -. Uno azul.
— ¿Has subido a su auto? — preguntó la mujer con vehemencia.
— No. Sólo he conversado una vez con ese muchacho, hace dos semanas. Iba a venir el domingo pasado,
pero no pudo. Me mandó una carta.
Súbitamente, la mujer dio media vuelta y corrió a la cocina. El fuego se había apagado, pero la sopa continuaba hirviendo.
Vas a cumplir dieciocho años — dijo la mujer, reanudando el combate contra los rebeldes cabellos–Pero no te das cuenta. Me quedaré ciega y nos moriremos de hambre, si no haces algo. No dejes escapar a ese muchacho. Tienes suerte que se haya fijado en ti. A tu edad, yo ya estaba encinta. ¡Para qué me dio hijos el Señor si me los iba a quitar después! ¡Va!
Sí, tía — dijo Teresa.
Mientras barría, contemplaba sus zapatos grises de tacón alto: estaban sucios y gastados. ¿Y si Arana la llevaba a un cine de estreno?
¿Es militar? — preguntó la mujer.
No. Está en el Leoncio Prado. Un colegio como los otros, sólo que dirigido por militares.
¿En el colegio? — repuso la mujer, indignada-. Yo creí que era un hombre. Bah, a ti qué te puede importar que esté vieja. Lo que tú quieres es que yo reviente de una vez por todas.
Alberto se arreglaba la corbata. ¿ Era él ese rostro pulcramente afeitado, esos cabellos limpios y asentados, esa camisa blanca, esa corbata clara, esa chaqueta gris, ese pañuelo que asomaba por el bolsillo superior, ese ser aséptico y acicalado que aparecía en el espejo M cuarto de baño?
— Estás muy buen mozo — dijo su madre, desde la sala. Y añadió, tristemente -: Te pareces a tu padre.
Alberto salió del baño. Se inclinó para besarla. Su madre le presentó la frente; le llegaba al hombro y Alberto la sintió muy frágil. Sus cabellos eran casi blancos. «Ya no se pinta el pelo, pensó. Parece mucho más vieja.»
— Es él — dijo la madre.
Efectivamente, un segundo después sonó el timbre. «No vayas a abrir», dijo la madre cuando Alberto avanzó hacia la puerta de calle, pero no hizo nada por impedirlo.
— Hola, papá — dijo Alberto.
Era un hombre bajo y macizo, un poco calvo. Vestía impecablemente, de azul, y Alberto, al besarlo en la mejilla, sintió un perfume penetrante. Sonriente, el padre le dio dos palmadas y echó una ojeada a la habitación. La madre, de pie en el pasillo que comunicaba con el baño, había asumido una actitud de resignación: la cabeza inclinada, los párpados semicerrados, las manos unidas sobre la falda, el cuello un poco avanzado como para facilitar la tarea del verdugo.
— Buenos días, Carmela.
— ¿A qué has venido? — susurró la madre, sin cambiar d postura.
Sin el menor embarazo, el hombre cerró la puerta, arrojó a un sillón una cartera de cuero y, siempre sonriente y desenvuelto tomó asiento a la vez que hacía una señal a Alberto para que se sentara a su lado. Alberto–miró a su madre: seguía inmóvil.
— Carmela — dijo el padre alegremente–Ven, hija, vamos a conversar un momento. Podemos hacerlo delante de Alberto, ya es todo un hombrecito.
Alberto sintió satisfacción. Su padre, a diferencia de su madre, parecía más joven, más sano, más fuerte.
En sus ademanes y en su voz, en su expresión, había algo incontenible que pugnaba por exteriorizarse.
¿Sería feliz?
— No tenemos nada que hablar — dijo la madre–Ni una palabra.
— Calma–repuso el padre–Somos gente civilizada. Todo se puede resolver con serenidad.
— ¡Eres un miserable, un perdido! — gritó la madre, súbitamente cambiada: mostraba los puños y su rostro, que había perdido toda docilidad, estaba encarnado; sus ojos relampagueaban- ¡Fuera de aquí! Ésta es mi casa, la pago con mi dinero.
El padre se tapó los oídos, divertido. Alberto miró su reloj. La madre había comenzado a llorar; su cuerpo se estremecía con los suspiros. No se limpiaba las lágrimas, que, al bajar por sus mejillas, revelaban una vellosidad rubia.
— Carmela — dijo el padre-, tranquilízate. No quiero pelear contigo. Un poco de paz. No puedes seguir así, es absurdo. Tienes que salir de esta casucha, tener sirvientas, vivir. No puedes abandonarte. Hazlo por tu hijo.
— ¡Fuera de aquí! — rugió la madre–Ésta es una casa limpia, no tienes derecho a venir a ensuciarla. Vete donde esas perdidas, no queremos saber nada de ti; guárdate tu dinero. Lo que yo tengo me sobra para educar a mi hijo.
— Estás viviendo como una pordiosera — dijo el padre ¿Has perdido la dignidad? ¿Por qué demonios no quieres que te pase una pensión?
— Alberto–gritó la madre, exasperada-. No dejes que me insulte. No le basta haberme humillado ante todo Lima, quiere matarme. ¡Haz algo, hijo!
— Papá, por favor — dijo Alberto, sin entusiasmo–No peleen.
— Cállate — dijo el padre. Adoptó una expresión solemne y superior–Eres muy joven. Algún día comprenderás. La vida no es tan simple.
Alberto tuvo ganas de reír. Una vez había visto a su padre en el centro de Lima, con una mujer rubia, muy hermosa. El padre lo vio también y desvió la mirada. Esa noche había venido al cuarto de Alberto, con una cara idéntica a la que acababa de poner y le había dicho las mismas palabras.
— Vengo a hacerte una propuesta — dijo el padre–Escúchame un segundo.
La mujer parecía otra vez una estatua trágica. Sin embargo, Alberto vio que espiaba a su padre a través de las pestañas con ojos cautelosos.
— Lo que a ti te preocupa — dijo el padre-, son las formas. Yo te comprendo, hay que respetar las convenciones sociales.