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Tico y Pluto rieron a carcajadas. La muchacha seguía mirando los árboles.

— No le hagas caso, amorcito–dijo Tico–Es un salvaje. Pluto, pide disculpas a la señorita.

— Tienes razón–dijo Pluto-. Soy un salvaje y estoy arrepentido. Por favor, perdóname. Dime que me perdonas o hago un escándalo.

— ¿No tienes corazón? — preguntó Tico.

Alberto miraba también por la ventanilla: los árboles estaban húmedos y el pavimento relucía. Por la pista contraria desfilaba una columna de automóviles. El Expreso había dejado atrás Orrantia y las grandes residencias multicolores. Las casas eran ahora pequeñas, pardas.

— Esto es una vergüenza–dijo una señora- ¡Dejen tranquila a esa niña!

Tico y Pluto seguían riendo. La muchacha despegó un instante la vista de la avenida y lanzó a su

alrededor una vivísima mirada de ardilla. Una sonrisa cruzó su rostro y desapareció.

— Con mucho gusto, señora–dijo Tico. Y volviéndose a la muchacha-: Le pedimos disculpas, señorita.

— Aquí me bajo–dijo Alberto, tendiéndoles la mano — Hasta luego.

— Ven con nosotros–dijo Tico–Vamos al cine. Tenemos una chica para ti. No está mal.

— No puedo–dijo Alberto–Tengo una cita.

— ¿En Lince? — dijo Pluto, malicioso-. ¡Ah, tienes un plancito, cholifacio! Buen provecho. Y no te pierdas, anda por el barrio, todos se acuerdan de ti.

«Ya sabía que era fea», pensó, apenas la vio, en el primero de los peldaños de su casa. Y dijo, rápidamente:

— Buenas tardes. ¿Está Teresa?

— Soy yo.

— Tengo un encargo de Arana. Ricardo Arana.

— Pase–dijo la muchacha, cohibida–Tome asiento.

Alberto se sentó a la orilla y se mantuvo rígido. ¿Lo resistiría la silla? Por el vacío que dejaba la cortina entre las dos habitaciones, vio el final de una cama y los grandes pies oscuros de una mujer. La muchacha estaba a su lado.

— Arana no ha podido salir–dijo Alberto–Mala suerte, lo consignaron esta mañana. Me dijo que tenía un compromiso con usted, que viniera a disculparlo.

— ¿Lo consignaron? — dijo Teresa. Su rostro mostraba desencanto. Llevaba los cabellos recogidos en la nuca con la cinta azul. "¿Se habrán besado en la boca?», pensó Alberto.

— Eso le pasa a todo el mundo–dijo–Es cuestión de suerte. Vendrá a verla el próximo sábado.

— ¿Quién está ahí? — preguntó una voz malhumorada. Alberto miró: los pies habían desaparecido.

Segundos después, un rostro grasiento asomó sobre la cortina. Alberto se puso de pie.

— Es un amigo de Arana–dijo Teresa–Se llama…

Alberto dijo su nombre. Sintió en la suya una mano gorda y fláccida, sudada: un molusco. La mujer sonreía teatralmente y se había lanzado a hablar sin pausas. En el chisporroteo de palabras, las fórmulas de cortesía que Alberto había escuchado en su infancia aparecían corno en caricatura, condimentadas con adjetivos lujosos y gratuitos, y a ratos comprendía que lo trataban de señor y de don y lo interrogaban sin esperar su respuesta. Se halló envuelto en una costra verbal, en un laberinto sonoro.

— Siéntese, siéntese — decía la mujer, señalando la silla, el cuerpo doblado en una reverencia de gran mamífero–No se incomode por mí, ésta es su casa, una casa pobre pero honrada, ¿sabe usted?, toda mi vida me he ganado el pan como Dios manda, con el sudor de mi frente, soy costurera y he podido dar una buena educación a Teresita, mi sobrinita, la pobre quedó huérfana, figúrese, y me lo debe todo, siéntese, señor Alberto.

— Arana se quedó consignado–dijo Teresa; evitaba mirar a Alberto y a su tía-. El señor trajo el recado.

"¿El señor?», pensó Alberto. Y buscó los ojos de la muchacha, pero ésta miraba ahora el suelo. La mujer se había erguido y tenía los brazos abiertos. Su sonrisa se había congelado, pero seguía intacta en sus pómulos, en su ancha nariz, en sus ojillos disimulados bajo bolsas carnosas.

