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— El Esclavo.

El Boa dejó de contar las monedas y sus ojos pequeñitos miraron al Esclavo. Éste permanecía de espaldas, las manos a lo largo de su cuerpo.

— Quién lo hubiera dicho–dijo el Boa–Tiene una pinga de hombre.

— Y tú una de burra–dijo Alberto–Ciérrate el pantalón, fenómeno.

El Boa se rió a carcajadas y corrió por el reducto, sobre los cuerpos, con el sexo entre las manos, gritando «los orino a todos, me los como a todos, por algo me dicen Boa, puedo matar a una mujer de un polvo».

Los otros se limpiaban y acomodaban la ropa. El Esclavo había abierto la botella de pisco, y después de tomar un trago largo y escupir, la pasó a Alberto. Todos bebían y fumaban. Paulino estaba sentado en un rincón, con una expresión marchita y melancólica. «Y ahora saldremos y nos lavaremos las manos, y después tocarán el silbato y formaremos y marcharemos al Comedor, un, dos, un, dos, y comeremos y saldremos del comedor y entraremos a las cuadras y alguien gritará un concurso y alguien dirá ya estuvimos donde el injerto y ganó el Boa, y el Boa dirá también fue el Esclavo, lo llevó el poeta y no dejó que nos lo comiésemos e incluso salió segundo en el concurso, y tocarán silencio y dormiremos y mañana y el lunes y cuántas semanas.

Emilio le dio un golpe en el hombro y le dijo: «ahí está». Alberto levantó la cabeza. Helena, con medio cuerpo inclinado sobre la baranda de la galería, lo miraba. Sonreía. Emilio le dio un codazo y repitió: «ahí está. Anda, anda». Alberto susurró: «cállate, hombre. ¿No ves que está con Ana? — . Junto a la cabeza rubia, suspendida sobre la baranda, había aparecido otra, morena: Ana, la hermana de Emilio. «No te preocupes, dijo éste. Yo me encargo de ella. Vamos. — Alberto asintió. Subieron la escalera del Club Terrazas. La galería estaba llena de gente joven; del otro lado del Club, de los salones, provenía una música muy alegre. «Pero no te acerques por nada del mundo, murmuraba Alberto mientras subían la escalera. No dejes que tu hermana nos interrumpa. Si quieres, sígannos, pero de lejos.» Cuando se acercaron a ellas, las dos muchachas reían. Helena parecía mayor. Delgada, dulce, transparente, nada revelaba a primera vista su audacia. Pero los del barrio la conocían. Mientras las otras muchachas, al ser abordadas en media calle, se ponían a llorar, bajaban los Ojos y se cohibían o asustaban, Helena hacía frente a los asaltantes, los desafiaba como una fierecilla de ojos encendidos y su voz enérgica respondía uno por uno a los sarcasmos, o tomaba la iniciativa y llamaba a los muchachos por sus sobrenombres más ofensivos y los amenazaba y se la veía, el cuerpo firme y erguido, el rostro altanero, azotar el aire con sus puños, resistir el cerco, romperlo y alejarse con expresión triunfal. Pero eso era antes. Hacía un tiempo, ninguno sabía exactamente en qué estación del año, en qué mes (tal vez esas vacaciones de julio, cuando los padres de Tico celebraron su cumpleaños con una fiesta mixta), el clima de pugna entre hombres y mujeres comenzó a eclipsarse. Los muchachos ya no aguardaban el paso de las chicas para asustarlas y divertirse a su costa; al contrario, la aparición de una de ellas los complacía y despertaba una cordialidad tímida y balbuceante. Y a la inversa, cuando las chicas, desde el balcón de la casa de Laura o de Ana, veían pasar a alguno de ellos, dejaban de hablar en voz alta, cambiaban misteriosas palabras al oído, lo saludaban por su nombre, y él podía sentir, junto al halago íntimo que lo invadía, la excitación que su presencia suscitaba en el balcón. Tendidos en el jardín de la casa de Emilio, sus conversaciones tomaban otros rumbos. ¿Quién recordaba los partidos de fulbito, las carreras, las bajadas a la playa por el despeñadero? Fumando sin descanso (ya nadie se atoraba con el humo), estudiaban la manera de filtrarse en las películas para mayores de quince años, calculaban las posibilidades de una fiesta próxima: ¿permitirían los padres que pusieran el tocadiscos y bailaran?, ¿duraría como la última que terminó a medianoche? Y cada uno narraba sus encuentros, sus conversaciones con las chicas del barrio. Los padres habían cobrado una importancia excepcional; unos, como el padre de Ana y la madre de Laura gozaban del aprecio unánime, porque saludaban a los muchachos, permitían que conversaran con sus hijas, los interrogaban sobre sus estudios; otros, como el papá de Tico y la madre de Helena (estrictos, celosísimos) los atemorizaban y ahuyentaban. — ¿Vas a ir a la matiné? — preguntó Alberto.

