— ¿Y Que más te dijo? — preguntó el Esclavo.
— Nada más–dijo Alberto–Me has preguntado lo mismo toda la semana. ¿No puedes hablar de otra cosa?
— Perdona–respondió el Esclavo–Pero justamente hoy es sábado. Debe creer que soy un mentiroso.
— ¿Por qué va a creer eso? Ya le escribiste. Y además, qué te importa lo que piense.
— Estoy enamorado de esa chica–dijo el Esclavo–No me gusta que tenga malas ideas sobre mí.
— Te aconsejo que pienses en otra cosa–dijo Alberto–Quién sabe hasta cuándo seguiremos consignados.
Tal vez varias semanas. No conviene pensar en mujeres.
— Yo no soy como tú–dijo el Esclavo, con humildad–No tengo carácter. Quisiera no acordarme de esa chica y sin embargo no hago otra cosa que pensar en ella. Si el próximo sábado no salgo, creo que me volveré loco. Dime, ¿te hizo preguntas sobre mí?
— Maldita sea–repuso Alberto-. Sólo la vi cinco minutos, en la puerta de su casa. ¿Cuántas veces te voy a repetir que no hablé de nada con ella? Ni siquiera tuve tiempo de verle bien la cara.
— ¿Y entonces por qué no quieres escribirle?
— Porque no–dijo Alberto–No me da la gana.
— Me parece raro–dijo el Esclavo–Les escribes cartas a todos. ¿Por qué a mí no?
— A las otras no las conozco–dijo Alberto–Además, no tengo ganas de escribir cartas. Ahora no necesito plata. Para qué, si me voy a quedar encerrado no sé cuántas malditas semanas.
— El otro sábado saldré como sea–dijo el Esclavo-. Aunque tenga que escaparme.
— Bueno–dijo Alberto–Pero ahora vamos donde Paulino. Estoy harto de todo y quiero emborracharme.
— Anda tú–dijo el Esclavo–Yo me quedo en la cuadra.
— ¿Tienes miedo?
— No. Pero no me gusta que me frieguen.
— No te van a fregar–dijo Alberto-. Vamos a emborracharnos. Al primero que venga con bromas, le partes la cara y se acabó. Levántate. Y anda.
La cuadra se había vaciado paulatinamente. Después del almuerzo, los diez consignados de la sección se tendieron en las literas a fumar; luego el Boa animó a algunos a ir a «La Perlita». Después, Vallano y otros se fueron a una timba organizada por los consignados de la segunda. Alberto y el Esclavo se pusieron de pie, cerraron sus roperos y salieron. El patio del año, la pista de desfile y el descampado estaban desiertos. Caminaron hacia «La Perlita», las manos en los bolsillos, sin hablar. Era una tarde sin viento y sin sol, serena. De pronto oyeron una risa. A unos metros, entre la hierba, descubrieron a un cadete, con la cristina hundida hasta los ojos.
— Ni me vieron, mis cadetes–dijo sonriendo–Hubiera podido matarlos.
— ¿No sabe saludar a sus superiores? — dijo Alberto — Cuádrese, carajo.
El muchacho se incorporó de un salto y saludó. Se había puesto muy serio.
— ¿Hay mucha gente donde Paulino? — preguntó Alberto.
— No muchos, mi cadete. Unos diez.
— Échese, no más–dijo el Esclavo.
— ¿Usted fuma, perro? — dijo Alberto.
— Sí, mi cadete. Pero no tengo cigarrillos. Regístreme, si quiere. Hace dos semanas que no salgo.
— Pobrecito–dijo Alberto–Me muero de pena. Tome. — Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y se lo mostró. El muchacho lo miraba con desconfianza y no se atrevía a estirar la mano.
— Saque dos–dijo Alberto–Para que vea que soy buena gente.
El Esclavo los miraba distraído. El cadete estiró la mano con timidez, sin quitar los ojos a Alberto. Tomó dos cigarrillos y sonrió.
— Muchas gracias, mi cadete–dijo–Es usted buena gente.
— De nada–dijo Alberto–Favor por favor. Esta noche vendrá a tenderme la cama. Soy de la primera sección.
— Sí, mi cadete.
— Vamos de una vez–dijo el Esclavo.
La entrada del reducto de Paulino era una puerta de hojalata, apoyada en el muro. No estaba sujeta,
bastaba un viento fuerte para derribarla. Alberto y el Esclavo se aproximaron, después de comprobar que no había ningún oficial cerca. Desde afuera, oyeron risas y la sobresaliente voz del Boa. Alberto se acercó en puntas de pie, indicando silencio al Esclavo. Puso las dos manos sobre la puerta y empujó: en la abertura que surgió frente a ellos, después del ruido metálico, vieron una docena de rostros aterrorizados.
— Todos presos–dijo Alberto–Borrachos, maricones, degenerados, pajeros, todo el mundo a la cárcel.
Estaban en el umbral. El Esclavo se había colocado detrás de Alberto; su rostro expresaba ahora docilidad y sometimiento. Una figura ágil, simiesca, se incorporó entre los cadetes amontonados en el suelo y se plantó ante Alberto.
— Entren, caracho–dijo–Rápido, que pueden verlos. Y no hagas esas bromas, poeta, un día nos van a fregar por tu culpa.
— No me gusta que me tutees, cholo de porquería–dijo Alberto, franqueando el umbral. Los cadetes se volvieron a mirar a Paulino, que había arrugado la frente; sus grandes labios tumefactos se abrían como las caras de una almeja.
— ¿Qué te pasa, blanquiñoso? — dijo- ¿Estás queriendo que te suene o qué?
— 0 qué–dijo Alberto, dejándose caer al suelo. El Esclavo se tendió junto a él. Paulino se rió con todo el cuerpo; sus labios se estremecían y por momentos dejaban ver una dentadura desigual, incompleta.
— Te has traído tu putita–dijo- ¿Qué vas a hacer si la violamos?
— Buena idea–gritó el Boa-. Comámonos al Esclavo.
— ¿Por qué no a ese mono de Paulino? — dijo Alberto–Es más gordito.
— Se las ha agarrado conmigo–dijo Paulino, encogiéndose de hombros. Se hecho junto al Boa. Alguien había vuelto a poner la puerta en su sitio. Alberto descubrió, en medio de los cuerpos acumulados, una botella de pisco. Alargó la mano pero Paulino lo sujetó.
— Cinco reales por trago.
— Ladrón–dijo Alberto.
Sacó su cartera y le dio un billete de cinco soles.
— Diez tragos–dijo.