— ¿Es para ti solo o también para tu hembrita? — preguntó Paulino.
— Por los dos.
El Boa se rió estruendosamente. La botella circulaba entre los cadetes. Paulino calculaba los tragos; si alguien bebía más de lo debido, le arrebataba la botella de un tirón. El Esclavo, después de beber, tosió y sus ojos se llenaron de lágrimas.
— Esos dos no se separan un instante desde hace una semana–dijo el Boa, señalando a Alberto y al Esclavo–Me gustaría saber qué ha pasado.
— Bueno–dijo un cadete, que apoyaba su cabeza en la espalda del Boa- ¿Y la apuesta?
Paulino entró en un estado de viva agitación. Se reía, daba palmadas a todo el mundo diciendo «ya pues, ya pues», los cadetes aprovechando sus saltos robaban largos tragos de pisco. La botella quedó vacía en pocos minutos. Alberto, la cabeza sobre sus brazos cruzados, miró al Esclavo: una pequeña hormiga roja recorría su mejilla y él no parecía sentirla. Sus Ojos tenían un resplandor líquido; su piel estaba lívida. «Y ahora sacará un billete, o una botella, o una cajetilla de cigarros y luego habrá una pestilencia, una charca de mierda, y yo me abriré la bragueta, y tu te abrirás la bragueta, y él se abrirá, y el injerto comenzará a temblar y todos comenzarán a temblar, me gustaría que Gamboa asomara la cabeza y oliera ese olor que habrá.» Paulino, en cuclillas, escarbaba la tierra. Poco después, se irguió con una talega en las manos. Al moverla, se oía ruido de monedas. Todo su rostro había cobrado una animación extraordinaria, las aletas de su nariz se inflaban, sus labios amoratados, muy abiertos, avanzaban en busca de una presa, sus sienes latían. El sudor bañaba su rostro exacerbado. — Y ahora se sentará, se pondrá a respirar como un caballo o como un perro, la baba le chorreará por el pescuezo, sus manos se volverán locas, se le cortará la voz, quita la mano asqueroso, dará patadas en el aire, silbará con la lengua entre los dientes, cantará, gritará, se revolcará sobre las hormigas, las cerdas le caerán en la frente, saca la mano o te capamos, se tenderá en la tierra, hundirá la cabeza en la hierbita y en la arena, llorará, sus manos y su cuerpo se quedarán quietos, morirán.»
— Hay como diez soles en monedas de cincuenta–dijo Paulino-. Y ahí abajo hay otra botella de pisco para el segundo. Pero tendrá que convidar a todos.
Alberto había, sumido la cabeza entre los brazos: sus ojos exploraban un minúsculo universo en tinieblas. Sus oídos percibían una bulliciosa excitación: cuerpos que se estiran o se encogen, risas ahogadas, e' resuello frenético de Paulino. Giró sobre sí mismo y quedó con la cabeza sobre la tierra: arriba, veía un pedazo de calamina y el cielo gris, ambos del mismo tamaño. El Esclavo se inclinó hacia él. La palidez abarcaba no sólo su rostro, también su cuello y sus manos: bajo la piel se distinguían unos manantiales azules.
— Vámonos, Fernández–le susurró el Esclavo-. Salgamos. — No–dijo Alberto-. Quiero ganar esa talega.
La risa del Boa era, ahora, furiosa. Ladeando un poco la cabeza, Alberto podía ver sus grandes botines, sus gruesas piernas, su vientre apareciendo entre las puntas de la camisa caqui y el pantalón desabotonado, su cuello macizo, sus ojos sin luz. Algunos se bajaban los pantalones, otros los abrían solamente. Paulino daba vueltas en torno al abanico de cuerpos, con los labios húmedos; de una de sus manos colgaba la talega sonora y la otra sostenía la botella de pisco. «El Boa quiere que le traigan a la Malpapeada», dijo alguien y nadie se rió. Alberto se desabotonaba lentamente, los ojos semicerrados, y trataba de evocar el rostro, el cuerpo, los cabellos de la Pies Dorados, pero la imagen era huidiza y se esfumaba para dar paso a otra, una muchacha morena, que también se fugaba y volvía, le mostraba una mano, una boca fina, y la garúa caía sobre ella, humedecía su ropa y la luz rojiza de Huatica estaba brillando en el fondo de esos ojos oscuros y él decía mierda y surgía el muslo blanco y carnoso de la Pies Dorados y desaparecía y la avenida Arequipa estaba repleta de vehículos que pasaban junto al paradero del Raimondi, donde esperaban él y la muchacha.