— Pobrecito — decía–pobre muchacho, cómo sufrirá su madre, yo también tuve hijos y sé lo que es el dolor de una madre, porque se me murieron, así es el Señor y mejor no tratar de comprender, pero ya saldrá la otra semana, la vida es dura para todos, me doy cuenta muy bien, ustedes que son jóvenes mejor ni piensen en eso, dígame ¿adónde la va a llevar a Teresita?

— Tía–dijo la muchacha, dando un respingo–Ha venido a traer un encargo. No…

— Por mí no se preocupen–añadió la mujer, bondadosa, comprensiva, sacrificada–Los jóvenes se sienten mejor cuando están solos, yo también he sido joven y ahora estoy vieja, así es la vida, pero ya vendrán para ustedes las preocupaciones, uno llega a la vejez a pasar angustias. ¿Sabía usted que me estoy volviendo ciega?

— Tía–repiti6 la muchacha–Por favor…

— Si usted permite–dijo Alberto-, podríamos ir al cine. Si a usted no le parece mal.

La muchacha había vuelto a bajar la vista; estaba muda y no sabía qué hacer con sus manos.

— Tráigala temprano–dijo la tía–Los jóvenes no deben estar fuera de casa hasta muy tarde, don Alberto. — Se volvió a Teresa–Ven un minuto. Con su permiso, señor.

Tomó a Teresa del brazo y la llevó a la otra habitación. Las palabras de la mujer llegaban hasta él como arrebatadas por el viento y, aunque las comprendía aisladas, no podía descubrir su organización.

Entendió sin embargo, oscuramente, que la muchacha se negaba a salir con él y que la mujer, sin tomarse

el trabajo de replicarle, trazaba como un gran cuadro sinóptico de Alberto, o mejor dicho, de un ser ideal que él encarnaba ante sus ojos, y se vio rico, hermoso, elegante, envidiable: un gran hombre de mundo.

La cortina se abrió. Alberto sonreía. La muchacha se frotaba las manos, disgustada y más cohibida que antes.

— Pueden salir–dijo la mujer–La tengo muy bien cuidada, ¿sabe usted? No la dejo salir con cualquiera. Es muy trabajadora, aunque no parece, tan delgadita como es. Me alegro que se vayan a divertir un rato.

La muchacha avanzó hasta la puerta y se retiró, para que Alberto saliese primero. La garúa había cesado, pero el aire olía a mojado y las aceras y la pista estaban lustrosas y resbaladizas. Alberto cedió a Teresa el interior de la calzada. Sacó los cigarrillos, encendió uno. La miró de reojo: turbada, caminaba a pasos muy cortos, mirando adelante. Llegaron hasta la esquina sin hablarse. Teresa se detuvo.

— Me quedaré aquí–dijo–Tengo una amiga en la otra cuadra. Gracias por todo.

— Pero no–dijo Alberto- ¿Por qué?

— Tiene que disculpar a mi tía–dijo Teresa; lo miraba a los ojos y parecía más serena–Es muy buena, hace cualquier cosa para que yo salga.

— Sí–dijo Alberto-. Es muy simpática, muy amable.

— Pero habla mucho–afirmó Teresa, y lanzó una carcajada.

«Es lea pero tiene bonitos dientes, pensó Alberto; ¿cómo se le habrá declarado el Esclavo?»

— ¿Arana se enojaría si sales conmigo?

— No es nada mío–dijo ella–Es la primera vez que ibamos a salir. ¿No le ha contado?

— ¿Por qué no me tuteas? — preguntó Alberto.

Estaban en la esquina. En las calles que los rodeaban se veía gente a lo lejos. Nuevamente comenzaba a llover. Una niebla levísima descendía sobre ellos.

— Bueno–dijo Teresa–Podemos tutearnos.

— Sí–dijo Alberto–Resulta raro tratarse de usted; es cosa de viejos.

Quedaron en silencio unos segundos. Alberto arrojó el cigarrillo y lo apagó con el pie.

— Bueno–dijo Teresa, estirándole la mano-. Hasta luego.

— No–dijo Alberto–Puedes ver a tu amiga otro día. Vamos al cine.

Ella puso un rostro grave:

— No lo hagas por compromiso–dijo–De veras. ¿No tienes nada que hacer ahora?

— Y aunque tuviera–dijo Alberto–Pero no tengo nada, palabra.

— Bueno — dijo ella. Y extendió una mano, la palma hacia arriba. Miraba el cielo y Alberto comprobó que sus ojos eran luminosos.