Caminaban por el malecón, solos. Él sentía a su espalda, los pasos de Emilio y de Ana. Helena afirmó con la cabeza y dijo: «al cine Leuro». Alberto decidió esperar: en la oscuridad sería más fácil. Tico había explorado el terreno unos días atrás y Helena le había dicho: «no se puede saber nunca, pero si se me declara bien, tal vez lo aceptaría». Era una clara mañana de verano, el sol brillaba en un cielo azul, sobre el océano vecino y él se sentía animoso: los signos eran favorables. Con las chicas del barrio se mostraba siempre seguro, les hacía bromas ingeniosas o conversaba seriamente. Pero Helena no facilitaba el diálogo, discutía todo, aun las afirmaciones más inocentes, nunca hablaba por gusto y sus opiniones eran cortantes. Una vez, Alberto le contó que había llegado a misa después del Evangelio. «No te vale, repuso Helena, fríamente. Si te mueres esta noche te irás al infierno.» Otra vez, Ana y Helena contemplaban desde el balcón un partido de fulbito. Después, Alberto le preguntó: "¿qué tal juego? — . Y ella le respondió: «juegas muy mal». Sin embargo, una semana antes, en el Parque de Miraflores se había reunido un grupo de muchachos y muchachas del barrio y habían paseado un buen rato, en torno al Ricardo Palma. Alberto caminaba junto a Helena y ésta se mostraba cordial; los otros se volvían a verlos y decían: «qué buena pareja».

Acababan de dejar el Malecón, avanzaban por Juan Fanning hacia la casa de Helena. Alberto ya no sentía los pasos de Emilio y de Ana. "¿Nos veremos en el cine?», le dijo. "¿Tú también vas a ir al Leuro?», preguntó Helena con infinita inocencia. «Sí, dijo él, también.» «Bueno, entonces tal vez nos veamos.» En la esquina de su casa, Helena le tendió la mano. La calle Colón, el cruce de Diego Ferré, el corazón mismo del barrio, estaba solitario; los muchachos seguían en la playa o en la piscina del Terrazas. ¿Vas a ir de todos modos al Leuro, no?», dijo Alberto. «Sí, — dijo ella. Salvo que pase algo» “¿Qué puede pasar?» «No sé, dijo ella muy seria; un temblor o algo así.» «Tengo algo que decirte en el cine», dijo Alberto. La miró a los ojos; ella parpadeó y pareció muy sorprendida. "¿Tienes algo que decirme?, ¿Qué cosa?». «Te lo diré en el cine.» "¿Por qué no ahora?, dijo ella; es mejor hacer las cosas lo antes posible.» Él hizo esfuerzos para no ruborizarse. «Ya sabes lo que te voy a decir», dijo. «No, repuso ella, más sorprendida todavía. Ni se me ocurre qué puede ser.» «Si quieres te lo digo de una vez», dijo Alberto. «Eso es, dijo ella. Atrévete. "

«Y ahora saldremos y después tocarán silbato y formaremos y marcharemos al comedor, un dos, un, dos, y comeremos rodeados de mesas vacías, y saldremos al patio vacío y entraremos a las cuadras vacías, y alguien gritará un concurso y yo diré ya estuvimos donde el injerto y ganó el Boa, siempre gana el Boa, el próximo sábado también ganará el Boa, y tocarán silencio y dormiremos y vendrá el domingo y el lunes y volverán los que salieron y les compraremos cigarrillos y les pagaré con cartas o novelitas.» Alberto y el Esclavo estaban echados en dos camas vecinas de la cuadra desierta. El Boa y los otros consignados acababan de salir hacia «La Perlita». Alberto fumaba una colilla.

— Puede seguir hasta fin de año — dijo el Esclavo.

— ¿Qué cosa?

— La consigna.

— ¿Para qué maldita sea hablas de la consigna? Quédate callado o duerme. No eres el único consignado.

— Ya sé, pero tal vez nos quedemos encerrados hasta fin de año.

— Sí — dijo Alberto–Salvo que descubran a Cava. Pero cómo van a descubrirlo.