— ¿Y tú, qué esperas? — dijo Paulino, indignado. El Esclavo se había tendido y permanecía inmóvil, la cabeza entre las manos. El injerto estaba de pie, ante él y parecía enorme. «Cómetelo, Paulino», gritó el Boa. «Cómete a la novia del poeta. Te juro que si el poeta se mueve, lo quiebro.» Alberto miró al suelo: unos puntos negros surcaban la tierra castaña, pero no habla ninguna piedra. Endureció el cuerpo y cerró los puños. Paulino se había inclinado, con las rodillas separadas: las piernas del Esclavo pasaban bajo su cuerpo.
— Si lo tocas, te rompo la cara–dijo Alberto.
— Está enamorado del Esclavo–dijo el Boa, pero su voz revelaba que ya se había desinteresado de Paulino y Alberto; era una voz débil y congestionada, lejana. El injerto sonrió y abrió la boca: la lengua arrastraba una masa de saliva que mojó sus labios.
— No le voy a hacer nada–dijo-. Sólo que es muy flojo. Lo voy a ayudar.
El Esclavo estaba inmóvil y, mientras Paulino abría su correa y desabotonaba su pantalón, siguió mirando al techo. Alberto volvió la cabeza; la calamina era blanca, el cielo era gris, en sus oídos había una música, el diálogo de las hormigas coloradas en sus laberintos subterráneos, laberintos con luces coloradas, un resplandor rojizo en el que los objetos parecían oscuros y la piel de esa mujer devorada por el fuego desde la punta de los pequeños pies adorables hasta la raíz de los cabellos pintados, había una gran mancha en la pared, el cadencioso balanceo de ese muchacho marcaba el tiempo como un péndulo, fijaba el reducto a la tierra, impedía que se elevara por los aires y cayera en la espiral rojiza de Huatica, sobre ese muslo de miel y de leche, la muchacha caminaba bajo la garúa, liviana, graciosa, esbelta, pero esta vez el chorro volcánico estaba ahí, definitivamente instalado en algún punto de su alma, y comenzaba a crecer, a lanzar sus tentáculos por los pasadizos secretos de su cuerpo, expulsando a la muchacha de su memoria y de su sangre, y segregando un perfume, un licor, una forma, bajo su vientre que sus manos acariciaban ahora y de pronto ascendía algo quemante y avasallador, y él podía ver, oír, sentir, el placer que avanzaba, humeante, desplegándose entre una maraña de huesos y músculos y nervios, hacia el infinito, hacia el paraíso donde nunca entrarían las hormigas rojas, pero entonces se distrajo, porque Paulino acezaba y había caído a poca distancia, y el Boa decía palabras entrecortadas. Sintió nuevamente la tierra en sus espaldas y al volverse a mirar, sus ojos ardieron como punzados por una aguja. Paulino estaba junto al Boa y éste lo dejaba manosear su cuerpo, indiferente. El injerto resollaba, emitía grititos destemplados. El Boa había cerrado los ojos y se retorcía. «Y ahora comenzará el olor, y la botella se vaciará en unos segundos y cantaremos, y alguien contará chistes, y el injerto se pondrá triste, y sentiré la boca seca y los cigarrillos me darán ganas de vomitar y querré dormir, y la cabeza y algún día me volveré tísico, el doctor Guerra dijo que es como si uno se acostara siete veces seguidas con una mujer.»
Cuando escuchó el grito del Boa, no se movió: era un pequeño ser adormecido en el fondo de una concha rosada, y ni el viento ni el agua ni el fuego podían invadir su refugio. Luego volvió a la realidad: el Boa tenía a Paulino contra el suelo y lo abofeteaba, gritando, «me mordiste, cholo maldito, serrano, voy a matarte». Algunos se habían incorporado y contemplaban la escena con rostros lánguidos. Paulino no se defendía y después de un momento, el Boa lo soltó. El injerto se levantó pesadamente, se limpió la boca, recogió del suelo la talega de monedas y la botella de pisco. Dio el dinero al Boa.
— Yo terminé segundo–dijo Cárdenas.
Paulino avanzó hacia él con la botella. Pero lo detuvo el cojo Villa, que estaba junto a Alberto.
— Mentira–dijo-. No fue él.
— ¿Quién entonces? — dijo Paulino.